Opinión
Qué difícil es ser una MILF
Periodista
-Actualizado a
Una de las escenas más dantescas que presencié en mi vida ocurrió una tarde de verano en mis 20, cuando abrí la puerta de la cocina de casa de mis padres y me encontré a mi madre de espaldas y al que era mi novio sujetándola por el hombro con la mano izquierda, mientras alzaba la mano derecha cogiendo impulso, dispuesto a darle un buen cachetazo en todo el culo. Mi madre debió de olerse que mi padre andaba al acecho y al girarse para sacárselo de encima se topó con el novio de su hija a punto de meterle mano. El chaval, descompuesto, con la mano culpable levitando aún a pocos centímetros de las nalgas de mi madre, no encontraba manera de disculparse. “Es que de espaldas no hay quien os distinga”. Como la mujer estaba más que acostumbrada al acoso de los piropos callejeros aquello le debió de parecer una tierna confusión adolescente. Sin embargo, ese episodio inauguró un clima de desconfianza en nuestra relación que jamás pudimos superar.
No era la primera vez que un pretendiente mío intentaba ligar con mi madre. Cuando estaba en primero de la ESO andaba loquita por un niño de ojos verdes y procedencia canaria que era el más guapo de todo el curso. Se suponía que yo también le gustaba a él y, de hecho, me había enviado una carta tipo test para desentrañar las incógnitas de mi corazón y resolver, de una vez, el misterio de si sería su novia o de si iba preferir a aquel otro que me había regalado el cd de Ricky Martin y una alianza de plata. El canario me acompañaba al coche y llamaba a mi madre suegra con candidez infantil, hasta el día que me deshice de la maldita carta porque no estaba preparada aún para decidirme por ninguno (el otro era mucho más feo pero si seguía unas semanas más mareando la perdiz conseguía el cd de Enrique Iglesias, seguro). En un ataque de ira inaudito mi amado chilló en el patio “¡me da igual, a mí la que me gusta es su madre!”.
Hagamos un salto temporal de dos décadas. Estamos en abril de 2020, en pleno confinamiento. Yo estoy en el jardín de casa de mis padres y doy vueltas a una gran velocidad alrededor de la casa intentando correr el mayor número de kilómetros posible. Hago unos 5 después de dejar a mi cuñada atrás en la quinta vuelta y a mi sobrina, en la primera. Después, una intensa sesión de HIT (entrenamiento de alta intensidad para los profanos) con burpees, flexiones y sentadillas por el medio. Mi madre, que no ha hecho deporte en su vida, se descojona al sol fumándose un cigarro. Exactamente a la mañana siguiente me hago un test de embarazo: positivo.
Así que cuando me quedé embarazada estaba en plena forma. La base de mis glúteos creaba un perfecto ángulo de 90 grados con mis talones, y mi abdomen estaba tan duro como la silla en la que ahora me siento y tan plano como lo está ahora mi culo. En cuanto me enteré del embarazo dejé de hacer cualquier deporte (diría movimiento) de impacto, empecé a practicar yoga y me aficioné a las clases online de gimnasia prenatal. Cuando por fin se pudo salir, caminé muchísimo y también cuidé la dieta. En una de las revisiones de embarazo el matrón que me atendía me felicitó y me aseguró que mi estado físico me ayudaría a tener “un parto de 10”. Alrededor del quinto mes de gestación mi cuerpo empezó a sufrir una transformación más que notable. Comencé a sentir cómo el abdomen se me expandía de manera exagerada hacia un lado y el otro, como si alguien tirase muy fuerte de mi contorno para abrirme en canal: era mi hija, que estaba destrozando mi six-pack. Al principio, solo quería que se me notase la barriga, que una enorme panza de embarazada destacase sobre mi cuerpecillo raquítico. Después, empecé a tener vergüenza y hasta la aborrecí, de tanta gente que me preguntaba si llevaba gemelos. Al final del embarazo, vista de perfil, parecía, exactamente, la ilustración del sombrero y el elefante del Principito. La piel estaba tan tensa que casi podíamos ver pestañear a la niña.
Una vez que mi hija salió de mi cuerpo, cesárea mediante, aquel abdomen tonificado mío pasó a ser cosa del pasado. Cuando te quedas embarazada los rectos abdominales se abren para dejar hueco al útero: se llama diástasis fisiológica. Se supone que los míos tuvieron que abrirse muchísimo debido a mi tamaño, y la fisioterapeuta de suelo pélvico que me trató en el posparto me dijo que el hecho de haber tenido el abdomen tan trabajado antes de embarazarme había provocado, curiosamente, que la diástasis fuese todavía mayor. No todo son ventajas en esto de fitness. Durante un tiempo hice ejercicios de recuperación que me sirvieron para mejorar la funcionalidad y la fuerza, aunque mi diástasis nunca se cerró. Todavía me caben varios dedos entre los rectos del abdomen y cada vez que me agacho mi barriga forma una montaña triangular. De vez en cuando, mis vísceras me saludan paseando los restos de la digestión. Después de muchos meses de hipopresivos, me he convencido de que, por mucho que lo intente, mi barriga, que siempre ha sido mi mayor fuente de complejos, jamás volverá a ser la de antes. Ninguna cirugía que no sea estrictamente necesaria por salud entra en mis planes.
Desde que fui madre me bombardean constantemente con videos y publicidad para animarme a recuperar mi figura de antes de la maternidad. Como si una se pudiese recuperar del impacto de una gestación igual que se recupera de los excesos de la navidad. Como si fuese tan fácil y, sobre todo, tan importante para nosotras disimular cuánto antes que nuestros cuerpos han alojado a un ser humano dentro. Aunque el aspecto físico ya no me quita el sueño -imposible competir con todo el que me quita la lactancia- confieso que durante un tiempo me pasaba por el perfil de Pilar Rubio a escondidas. Sus entrenamientos eran mi porno: me hacían sentirme suciamente culpable y jamás llegaba a ponerlos en práctica. Ahora, he descubierto el pilates y mi mayor aspiración estética es lavarme el pelo cada semana.
Estás serán mis primeras vacaciones de playa desde que he sido madre y ni siquiera me he mirado en el espejo con bikini en dos años. Más allá de las maternidades que pertenecen al ámbito de la fantasía, muchas nos frustramos por no encontrar el tiempo ni las ganas de “cuidarnos” y nos sentimos culpables por no ocuparnos apenas de nuestro aspecto. Seguramente esto sea de lo menos feminista que diga nunca pero una de mis aspiraciones ocultas era ser una MILF sin esfuerzo y sin pretenderlo, una MILF como las de antes, como mi madre. Ahora que por primera vez en mi vida mi cansancio supera a mi motivación, solo me queda pensar que, en esto del atractivo, vale mucho más la actitud que los burpees.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.