Opinión
Devuélvanle a su hija
Periodista y escritora
Lo que voy a contar sucedió hacia 2007 en una torre de oficinas y me parecía una novela, no sé si pesadilla, hasta que leí la noticia de la madre a la que le han quitado a su hija de 4 años por dejarla sola para irse a trabajar. Así sucedió:
Rondaban las 12 del mediodía cuando una profesional, miembro del equipo directivo de una de las empresas con sede en el edificio, decidió salir a fumarse un cigarrillo a la puerta. Tenía que bajar no recuerdo si 7 o 12 plantas para hacerlo en un ascensor acristalado desde el que se veía la ciudad de Barcelona. Todo era bonito en el edificio llamado “inteligente”. Entero de cristal, iluminado en colores, todo era limpio, despejado, circular.
El hecho de bajar a fumar tenía su costumbre: salir de las oficinas, coger el ascensor, pasar por una recepción digna de película pija de los 80, salir a la calle y ver cómo aquella zona que había sido popular se convertía en un barrio “tecnológico”. Pero aquel día el ascensor no paró en la planta de calle, sino en algún lugar más abajo, más oscuro, ya sin cristales ni calle ni ciudad. La profesional salió de la cabina de forma automática, sin darse cuenta de que no estaba donde se suponía, y al poner el pie en aquel sótano, o garaje, la falta de luz la detuvo y le costó unos segundos darse cuenta de que no estaba donde debería de estar, el tiempo justo para oír el llanto de una niña y la voz queda de una mujer.
Podía haberse dado media vuelta y subir. Sentía la punzada de miedo que acostumbran a dar los parkings, pero aun así pudo más la curiosidad y se dirigió hacia el lugar del que procedían las voces. Por qué lo hizo de forma sigilosa es algo que no puede saberse, podría ser temor o la intención de descubrir algo. Cuando las voces que se oyen son de una niña y una mujer el miedo se aplaca. Si se hubiera tratado de dos hombres, o un hombre y una mujer, o unos gritos, o jadeos, seguro que su actuación habría sido otra. Pero eran una niña y una mujer. De hecho, luego supo que eran madre e hija.
Lo que vio nuestra profesional la dejó estupefacta. Una puerta abierta descubría a una de las empleadas de la limpieza, vestida con su traje de faena, sentada en el suelo. En sus brazos, gimoteaba una niña de unos tres años. La madre levantó los ojos y se quedó paralizada con un velo de terror en el rostro. La recién llegada tardó una ojeada en comprender lo que sucedía. En el suelo se amontonaban varios cubos infantiles de colores, un par de muñecos, restos de galletas y algo más que no recuerdo. La niña tenía una cuerda amarrada a la cintura cuyo extremo opuesto estaba anudado a una tubería. Las dos mujeres se miraron un momento, ese tipo de momento en el que la realidad duda entre desmoronarse, estallar o seguir el curso extraño de las cosas que suceden en silencio. “Por favor”, dijo la madre con un brillo de confianza en la mirada, y no había súplica en ella. “Por favor, es mi hija”.
La otra mujer, la que había bajado, asintió callada con la cabeza, se dio media vuelta y olvidó que fumaba. Cuando un par de horas después volvió a bajar a aquel lugar con intenciones que seguramente consideraba bondadosas, allí no quedaba nada. Ni los restos de galletas. Nada.
Todo esto lo sé porque yo estaba allí. Además, si no recuerdo mal ya lo conté en mi libro A la puta calle.
He recordado esta historia al leer la noticia de que a una mujer le han quitado a su hija de cuatro años porque la dejó sola en la noche para ir a trabajar. La mujer, que llegó de Colombia con una mano delante y otra detrás, arguye que cómo iba a comer su hija si ella no trabaja. Lo hace de noche, en un “club”. También cuenta que solo ha tenido que hacerlo un par de veces, que le falló la amiga que la cuida. Cuenta, en fin, una de tantas vidas de las madres que llegan a España sin papeles y les recibe la crudelísima realidad de una sociedad que no va a tenderles una mano. Salió de casa, explica, cuando la niña ya estaba dormida con la esperanza de que, al volver de madrugada, la cría siguiera igual. Pero su hija se echó a llorar y alguien llamó a la Policía, de resultas de lo cual se llevaron a la criatura a una casa de acogida.
Hay que comer, señores, hay que alimentar a los hijos, a las hijas, hay que trabajar. Lo que esa madre necesita no es que se le lleven a la hija, sino que este país tenga los servicios de apoyo suficientes para que las trabajadoras no necesiten dejar a sus criaturas solas para poderles dar pan. Pero sobre todo, lo que esa hija necesita es a su madre, no una casa de acogida donde los y las menores viven hacinados, medicalizados y en muchos casos, bien lo sabemos, acaban prostituidas.
Devuélvanle a esa madre a su hija. Devuélvanle a esa hija a su madre. Si es que a alguien le queda corazón.
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