Opinión
GOYAS 2023: La matria que quiero habitar
Por Octavio Salazar
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional
Soy de esos ciudadanos que nunca se han llevado bien con la palabra patria. Incluso su sonido, cuando la escucho, cuando alguna vez la he pronunciado, me resulta como un rasguño. Como una de esas heridas que a veces te haces en la piel con el filo de un folio. Es lo más opuesto a lo que sería para mí un útero cívico, una matria, compuesta de valores que nutren la vida y de personas que hacen que ella, pese a todo, sea una celebración.
Como alguna vez he hablado con mi amiga Mercedes de Pablos, esa bruja que siempre me acoge en su bosque, para mí son más personas concretas, o grupos de personas, quienes me hacen sentir cuál es el lugar que me gustaría habitar. Cuál es, en sentido de horizonte, el país que me gustaría que mi hijo, y sus hijas e hijos si los tiene, heredase. Algo así, que tan complicado me resulta de explicar, es lo que sentí el pasado sábado cuando tuve la suerte de asistir a la ceremonia de los Goya en Sevilla.
Para mí, un niño que volaba en los cines de su pueblo y que aprendió a convivir con sus fantasmas gracias a los videoclubs de los ochenta, la noche en que arrasó As bestas fue como una suerte de confirmación tardía en esa religión laica y libertaria que para mí siempre han sido las pantallas. Comprobé, para empezar, que nada tiene que ver disfrutar en directo del espectáculo, y de su emoción, y de sus imperfecciones, que aguantar más de tres horas en el sofá de tu casa. Pero, sobre todo, en este año de tantas historias que me han removido, viví otro de esos momentos, tan excepcionales, en los que yo soy capaz de definir cuál es la matria que quiero, el país del que me gustaría ser ciudadano, los sueños que no querría nunca dejar de soñar.
El homenaje a Carlos Saura, ese cineasta ante el que caí rendido tras ver su Carmen en un inmenso cine de Barcelona, junto a mi abuela Rita y mi tío Rafa, migrantes andaluces que nunca aprendieron catalán y que cuidaron siempre una terraza llena de macetas y una bandera blanquiverde, abrió la compuerta de la memoria, pero también del presente y del futuro. Del pulso vital y cívico de Eulalia Ramón, y del hijo y de la hija del director que la acompañaron, y que fueron capaces de darle valor y reconocimiento a la matria de Saura y a quienes en estos últimos tiempos lo atendieron como parte de ese milagro tan necesario que conocemos como Estado de bienestar.
La voz de Eulalia que, como una cometa de hilo muy largo, llegaría al día siguiente a unas calles en las que miles de vecinas y vecinos de Madrid dejaron claro que no están por creerse el perverso pasaporte de la libertad. Esa que en manos mercantiles siempre beneficia a quienes más tienen. El arte como pulso cívico. La cultura como apertura de posibilidades. La pantalla como escenario en el que caben todos los cuerpos y todos los deseos. El cine como espacio democrático, en el que sin memoria, como bien nos cuenta Argentina 1985, es imposible ni siquiera adivinar el horizonte. Ese en el que, al fin hombres y mujeres, también en los saberes, en la creación, seamos equivalentes.
Como bien nos han demostrado que es posible, con hechos, y no solo con discursos, todas las que este año nos han hecho mirar muchas de esas dimensiones que los hombres nunca valoramos lo suficiente. Las que son capaces, como Carla Simón, tan injustamente olvidada en el reparto de premios, de tejer una enredadera donde lo personal es político, y en la que no cabe entender la felicidad si no es colectiva.
Ver y escuchar a ciudadanos y ciudadanas como Telmo Irureta o Clara Galán, fue como un impulso que me permite mirar el futuro desde la utopía que siempre tiene que ver con la igualdad de los diferentes. Con un mundo en el que nos cuidemos y cuidemos, pero en el que también celebremos. Y en el que seamos capaces de reconocer, nosotros, machitos tan imbuidos de importancia, la potencia de señoras como Susi Sánchez o Juliette Binoche. En ese proceso donde al fin empecemos a conjugar la palabra genio en femenino. Y en el que los artistas estén amparados por un Estado de derecho que durante siglos los condenó a ser ciudadanos y ciudadanas de segunda. La necesidad de la política. Y de políticos y de políticas que la vuelvan arte de lo posible.
No me pareció casual que la gala terminara con el recuerdo feliz de la republicana Belle Epoque, esa película en la que muchos y muchas nos quedaríamos a vivir. Cuatro mujeres que al fin dejaron de ser las apéndices de los galanes de turno y que otorgaron el premio a una película que le da una vuelta, solo posible con la mirada de una mujer, a un western de esos que nos confirma cuán de tóxica es la masculinidad. Las sabias manos de Isabel Peña y las uñas a lo trans del bello Sorogoyen.
No me reí mucho, ni falta que hizo, en una fiesta que no necesita de humoristas que pretenden hacer un show televisivo. Estuve y me sentí parte de un ritual que tiene que ver, claro, con la industria, pero también, y sobre todo, con tantas personas que con frecuencia mal viven para que todavía hoy, a estas alturas del siglo XXI, las películas nos sigan inquietando y sacudiendo. Tantos y tantas lejos del glamur de una alfombra que solo pisa una minoría.
Motivos más que suficientes para vindicar y para celebrar, para ser parte de una explosión en la que miraba a mi alrededor y solo veía personas que, sin ser parte del cine, se habían puesto sus mejores galas y eran conscientes de que ellas también eran parte de esa matria en la que cualquiera, después de ver Cinco lobitos, o La consagración de la primavera, o En los márgenes, o la muy testosterónica pero majestuosa Modelo 77, puede sentirse mejor persona que antes de haber iniciado los títulos de crédito. Una prodigiosa medicina que debería recetarnos cualquier médico o médica de una Sanidad pública, también, de cine.
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