Opinión
El futuro ya no es lo que era
Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
2025 tiene el poder de los números redondos. La distancia entre 1995 y 2025 es mucho más inmediata y contundente que entre 1989 y 2019. Quizás por ello, a punto de estrenar calendario, la tentación de contraponer el presente con el futuro que imaginábamos en el pasado se ha hecho con la que será la última columna que firme antes de las uvas.
La primera pulsión me dice que no, que este siglo XXI del que ya hemos consumido un cuarto poco se parece a lo que soñaba en mi infancia, cuando la cercanía del aumento de unidades de millar nos indujo la sensación de que el futuro, el futuro de verdad –el de los coches voladores y los chips en el cerebro–, estaba a la vuelta de la esquina y más valía irnos preparando para él.
Muy lejos quedaba el retrofuturismo de la era espacial; nunca fantaseé con jugar al golf en Marte desde mi pequeño pueblo manchego, ni imaginé mis necesidades atendidas por un robot doméstico (más allá de Emilio, juguete popular de los noventa que siempre me provocó desconfianza). El futuro al borde del año 2000 no venía envuelto en papel de plata ni tenía lucecitas de árbol de navidad: era una cuenta atrás, un cambio de era que lo cambiaría todo, quisiéramos o no.
25 años más tarde, la sensación general es que cada año que vivimos es peor que el anterior. Y en muchos sentidos lo es: el cambio climático ya no es una proyección, y cada estación nos lo va a ir recordando de aquí en adelante. Tormentas de nieve, calor extremo y lluvias torrenciales se encadenan mientras miramos al cielo y maldecimos, y mientras miramos a la tierra y seguimos buscando huecos por donde explotarla. Si hubo un punto de no retorno en el expolio que estamos haciendo del planeta lleva tiempo sobrepasado. Como humanidad hemos decidido cagarnos en el convento.
Lo cual contradice una idea que palpitaba potente dentro de la concepción caduca de futuro que nos enseñaron: que con el avance del tiempo todo mejoraba. Que la acumulación de enseñanzas de la historia nos haría esquivar los tropiezos anteriores. Con qué cara mirarán y miraremos este 2024 dentro de unas décadas, cuando se identifique como el año en que se retransmitió un genocidio en directo. Estudiando la Alemania nazi siempre creímos que el mundo no hizo nada porque no sabían lo que estaba pasando en los campos de concentración. El mundo de hoy ha contemplado día a día el genocidio cometido por Israel en Gaza y sí ha hecho algo: venderles más armas.
Dos peligros, la catástrofe natural y el fascismo, de los que me creí a salvo mientras crecía y merendaba en La Mancha. Me sentía afortunado porque cerca de mi pueblo no había ningún volcán y los huracanes, como todo el mundo sabía, eran cosa de películas americanas; también creí que la inhumana ideología que había acabado con la vida de millones de personas en el siglo XX se quedaba encerrada allí, en los libros de historia. Con la DANA arrasando Letur, en Albacete, y la ultraderecha creciendo en todo el mundo, cualquier fantasía de seguridad ha quedado rota.
Quiero pensar que esa ilusión en un futuro brillante y del que se podría participar sin miedo –una vez superado el temido efecto 2000– es cosa de la edad, y que quienes este año nuevo merendarán después de volver del cole sueñan también con luminosos cambios y proezas. Ojalá esta nube de pesimismo que cada vez parece más espesa y pegajosa sea solo el resultado de vivir en este futuro mediocre como adulto.
En cualquier caso, sí hay algo que se ha cumplido. Recuerdo vivamente una tarde, con 11 o 12 años, en la que jugué a hacer una videollamada con un amigo. Empezaban a llegar por entonces esos catálogos de novedades de la telefonía móvil que ofrecían teléfonos con formas, colores y novedades sorprendentes (mucho antes de que todos fueran un rectángulo negro), y supongo que en algún sitio habría oído que el viejo sueño de hablar a distancia mirándonos a la cara –que hasta aparecía en ilustraciones de los años treinta– llegaría pronto.
No soy capaz de hacer la media de mis videollamadas semanales en este 2024, pero es abultada. Eso sí, prácticamente todas han sido de trabajo. Los avances tecnológicos, esos que nos iban a llevar de un lado al otro al instante o que nos permitirían ver a través de las paredes han terminado por confluir en un solo objetivo: hacernos trabajar más. Sea añadiendo citas en Google Calendar, programando zooms, sumando pasos para contentar a un reloj inteligente o alimentando el algoritmo de las redes sociales con nuestra cara y nuestra atención, en el futuro que nos ha tocado nosotros trabajamos para las máquinas y no al revés.
Pero no es cuestión de despedir el año con un sabor amargo en la boca. El amigo al que llamaba aquella tarde de mi infancia era tan imaginario como la tecnología que producía el milagro. Si algo es mejor en este presente precario que en las fantasías que imaginaba aquel niño, son las personas de las que ha logrado rodearse. Quizás no podamos teletransportarnos, pero la gente que me rodea me hubieran parecido embajadores del futuro de habérmelos encontrado en las escasas calles de mi pueblo antes de dar el estirón. Sus ideas, sus ilusiones, su manera de cuidar, su rebeldía y su rabia (cuando toca) son absolutamente modernas.
Mi familia, mis amigas y el resto de círculos concéntricos de personas elegidas me hacen atisbar que, si bien este no es el mejor fututo posible, desde luego podría ser mucho peor. Sin ellas no habría podido tirar del carro en este 2024 que ha dejado en mi vida vaivenes tan extremos como a los que nos ha acostumbrado la actualidad del siglo XXI. Atravesaré los que están por venir como los que quedan atrás: de la mano de quienes no solo me muestran cómo se soporta este futuro quebradizo, sino que me enseñar a fantasear con lo que viene, de nuevo, con la ilusión de un niño.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.