Opinión
Y Dios entró en La Habana
Por César G. Calero
Periodista en América Latina.
Manuel Vázquez Montalbán aprovechó en 1998 la histórica visita de Juan Pablo II a Cuba para escribir todo un tratado sobre las distintas aristas de la Revolución Cubana. Lo tituló Y Dios entró en La Habana. En aquel viaje, el papa polaco dejaría para la posteridad un célebre adagio: “Que Cuba se abra al mundo (…) y que el mundo se abra a Cuba”. La isla todavía se resentía por los estragos del Periodo Especial de inicios de los años 90 y la llegada del Pontífice auguraba una nueva era de cambios que, sin embargo, no fructificaron. Dos décadas después, una nueva deidad está obrando el milagro de los panes y los peces. Allí donde surgen demandas de cambios, las redes sociales las difunden y generan un efecto contagioso. Ocurrió en noviembre de 2020 con las movilizaciones de un grupo de artistas e intelectuales y ha sucedido ahora, de manera explosiva, con el rechazo popular más contundente que se recuerda en la isla desde hace mucho tiempo.
Cuando Fidel Castro enfermó gravemente a finales de julio de 2006 y delegó el poder en su hermano Raúl (a la sazón, ministro de Defensa), un runrún circuló por las calles de La Habana: “Esto con Raúl no aguanta”. Al general se le achacaba una falta de conexión con el pueblo de la que Fidel andaba sobrado. Frente al carisma y la elocuencia del comandante para mantener a flote la Revolución, Raúl solo parecía proponer su férreo control de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Pero el general se encargó pronto de acallar las voces más derrotistas con una habilidad política desconocida. Su gobierno no sería continuista sino reformista. En lugar de esperar un nuevo maleconazo (la protesta anticastrista de 1994 que el propio Fidel desbarató al presentarse en persona y disolver la concentración), Raúl fue proponiendo pequeños cambios en los modos de vida de una población exhausta tras años de austeridad económica y exigencias políticas.El lento reformismo de Raúl y, más tarde, de su delfín político, el hoy presidente Miguel Díaz-Canel, ha generado más decepciones que esperanzas a lo largo de los últimos 15 años. En 2006 muy pocos cubanos tenían acceso a Internet. Una cuenta de correo electrónico era un objeto de deseo y un teléfono móvil, un artículo de lujo. La tímida apertura del régimen ha permitido un progresivo acceso de los ciudadanos a la Red. Era pues cuestión de tiempo que la creciente conectividad engarzara con el malestar de amplios sectores de la sociedad ante una crisis económica crónica, agravada por la pandemia.En el hastío por un presente desolador y un futuro nada prometedor está el germen de las marchas del domingo. A diferencia de otras épocas en las que una protesta se localizaba en un lugar concreto y enseguida era aplacada por las autoridades sin que el resto del país se enterara, hoy Internet funciona como un altavoz difícil de silenciar. Las manifestaciones comenzaron en San Antonio de los Baños, un tranquilo pueblo próximo a La Habana y célebre por albergar la escuela de cine internacional. Y se reprodujeron en la otra punta de la isla, en el municipio de Palma Soriano, enclavado en ese oriente cubano donde arraigó la Revolución en los años 50 del siglo pasado. Y de ahí al mismo corazón de La Habana Vieja. La escasez de productos básicos y el preocupante aumento de los contagios por coronavirus han espoleado el descontento ciudadano. Las redes sociales han hecho el resto: convertir ese rechazo en un evento masivo.Si la extensión de la protesta es fruto de la implantación de Internet en la isla, la primera respuesta del régimen parece extraída de los tiempos de la Guerra Fría. En su primera alocución televisada, Díaz-Canel volvió a culpar a Estados Unidos de la precaria situación económica de la isla. El embargo que todavía impone Washington a La Habana estaría en la raíz de un estallido social que, según el mandatario cubano, podría servir de excusa para una intervención extranjera.Es incuestionable el daño económico y comercial que el bloqueo estadounidense ha causado en Cuba desde los años 60. Un perjuicio que se recrudeció en tiempos de Trump al dejar atrás la etapa del deshielo fomentada por Obama. Pero el malestar social ya no se circunscribe a la penuria económica. Lo demostraron a finales del año pasado los colectivos de artistas e intelectuales (San Isidro, 27-N), y lo expresaron este domingo los miles de manifestantes que gritaban “libertad”. En ambos casos, las redes sociales fueron cruciales. Muchos jóvenes tienen hoy acceso a Facebook, Twitter o Instagram y se informan a través de estos canales de lo que ocurre en cualquier rincón del país.El régimen debería prestar atención a ese cambio de época. Sin embargo, la retórica castrense no ha desaparecido del Palacio de la Revolución: “La orden de combate está dada”, se despachó Díaz-Canel al llamar a los “revolucionarios” a tomar las calles. Es posible que la Policía y las brigadas parapoliciales puedan contener más protestas callejeras con represión y detenciones masivas. Pero aquellos que han salido a las plazas exigiendo una vida más digna, hartos de los apagones y de la escasez de productos de primera necesidad, aquellos que también demandan más libertad a un régimen enrocado en el pasado, cuentan con una herramienta nueva para potenciar su descontento. La protesta se ha hecho viral en Cuba. Las redes sociales van a modificar (ya lo están haciendo) las relaciones entre el poder y la ciudadanía. El combate debería ser dialéctico.
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