Opinión
Esperaba una acogida más agradable
Por Javier Roma
Javier Roma (@helvetiafocca)
Mi nombre es Juan Manuel, tengo 37 años y sobrevivo desde hace cinco meses en Lesbos, una minúscula isla griega cuyo principal interés es su ubicación a escasos kilómetros de la costa turca. Convivo con personas de medio mundo, países que hasta hace poco no sabía ubicar en un mapa: Afganistán, Irak, Sudán del Sur, Argelia, Siria, Eritrea, Palestina y muchos más. Vivimos en tiendas de campaña y compartimos en ellas la mayor parte de nuestras horas. Aunque con muchos de ellos he forjado una fuerte unión a base de insistencia, a menudo es complicada la comunicación entre nosotros; la mayoría de ellos habla árabe, farsi, francés o urdu.
Yo, en cambio, hablo puro español, aunque en estos meses he aprendido algunas palabras en inglés; las he necesitado para salir al paso. Refugee fue una de las primeras que aprendí. Así nos llaman los voluntarios que vienen de las diferentes ONGs, porque ese descampado donde se amontonan habitáculos precarios de lona se llama campo de refugiados, dicen.
Mi hija Daniela y mi mujer Carmen Luisa están allá en San Pedro de Macorís, en República Dominicana. Hablo con ellas cada día, o casi cada día, porque a veces no nos dejan entrar en los bares y cafeterías de Mitilene, la ciudad principal de la isla; cuando lo único que queremos es poder conectarnos a internet desde el móvil y hablar con nuestros amigos y familiares. Al menos suelo aprovechar unos instantes de conexión para enviarles algún que otro mensaje y pedirles alguna foto a ellas, mis dos reinas.
Llegué a esta isla en abril desde Turquía, cruzando en una barcaza los quince kilómetros que separan una costa de la otra. El viaje duró apenas unas horas, pero fue realmente terrible. Fue demasiado caro y éramos demasiados en muy poco espacio. Estando ya bien hacinados, comenzó a llorar un niño que se sentaba junto a mí y cuya madre estaba en la otra esquina de aquella precaria embarcación. “Hay que distribuir bien el peso”, nos dijeron en un tosco inglés, fingiendo profesionalidad mientras nos distribuían por allí de forma aleatoria.
Un primo mío dominicano hizo el mismo trayecto y me dio las indicaciones que para él funcionaron en poco más de un mes. En cuanto llegué, hace cinco largos meses, y siguiendo sus instrucciones, lo primero que hice fue solicitar asilo por reunificación familiar. Supuestamente ya debería estar con él en Barcelona, donde me espera. Sin embargo sigo aquí, en este verano interminable y en esta calurosa isla en la que se suponía que estaba, como el resto de compañeros aquí, de paso.
Las propias infraestructuras del sitio en el que nos han instalado indican que efectivamente este fue construido como lugar provisional, a pesar de los meses o años que lleva siendo habitado. ¿Quién quiere vivir cinco meses –o más, en la mayoría de los casos– en un camping? La verdad es que esperaba una acogida más agradable; o quizás esperaba transitar exactamente el mismo camino que me contó un día por teléfono mi primo hace ya varios años.
Cuando fui por primera vez a solicitar asilo lo dejé todo bien claro al intérprete: vengo a Europa porque en República Dominicana no podíamos más con tanta miseria. Surgió la oportunidad del primo y coincidió que teníamos unos ahorros que había conseguido a duras penas con mi trabajo como ebanista. Apretándonos un poco el cinturón, en unos meses podríamos reencontrarnos los tres, mi mujer, mi hija y yo, en España, en Barcelona con el primo, o quizás en Madrid. Allí volveremos a empezar. Carmen Luisa ha oído historias de gente cercana que ha conseguido allí trabajo fácilmente. Ella es enfermera, aunque no se le caen los anillos, y por lo visto hay un montón de trabajo. Ambos podríamos empezar a trabajar rápidamente y, además, cobrando bastante más de lo que se cobra allá. Entre los dos podremos apoyar a Daniela, que quiere estudiar bellas artes. Mi hija es como yo, una artista y una artesana, a ella le encanta dibujar.
De momento no hay ningún avance en el frente administrativo. A partir de que me concedan el asilo, me desplazarán a Atenas de nuevo en barco –espero que en mejores condiciones que la última vez– y de ahí un vuelo a España.
Aunque intento no perder la paciencia, hay días en que tengo la sensación de que me llamarán concediéndome el permiso para irme de esta isla. Paseo a menudo por el centro de la ciudad, que no se parece en nada a mi tierra natal, y me sorprendo con sus playas y bosques. No me desagrada este Mediterráneo, pero echo de menos el Caribe. Hay mucho olivo y mucha vid por aquí, pero aún no he encontrado nada de ébano. La semana pasada, de puro aburrimiento, construí con una madera mala un futbolín para jugar con los compañeros.
Esta espera se me está haciendo eterna y me está empezando a afectar físicamente. Hace unos días me desperté escupiendo sangre y con un leve dolor en el pecho. Omar, uno de mis compañeros de tienda, me acompañó al médico. Me metieron en una sala y me hablaron primero en griego y luego en un inglés muy básico, entendí poco o nada de lo que me decían, pero me hicieron varias pruebas y Omar me esperó fuera todo el rato. Como en la sala de espera del hospital hay internet y es rápido, me contó que pudo hacer una videollamada con su pareja, que de momento sigue en Pakistán. Ahora queda que me den los resultados de las pruebas médicas. Hoy volví y me dijeron que tardarán unos días más en llegar.
Javier Roma, autor de este relato, conoció al protagonista del mismo, Juan Manuel, en julio de 2017 en un campo de refugiados en una isla griega. Su nombre e historia han sido alteradas para preservar la privacidad y seguridad del protagonista.
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