Opinión
Disco duro, blanda memoria
Por Pepe Viyuela
Actor
A menudo decimos que un cuchillo puede usarse para herir a alguien o pelar una manzana; que depende de nosotros que se utilice como un arma o como una herramienta útil e inofensiva.
Del mismo modo, hablamos de la tecnología digital como de una herramienta de carácter neutro que puede utilizarse con buenos o malos fines, que un ordenador no tiene por qué hacer daño a nadie si es bien usado.
Es posible que quepa hablar del carácter neutro del hardware, la mercancía dura; pero temo que no se pueda decir lo mismo del software, esa parte “blanda y suave” de lo digital y que quepa hablar de la inocencia del algoritmo.
Del software yo diría, sin demasiado temor a equivocarme, que en gran parte está concebido para extraer información, conducir gustos, modificar hábitos y convertirnos en rehenes y ciborgs teledirigidos.
No me siento especialmente conspiranoico, pero confieso que cada vez me fío menos de la buena voluntad del ser humano y que cada día vivo con una mayor sensación de estar siendo vigilado y conducido por mi inteligente teléfono.
Ha llegado un punto en el que ese pequeño órgano añadido sabe más de mí que yo mismo y que su presencia en mis bolsillos resulta cada vez más inquietante. Se ha convertido en un chisme omnipresente en su vigilancia, ya ni siquiera lo apago por las noches. Siento que, incluso mientras duermo, me contempla y analiza desde la mesita de noche. Quizá llegue un momento en el que incluso sepa lo que sueño y vaya lo cuente.
Este pequeño espía gigante me escucha y me delata ante todos aquellos interesados en la información personal que emito de continuo. Y ese rastro de datos es acumulado, registrado y relacionado con el de otros, para construir un mapa de relaciones por el que guiar individuos y sociedades.
La digitalización creciente de la sociedad parece haber venido para quedarse y lo que es peor, para invadir cada una de nuestras relaciones tanto con el resto de ciudadanos como con las instituciones y establecimientos decididos a vampirizarnos.
Cada día estamos más abocados a los certificados y las firmas digitales, las contraseñas y el reconocimiento facial. El contacto con seres humanos desaparece y lo que encontramos, al intentar contactar, son voces “desalmadas”, cantos de sirena que nos arrastran a los escollos de la frustración, ordenadores que nos hablan pero no nos escuchan, instrucciones interminables e incomprensibles, condiciones a las que solo cabe plegarse pulsando la tecla aceptar.
Asistimos a la imposición de una datificación creciente de las sociedades. Siento que cada vez soy menos humano y más un cúmulo de datos. Parafraseando a Bertrand Russell, me pregunto si acabaremos por no ser necesarios los seres humanos.
La atención médica telefónica o telemática, el teletrabajo, la gestión a través de ventanillas digitales, la compra en línea, el uso dominante del pago a través del plástico o, peor aún, de aplicaciones en las que el soporte material es, de nuevo, nuestro amigo el teléfono, son ejemplos de la desarticulación social, de la fragmentación y la atomización de las relaciones humanas.
Cada vez estamos más solos ante las máquinas que no dejan de “sugerirnos” los pasos a seguir, complicándonos la vida en lugar de mejorárnosla y que deshumanizan nuestras relaciones y nos convierten en islas de información que otros conectan.
El algoritmo nos dirige y agrupa en listas, nos clasifica y envía mensajes a la carta, trufados de información sesgada cuando no directamente falsa, para dirigir nuestra opinión y nuestro voto.
¿De qué modo si no se produjeron los resultados electorales que llevaron a Trump a la Casa Blanca o los que han dado lugar al abandono de la Unión Europea por parte de Reino Unido? La existencia y prácticas de Cambridge Analytica, su manipulación premeditada y perversa de la información, son la evidencia de que nada es inocente en la creciente datificación de los individuos y las sociedades.
El algoritmo es el nuevo Zeus que a todas horas nos contempla y que lo mismo nos propone una oferta de viaje que nos inocula el miedo al inmigrante. Si en la tragedia griega, la rebelión contra los designios divinos conllevaba el castigo de los mortales, en nuestros días, nuestra resistencia a la digitalización y a la manipulación parece estar castigada con el ostracismo y la soledad, pero es, a la vez, lo único que puede salvarnos.
Los dioses digitales no perdonan ni permiten la resistencia, pero es la rebeldía ante su control lo que puede librarnos de la deshumanización y hasta de la desaparición. Como apunta Geert Lovink en su obra Tristes por diseño: “Si hay algo que necesita ser interrumpido, es el mito cibernético en sí mismo”.
Acúsenme de ignorante, conspiranoico y tendencioso, pero mi mosca digital detrás de la oreja hace tiempo que me dice que el auge de la extrema derecha mundial no es un fenómeno ajeno a la trivialización de los discursos que propicia la red y al sabio manejo que sus comunicadores hacen de ella.
El odio que se respira en el barrio digital, su recetario simplista y facilón, la criminalización de las víctimas y la defensa a ultranza de valores ultraconservadores recuerda demasiado a otros momentos de la historia. ¿Recuerdan, por ejemplo, la estrecha colaboración entre IBM y el régimen nazi a la hora de clasificar ciudadanos de cara al exterminio?
Lamentablemente la memoria del humano es mucho más frágil que la del disco duro de la computadora.
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