Opinión
Las madres culpables y los padres ausentes
Periodista
En el primer episodio de la tercera temporada de Big Little Lies la súpermadre rubísima, educadísima y aparentemente altruista, Madeline Martha Mackenzie (Reese Witherspoon) intenta convencer a su hija adolescente para que recapacite acerca de su idea de no ir a la universidad para trabajar a favor de los más desfavorecidos en una nueva empresa que construirá las casas para las personas sin hogar. “¡Hay cuatro millones de sintecho en Estados Unidos, con una edad media de nueve años!” le dice la hija, preocupada, pretendiendo que la madre recapacite sobre la relevancia social de su plan. - “¡Me importa una mierda!” “¡Me la sudan los sintecho!” – le espeta una madre furiosa ante la posibilidad de ver a su niña trabajando en el Mcdonalds, por mucho que su proyecto pudiese evitar que miles de niños de nueve años se congelasen en las aceras.
El caso de la niña I., invitada a abandonar un campamento de verano porque sus compañeras de habitación no querían interactuar con una chica no normativa, es un ejemplo bastante nítido de cómo algunas madres están dispuestas a todo con tal de que sus hijas triunfen. Tanto estas madres como la que interpreta Reese Witherspoon tienen un denominador común: su modelo de éxito no entiende de vulnerabilidades ni de pérdidas de tiempo. Es el modelo capitalista y ya lo enseñan en los colegios. El éxito es que las chicas bien vayan a la universidad y tengan un buen trabajo cuanto antes y para eso hay que empezar con campamentos vip en donde solo haya niñas listísimas y guapísimas, niñas que aprendan a la primera y no se dejen interrumpir. Al final, estas madres, sin pretenderlo, están justificando el acoso y el bullying de una manera salvaje, educando a niñas que aprenderán que no todas somos iguales ni tenemos los mismos derechos ni obligaciones. ¿Acaso alguien se había creído que unas niñas cuyas familias pagan 1600 euros por sus vacaciones son iguales al resto de las niñas de España?
La primera barrera de este despropósito la rompieron los responsables del campamento. Tal como ha repetido por activa y pasiva la madre de I., los monitores estaban convenientemente informados de las particularidades de su hija, que recibieron con agrado y consideración, pero su autoridad, si es que tuvieron alguna, se diluyó ante el primer cuestionamiento de unas mocosas que se estaban comportando como el típico cliente rancio de El Corte Inglés. En España el que paga manda, aunque no tenga razones, ni motivos, ni vergüenza. Está visto que aquí mandas aunque tengas diez años.
Segunda. La falta de consideración y empatía por parte de esas niñas, la ruindad en su lado más salvaje, el capricho de evitarse una pequeña molestia a cambio de crearle un gran dolor a otra chica cuyo único error fue coincidir en la habitación de unas maleducadas.
Y tercera. No hay nada más peligroso que las madres salvadoras, entrenadas en el “sí a todo” y dispuestas a pararles la caída antes del tropiezo. Y en esta psicosis andan cada vez más mujeres, con el sanbenito de la culpa por la falta de tiempo y de atenciones, las que se empeñan en comprender siempre a sus hijos, en darles la razón aunque no la tengan, víctimas de la crianza posmoderna que cada semana publica la lista de traumas derivados de una mala contestación. Madres fanáticas que lanzan insultos como hinchas rusos en los partidos de fútbol alevín. Madres dignísimas que se presentan en el colegio (o en la universidad) para amenazar al profesor de turno si la hija suspende. Madres-secretarias que se encargan de la agenda escolar y social de la criatura. Madres agotadas a las órdenes de pequeños tiranos que un día dejarán de ser pequeños. Muchas madres, que, a su vez, sufren despotismo y maltrato disfrazado de rebeldía. Demasiadas madres aleccionadas en el “por mi hija mato”. Y por mi hija, si hace falta, me mato y me dejo matar.
El resultado de tanta transigencia lo vemos a diario. Según la Fundación ANAR el bullying aumentó un 240% en dos años, entre 2015 y 2017, debido por supuesto al aumento de la conciencia social y de las denuncias por parte de las propias víctimas, siendo la edad de los acosadores cada vez más baja (el 14% de las agresiones se producen a niños de menos de 7 años). Pero también ha aumentado considerablemente la violencia familiar ejercida por los hijos hacia sus padres y hermanos, la violencia en las aulas hacia los profesores y, cómo no, la violencia sexual entre adolescentes. Empiezan a ser preocupantemente frecuentes las manadas de niñatos quedan para violar con esa sensación de impunidad que les permite hasta grabarlo.
Y este mundo tan moderno, tan feminista, tan LGTBI, siguen siendo las madres las tienen que resolver los caprichos de sus hijas aunque estén de vacaciones y hayan pagado 1600 euros para que otros se encarguen. Son las madres las que hacen una denuncia pública para que estas cosas no queden impunes. Son las madres las que saben que si la niña sufre, llora, si es castigada o no va a la universidad, si la niña suspende o se porta mal, o si el niño pega o viola, el micrófono aparecerá pegado a su mentón. Madres culpables que ya ni criar saben. ¿Quién les habrá dado todo este poder a las madres?
En el otro lado están los padres, acertando siempre. Con su ausencia reiterada llevan una semana librándose del disparo machista de los medios de comunicación que estos días daban por hecho que en esas tres casas solo había un progenitor, y era ella, ya saben, la de las malas decisiones. Padres que seguro que ignoran las circunstancias y los detalles porque “son cosas de chiquillas” mientras la niña amenaza con volverse a casa o tirarse por la ventana si no le sacan a la otra de la habitación. Padres que estos días trabajarán mucho o quien sabe, estarán liados con sus cosas de hombres. Qué suerte tienen esos padres que todo lo hacen bien.
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