Opinión
Todo empezó antes
Filósofo, escritor y ensayista
Recordaba hace poco Israel Merino que los jóvenes de su generación, en lugar de un 15M, habían vivido una pandemia y un confinamiento y que la protesta multitudinaria de 2011 les quedaba tan lejos -el símil es mío- como la caída de Constantinopla o el motín de Aranjuez. Añadía que los partidos surgidos de las plazas, o los que hablaron en su nombre, son percibidos hoy por sus coetáneos como fuerzas acartonadas y decrépitas, indiscernibles de aquellas contra las que irrumpieron, hace nueve años, en las instituciones. Como diría Perogrullo, todo empezó siempre antes, pero este “antes”, se cuente como se cuente, del derecho o del revés, no solo no interpela a los nuevos votantes, sino que, en muchos casos, resulta abiertamente disuasorio. La mayor parte de los jóvenes que se asoman al borde de la última década y miran hacia atrás sienten el mismo rechazo y la misma desidia con la que los que llenaron las plazas hace 12 años contemplaban las glorias de la Transición. La diferencia es que la representación del futuro se ha vuelto aún más sombría, la desmovilización se ha acelerado y la esperanza de un enamoramiento colectivo (esa experiencia central que sacude y compacta a cada generación) ha desaparecido del horizonte de sus vidas. En lugar de una experiencia física compartida de intensidad iniciática, vivieron, sí, una tragedia espantosa que separó sus cuerpos en el espacio y unió sus rabias por vía telemática. Cuando salieron de nuevo a la calle, había menos mundo común, menos ganas de democracia, más sombras en las esquinas.
El diagnóstico, en cualquier caso, no deja dudas y es desolador: dos guerras, cambio climático, desigualdades crecientes, retrocesos democráticos, pujanza global de la ultraderecha, constituyen desafíos desproporcionados para un tejido social y organizativo en harapos. En España, la audacia, el miedo y la chiripa nos salvaron del destino de Italia, Hungría o Argentina. Todo empezó antes, es verdad. ¿Pero con qué nos encontramos hoy en nuestro país? Lo mejor que puede decirse es que el PSOE se ha apoderado completamente del tablero simbólico. Lo mejor que puede decirse, ay, no es lo más excitante. ¿Qué es el PSOE de Sánchez? Todo. Es “régimen”, como lo demuestra, por ejemplo, la propuesta de nombramiento de Miguel Ángel Oliver, ex secretario de Estado, como presidente de la Agencia EFE; es la derecha, como indica su política migratoria; es el centro, como refleja su política de vivienda; es la izquierda, como se expresa, al menos discursivamente, en su nueva beligerancia frente a la derecha y su defensa de los derechos civiles. La inteligencia de Sánchez es en buena parte responsable de la excepción española y del alivio que muchos sentimos el pasado 23J. Pero señala también la fragilidad y los límites de la situación.
¿Qué queda fuera de este tablero? A la derecha de la derecha del PSOE una derecha radicalizada, ultramontana, que no cree en la democracia y gobierna algunas CCAA y muchos ayuntamientos a través de pactos entre el PP y Vox. A la izquierda de su izquierda dos fuerzas enflaquecidas y enfrentadas: una, Podemos, buscando siempre el momento de hacer estallar entre amigos la bomba que se ha atado al pecho; la otra, Sumar, centrada en el liderazgo debilitado de Yolanda Díaz y a la espera aún de un discurso propio, un proyecto político y una musculatura organizativa. Las bombas de Podemos, hasta la consunción final, serán siempre noticia, pues son muy funcionales a los intereses de la derecha mediática. Sumar, en cambio, solo tiene cinco ministros.
Este es el contexto: grandes peligros, pequeños alivios. Hace diez años la izquierda soñaba con el sorpasso, un proceso constituyente y una república; hoy, en este mundo menguante y zapado por una derecha en desafuero, hemos pasado, siempre a la defensiva, a gobernar con el PSOE, reivindicar la constitución e incluso defender la Corona o, al menos, a la reina Letizia. Creo, ay, que no nos queda más remedio que hacerlo. Cada momento y cada coyuntura imponen sus propios criterios de radicalidad, cuyo valor se mide por las marcas que deja en la realidad, no en el cerro del aire. Nombrar la revolución, la república y el fin del capitalismo no es hoy radical, como no lo es la propia palabra “radical”, si no introduce ningún efecto; si solo sirve para sacarnos del mundo y no para operar en él. Más mundo tienen hoy, por desgracia, las mentiras ultraderechistas que las verdades pugilísticas de Canal Red.
Ahora bien, ¿tenemos que complacernos y conformarnos en este corsé? Esa sería, me parece, la forma más segura de entregar electoralmente la España difícil (la mayoritaria, poblada de muchos bichos raros y muchos abstencionistas rutinarios) a la radicalidad efectiva del PP y de Vox. Sumar forma parte de un Gobierno momentáneamente lenitivo que debería aspirar a ser algo más que “un mal menor”; un Gobierno que debería ser capaz, como he dicho otras veces, de introducir algunos “bienes pequeños” en nuestras vidas cotidianas. No será fácil: habrá que negociarlos con la dimensión “régimen” del PSOE, con la derecha conservadora del PSOE, con el centro neoliberal del PSOE y con la izquierda reformista del PSOE. ¡Y además con el partido-bomba y con Junts! Al peligro de conseguir muy poco y decepcionar a los votantes, se añadirá el de quedar opacados, sin discurso propio, entre un PSOE que se apropiará los logros del gobierno y un Podemos que, a veces con razón, los denunciará -mientras los aprueba- como entreguistas, pusilánimes, rosicuquis y paniaguados.
Como recordaba Amador Fernández Savater en un reciente artículo, esta lucha por los “bienes pequeños” desde el Gobierno es inexcusable y decisiva, pero no suficiente. “Se pueden defender los bienes pequeños”, añade, “sin identificarse con lo establecido, sin simplificar el relato sobre los orígenes de nuestra democracia, sin perder de vista la necesidad urgente de retomar la iniciativa, es decir, la capacidad de crear mundo”. Ese es el verdadero desafío si se quiere disputar el tablero simbólico al PSOE y evitar, al mismo tiempo, el triunfo procrastinado de la extrema derecha. Necesitamos, dice Fernández Savater, “una estrategia anfibia: defender y reinventar”. La izquierda -subrayo yo- debería usar sus ministerios para defender la democracia sin olvidarse de que nada de lo que consigan desde la bancada azul tendrá consecuencias sociales y, por lo tanto, electorales si no se logra generar ahí fuera el mundo, organizativo y discursivo, propositivo y vinculante, en el que los jóvenes coetáneos de Israel Merino puedan curarse por fin de la pandemia y encontrar el hueco para su propia experiencia intensa de enamoramiento colectivo.
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