Columnas
Luces navideñas
Escritor. Autor de 'Querqus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
La noche que encendieron las luces navideñas en la ciudad, una mujer sintecho murió en la calle. ¿Dónde iba morir, si no tenía un hogar? Una sintecho, una sin hogar. Tirada en el suelo. Encima de la acera, en un recoveco de la entrada de un edificio deshabitado, con los inquilinos ya desahuciados, y ahora en venta.
Murió sola, sin una mano que apretar fuerte para ayudarte a pasar la frontera. La niebla espesa, la bruma helada que congela tu alma y se la lleva. Sin un remo con el que bogar para atravesar sin miedo la negrura de las aguas profundas de la laguna Estigia, donde te espera Hades. Dios del inframundo, para tu viaje en balde, mujer, pues tú ya vivías en él. Porque antes de morir, ya estabas muerta. ¿Acaso era poco tu infierno en la tierra?
Quizás no muriera esa misma noche y llevara varios días muerta. ¿Quién sabe? Sin que nadie se diera cuenta: los operarios de la empresa que remataban la instalación de las luces multicolores tras un mes de trabajo, los turistas que arrastraban sus ruidosas maletas de ruedas junto a la muerta, en busca de sus apartahoteles que copaban las viviendas expulsando a los vecinos de la ciudad; los viandantes que se cambiaban de acera para no pasar junto a ella. Junto a la muerta. Mirando para otro lado... para no verla. Si acaso una mirada furtiva, secreta e irresistible, cuando te pierde el morbo y la curiosidad. La curiosidad malsana por lo turbio y escabroso. Una fracción de segundo, pero no más.
Estaba ahí, tirada, pero nadie quería verla. Entorpeciendo el paso, porque lo tenía todo lleno de cachivaches, un carro de la compra atestado de enseres, bolsas repletas de trapos y ropa, envases de plástico y comestibles caducados procedentes de contenedores, una muñeca enorme a la que le faltaba una pierna y dos peluches medio deshechos que dejaban ver sus sucias tripas de falso algodón. Quizás moribunda, quizás ya muerta, pero nadie la veía. Porque no querían verla. De haber preguntado a algún peatón, para cerciorarnos de su mágica invisibilidad – ¿Es que no la ves? –, probablemente la respuesta sería: – Claro que la veo, pero no es cosa mía. No quiero meterme en líos. Llevo mucha prisa. – Aunque alguno, incluso, muy en consonancia con la ideología imperante, también podría decir: – ¡Lo tiene muy merecido! ¡La culpa es solo suya!
Estaba tapada con una manta de tonos otoñales, de donde sobresalía una pequeña mata de pelo, negro y enmarañado, y al otro extremo una zapatilla deportiva, mugrienta y raída. Los barrenderos, la cartera, los repartidores que entregaban sus paquetes de regalo a la carrera, casi saltando por encima, los abuelos tirando de los niños – ¡Mira qué bonito ese escaparate! –, distrayendo su atención para que no la miraran. – Abuela: ¿Qué hay ahí, debajo de esa manta? –, le preguntaba tirando de su chaqueta: – Nada, hijo, son trastos de la tienda, que los están cambiando para Navidad y tiran los antiguos a la calle. –, le contesta. – Mañana ya no estarán, pues se los habrá llevado el camión de la basura.
Dos semanas antes, el señor alcalde, que cumplía en el cargo su segunda Navidad, explicaba en rueda de prensa ante una nube de micrófonos y periodistas: – La Navidad de este año 2024, que se nos echa encima, ya que el año pasado no tuvimos tiempo de licitar el pliego, pasará a la historia de esta ciudad. A la his-to-ria. Vamos a iluminarla como se merecen los ciudadanos. Tal y como se merece la verdadera Navidad. Ante el robo, el abandono y el desprecio de corporaciones anteriores que ponían cuatro luces, tenues, para cumplir con la mínima, nosotros vamos a iluminar nuestra ciudad porque creemos firmemente en la Navidad. La Navidad es familia, es hermandad y solidaridad; la Navidad es amor, amor al prójimo. También es respetar la tradición, el volver a casa, abrazarte a los tuyos y temblar con un villancico ante la imagen del Niño Dios.
Y cumplió su promesa, entrando con fuerza en esa competición que se había puesto de moda en España entre alcaldes y alcaldesas, esa carrera disparatada y sin meta, sin reparar en gastos, para ver quién ponía el árbol navideño más alto y gigantesco, los angelotes más descomunales con sus cornetas apocalípticas, los edificios públicos iluminados, las calles, las avenidas y plazas, inundadas de arcos luminosos que desprendían copos de nieve, estrellas, renos saltarines y bambis, guirnaldas en forma de abanico y en zigzag, bolas como planetas de color, mangueras kilométricas de led envolviendo la ciudad. Y en los parques, conos y figuras navideñas en 3D de osos, camellos con sus majestades, pavos reales, carrozas, regalos y muñecos como colosos de luz multicolor para meterte dentro, con proyecciones de imágenes y efectos especiales de luces en movimiento sobre las fachadas de los altos edificios con una música atronadora. Un espectáculo jamás visto de luz, sonido y color. Inteligencia artificial, tecnología punta del siglo XXI que borra de un plumazo – de un chispazo – todas las amarguras y miserias.
Cuando aquella tarde, ya anocheciendo, los técnicos probaron, por un solo instante, las luces de esa calle, una de las principales, para no cometer fallos y que el encendido oficial que se produciría unas horas después fuera todo un éxito, un haz de rayos láser iluminaron la manta, el pelo negro, la zapatilla desvencijada. Y con su movimiento deslumbrante pareció, engañosamente, que se agitaba. Un trampantojo navideño. Por eso el técnico jefe, mandó a uno de sus hombres a acercarse al bulto para desvelar el enigma del envoltorio. Pero dentro no había misterio ni secreto: una mujer muerta con los ojos abiertos, los puños cerrados asiendo con garra, para que no se escapara, un último deseo, las piernas agarrotadas de frío y una palidez violácea y cerúlea en su cara. Simplemente eso, una mujer muerta. Otra más. Una nadería, una insignificancia. Tan fútil como esas hojas otoñales que bailan al son del viento. Por este motivo llamaron a la Policía Local, que tardó en presentarse pues ya estaban organizando el tráfico, cortando calles, poniendo vallas y dirigiendo a la marabunta de gente que se encaminaba como autómatas a la plaza, para el acto del encendido navideño.
– Hay que ganar tiempo, aunque sean unas horas, para evitar que la noticia salte a los medios antes de la inauguración de las luces. –, se decía, casi suplicando, en la reunión precipitada y confidencial. – ¿Era una alcohólica, verdad? Una loca, una enferma mental. ¡No, no, no! Esa mujer no puede destrozarnos todos los esfuerzos de tantos meses. Es importante que en el informe conste que se le había ofrecido un techo y lo había rechazado. Siempre lo rechazan. Están enfermos. Que se le habían ofrecido todos los servicios y se había negado a utilizarlos. Y ojalá la certificación de la forense no diga que lleva tiempo muerta. ¡Qué desastre, qué mala suerte! ¡Encima española! Tan española como nosotros. Casi peor que ese otro que murió hace dos meses también en la calle, a las puertas del albergue municipal, reclamando una plaza que no pudimos dar. Nos salvamos de milagro. ¡Pero esto! ¡Esto! ¿Tenía que morirse precisamente hoy? ¡Justo ahora, en Navidad! ¡Delante de la gente que no paran de hacer fotos con los putos móviles!
Después, a la hora programada, la ciudad se oscureció de pronto. Y las miles de personas que gritaban de manera ensordecedora, con el apagón, se quedaron mudas. Calladas. Un silencio pétreo, un silencio de expectación. Al instante comenzó a sonar un oboe del adagio de Alessandro Marcello y, a su ritmo en ascenso, dulcemente, se fueron iluminando los árboles, los arcos, las fachadas, las cornisas, los balcones y las terrazas. Más y más luces: las avenidas, las calles, las plazas y templetes, los parques y jardines, las torres, las fuentes, los mercados, las iglesias con sus vidrieras y las espadañas. En una perfecta sincronía según subía el volumen de la música. Luces, muchas luces, millones de luces coloridas. Y al finalizar la música, un grito al unísono del público, expresando su éxtasis, su asombro y emoción: – ¡Ohhhhhhhhh!
Entonces un foco iluminó el balcón del ayuntamiento, donde estaban las autoridades, a las que la masa enfervorecida aplaudió durante un buen rato. ¡Se los habían ganado! – ¡Ya tenemos el voto garantizado! –. De golpe, regresó de nuevo el silencio absoluto. Un silencio agradecido y respetuoso. Y cuando el alcalde iba a tomar la palabra, repiqueteando con su dedo índice sobre el micrófono, alguien desde el público, megáfono en mano, vociferó:
– ¡Ningún ser humano debería morir en la calle, solo, con este frío, tirado peor que un perro! Es indecente e inmoral. ¡Porque su vida vale mucho más que todas vuestras luces navideñas, vuestra hipocresía y falsedad!
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