Opinión
Que tu marido te dé una paga, es violencia
Periodista
De todas las violencias conyugales que nos muestra la serie Querer de Alauda Ruiz de Azúa (en Movistar +) la que más me impactó, por normalizada, invisible y absolutamente transversal a todas las demás, es la violencia económica. Que una mujer adulta tenga que esperar a la paga mensual del marido para cubrir los gastos del hogar como si fuese la empleada o la hija adolescente, que una mujer adulta le tenga que pedir dinero extra a su pareja si necesita comprarse algo para ella misma o para los niños, que una mujer adulta no tenga ni idea de en qué se gasta el resto del dinero él (ni cuánto gana, ahorra o invierte, así como el número de cuentas o el patrimonio del sujeto con el que está casada o emparejada), que una mujer adulta no se le permita trabajar fuera de casa o tenga que hacerlo cuándo y dónde él quiera, que una mujer adulta se juegue hasta su herencia porque el marido la ha apartado de su familia de origen y ni siquiera se pueda plantear separarse porque no tiene independencia económica ni cobijo al que acudir, es violencia. Son tantas las mujeres que viven en este sistema de sumisión, atadas con una correa invisible a su maltratador, que el valor de esta ficción es exactamente el mismo que el de una pieza documental.
Señala Montserrat González, presidenta de ASOCIM, la asociación de los profesionales de los Centros de Información á Muller de Galicia, que en estos momentos el mayor reto que se encuentran desde los servicios sociales es el de la violencia económica porque “lo condiciona absolutamente todo”. Son precisamente las técnicas de igualdad, quienes conocen de primera mano la realidad de las víctimas de violencia machista, las que inciden en la cantidad de mujeres en procesos de separación que desconocen la cantidad de dinero que ingresa el señor con el que llevan casadas décadas, o cosas tan básicas como lo que les cuesta la hipoteca, los seguros contratados o el número total de cuentas bancarias abiertas. Algunas, ni siquiera saben la oficina que les corresponde. “¿Cómo te vas a separar si no sabes esto?”, me comentan.
Evidentemente, si no saben cuánto gana ni debe el marido, tampoco pueden calcular lo que les toca de pensión compensatoria. Sorprende escuchar el grado de tortura al que viven sometidas muchas mujeres que malviven con cinco euros diarios para la compra porque ellos las acusan de ser unas “derrochadoras”. Otras pasan años sin ver un euro delante porque la compra se hace desde casa vía internet y viven recluidas a expensas de la propina que muchas veces llega bajo la violación “consentida” en el seno conyugal. El premio por someterse equivale al acceso a una tarjeta o a dinero para la excursión del crío, y algunos maltratadores imponen tarifas a sus mujeres según el tipo de servicios prestados. “¿Cuánto puedes aguantar sin rebajarte para que te dé el dinero que necesitas?”, me dicen.
Es habitual que mujeres que se han casado con hombres que tienen un puesto de trabajo estable hayan renunciado a su propio empleo, presionadas por factores como la vergüenza social (“para qué vas a trabajar tú si no lo necesitamos”) o bajo la promesa de ser tratadas como reinas que mutan mágicamente en esclavas domésticas a coste cero. Otro método frecuente para apartarlas del mercado laboral y la independencia económica es hacerles un hijo, literalmente. Nada más eficaz para que las mujeres abandonen definitivamente su carrera profesional o sus estudios que embarazarlas en cada nuevo intento de independencia, empleando muchas veces la violencia sexual o la luna de miel posterior al ataque de celos.
“Conozco mujeres que tienen un hijo por cada reconciliación”, me señala una de las profesionales. La trampa está servida, pues después del parto es habitual que llegue nuevamente la etapa de aniquilación de la autoestima con consignas que se repiten en todos los casos “eres una inútil”, “eres una mantenida”, “quién te va a querer a ti si solo sirves para puta”, o “si yo no trabajo tú te mueres de hambre.” En esta dinámica, muchas víctimas acaban asumiendo que ellas no valen para nada, que lo van a perder todo si se separan, incluso a sus hijos, o que su única salida es, efectivamente, la de la prostitución. Por eso, muchas, ni siquiera se plantean dejarlo, y solo se acercan a las técnicas para que las ayuden a conseguir que su maltratador les dé más dinero para sobrevivir.
Entre las mujeres más jóvenes que llegan a los servicios sociales el panorama no es alentador. Las expertas advierten de que se está produciendo un repliegue hacia el machismo más rancio, influido por los nuevos líderes de opinión en redes sociales que hablan de mujeres de alto o bajo valor. Hemos pasado del “tú trabaja y ten tu propio dinero” que nos aconsejaban nuestras abuelas, al “deja que él te provea y abandona tu trabajo y tus estudios si lo quieres de verdad” que refuerzan estos tiranos misóginos de la era digital. Al principio, serán los celos disfrazados de amor romántico la estrategia que usen los maltratadores. “Les dicen cosas como que abandonen los estudios porque ellas no lo necesitan, o que dejen de hacer determinado curso porque son muy guapas y allí solo hay tíos que se las quieren follar”. O peor, quizá no se lo digan directamente, pero en cuanto sepan que tienen una prueba importante, pongamos por caso, un examen, les montarán “un pollo” justo el día anterior. Por no hablar, de los que se ofrecen a pagarles operaciones estéticas por las que después tendrán que pagar con su propio sometimiento.
Si la víctima se rebela un poco y consigue una entrevista de trabajo es frecuente que el maltratador la boicotee para impedir que acuda a la misma, por ejemplo, desapareciendo la noche anterior, quitándole las llaves del coche, dejándola encerrada en la vivienda o discutiendo de camino hasta hacerla llorar. Los maltratadores también las sabotean en el propio puesto de trabajo o curso de formación, apareciendo a cualquier hora hasta conseguir abochornarlas para que sean ellas mismas las que no quieran volver. Me explican casos tan flagrantes como los de tipos que se han presentado en la empresa de la pareja o expareja para decirles a los jefes que tiene un trastorno mental, que roba, o que padece una enfermedad contagiosa, y los hay que llegan a mandar correos anónimos asegurando que la empleada está poniendo en riesgo la vida de las personas a las que cuida porque se presenta a trabajar con covid. El bombardeo amoroso con ramos de flores y regalitos que llegan en horario de oficina también es maltrato.
Pero también hay violencia económica en las clases más favorecidas, como la que sufren aquellas mujeres que han trabajado en la empresa del marido y ni siquiera saben en qué condiciones. Las coacciones en estos entornos resultan asfixiantes: desde amenazas con echarlas pasando por compañeros (que a veces también son familiares) que las presionan para que retiren una denuncia porque “nos estás jodiendo a todos”, hasta advertencias con hacer quebrar la empresa. En el momento de la separación, algunas descubren que tienen deudas en tarjetas o vehículos a sunombre que jamás han usado, incluso multas de tráfico que ascienden a varios miles de euros. “Cuando se separan, muchas se enteran de que han sido utilizadas durante años como testaferros de la empresa del marido, que acumulan deudas o que son propietarias de empresas cuya caja ha desaparecido”. A veces, han firmado documentos, nóminas incluidas, que jamás han cobrado y demostrar lo contrario les cuesta un dinero del que carecen.
Obviamente, no todas las víctimas de violencia económica han dejado de trabajar. Muchas han seguido con una carrera laboral precaria o intermitente, soportando dobles jornadas al tener que combinar su empleo con el cuidado de los hijos y las tareas domésticas. Una vez más, queda en evidencia cómo la fórmula aritmética de pagar todo a medias solo les compensa a ellos si no hay corresponsabilidad doméstica ni ingresos similares. Por una parte, ellos han progresado en sus carreras y se han enriquecido gracias a los cuidados gratuitos y, por la otra, los gastos que hacen la mayoría de las mujeres (más pequeños y cotidianos, como la compra) son mucho más difíciles de rastrear y justificar en un juzgado, al contrario que las hipotecas o los suministros de la vivienda que suelen estar vinculados a una cuenta común o a la del marido. Además, llegadas una edad, muchas solo encuentran empleo en labores de cuidado, sectores mal pagados, a veces sin cotizar, y que aportan tranquilidad a sus maltratadores porque suelen estar exentos de “peligros”, esto es, feminizados. Algunas, se reenganchan al mercado laboral cuando los hijos ya son mayores y pasan años y años ahorrando y maquinando la manera de poder liberarse de su maltratador.
No cabe duda de que la vulnerabilidad económica es uno de los mayores factores de riesgo para quedar atrapadas en situaciones de violencia y, por eso, las técnicas de igualdad exigen que se contemple la violencia económica dentro del Código Penal y la modificación de la ley para la asistencia jurídica gratuita a todas las víctimas “desde el minuto uno”. Piden también una mejor utilización de los fondos del Pacto de Estado y la coordinación entre las instituciones, así como responsabilidad política a la hora de anunciar recursos y ayudas a bombo y platillo, y facilitar los trámites para poder hacerlas efectivas. “¿De qué sirve que la Xunta anuncie una ayuda al alquiler de 550 euros (en las capitales de provincia) si no existen pisos en tu ciudad a ese precio, o si nadie te quiere hacer un contrato a tu nombre porque no tienes ingresos, o no consigues reunir el dinero para la fianza y el aval?”. Por eso, exigen “ayudas de emergencia que lleguen de manera inmediata y el aumento de la prestación periódica por violencia” que en Galicia está fijada en doce meses, lo que impide que una mujer que la haya cobrado en el pasado se pueda volver a beneficiar de ella. Además, reclaman que la administración adelante el pago de la pensión de alimentos a los menores, mientras no haya sentencia firme.
Vivimos en una sociedad en donde el dinero es un tabú “muchas veces peor que el sexo” y somos las mujeres las que pagamos el mayor peaje de esta censura, por eso se nos tacha de controladoras o arpías si exigimos las cuentas y se nos acostumbra a conducir el coche más barato de la casa. Cuando nos convertimos en madres tendemos, además, a dejar de pensar en nosotras mismas y en nuestro futuro, abandonadas a la idea romántica de poner los cuidados en el centro, olvidando que la libertad también hay que cuidarla y que casi siempre se paga y, a veces, sale muy cara.
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