Opinión
Demasiado vieja para eso
Periodista
-Actualizado a
“Tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo. Otros llegan antes. Casi nadie llega mucho después.” Esto dice Dave, coprotagonista y principal narrador de última novela de Jane Smiley (La edad del Desconsuelo, Narrativa Sexto Piso) al reflexionar sobre su apacible matrimonio con tres hijas y una fructífera clínica dental que comparte con su mujer. De la esposa sospecha, con mucho sigilo, que ama a otro hombre. Lo nota porque la tristeza normalmente instalada en los hombros de Dana desaparece después de los encuentros que preventivamente, solo están en la cabeza de Dave. Dana, la presunta adúltera, cree que su marido ya no la desea y le señala en voz alta (que debió ser baja) que nunca más volverá a ser feliz. La nostalgia de los tiempos pasados rellena los huecos de un amor destartalado.
A veces yo también creo que he alcanzado esa edad fatal, la edad del desconsuelo. Con casi 33 años, el presente son días que caen como ladrillos. Vienen los recuerdos y la nostalgia de quien pude ser. Empujada por las circunstancias me he dado cuenta de que soy demasiado vieja para algunas cosas y a la vez, demasiado joven para otras. Que mi lugar en el mundo como treintañera es producir. Trabajar, comprar, construir. Gestar. Ciertas licencias no están permitidas a mi edad si una no pertenece al ámbito académico o universitario. Me explico.
Hace unas semanas, aprovechando mi condición de autónoma precaria que Díaz Ayuso me ha enseñado a valorar, decidí pedir información en la Universidade de Santiago de Compostela (USC) para matricularme en otra carrera o en estudios de posgrado. No tengo intención alguna de acumular títulos, tampoco en cambiar de profesión, pero me apetece aprender, estudiar, aprovechar el tiempo libre para darle trabajo al cerebro. El mío sin disciplina se vuelve perezoso y tiende a navegar sin rumbo por los océanos de la ansiedad y de la autocompasión. Estudiar sin tener la obligación de hacerlo es para mí es un entretenimiento. Mi amiga Tamara Montero, periodista, me dijo que ella también se había matriculado en una segunda carrera solo “por vicio”. Las que fuimos empollonas alguna vez somos expertas en este tipo de vicios y seguramente en todos los demás. En la Oficina de Información al Alumnado me atendieron muy amablemente, señalándome todas las opciones según mis preferencias, mi media en la antigua selectividad y bachillerato, y el expediente de mi carrera. Los requisitos han aumentado y los chavales deben ser ahora listísimos, así que con mi reluciente 8 de media tenía muy difícil acceder a cualquiera de las dos opciones que me gustaban. Decidí que lo más sensato era cursar otro máster que además, me vendría fenomenal para mejorar mi formación en género. Hete aquí cuando me dirigí a una funcionaria para preguntarle por los requerimientos de matriculación como ex alumna de la USC a lo que esta mujer, llena de ternura, me respondió que solo tenía que entrar en la oficina virtual con mis claves. No oculté mi sorpresa y un cierto alivio por la consideración de la universidad al no hacer desaparecer de su web a las antiguas alumnas y entonces la mujer, que percibió mi tono, se apartó el mechón de pelo rubio rizo que le caía sobre las gafas de Agatha Ruiz de la Prada o de Jordi Labanda (este detalle pertenece a la recreación) me miró a la cara, y un rayo de sensatez le atravesó el cerebro. Me di cuenta de que ella se había dado cuenta de que yo no era la veinteañera de físico prepuber que mi cuerpecito le mostraba. “Vamos a ver… ¿pero hace cuánto que acabaste tú?” me espetó ya sin disimulo, ni consideración, sin tratarme de usted ni nada, la del pelo rubio pollo, la de la permanente, la de las gafas falsas de colores, y, al responderle con la boca llena “once años” (lo que quería decir que había empezado hacía quince por lo menos) se le torció la sonrisa y dejó de tratarme de manera encantadora. “Uy no, no, no, no, no, no, no “ (veinte nos, por lo menos) “entonces así no puede ser… uf, madre mía, eso vamos a tener que hacerlo todo por aquí.”
Como para el máster me pedían una demostración de mi estudios previos, el día era largo y en Santiago ni siquiera tenemos atascos, también llamé también a los dos centros en donde los había cursado para reclamar mi expediente. En el de Madrid, un instituto asociado a la Universidad CEU San Pablo que me dio una formación carísima y mediocre y a la vez, la época más feliz desde que tengo memoria, me comentaron que para qué quería yo “eso” si ya había acabado hacía casi diez años. Una aportación de 15 euros a un número de cuenta resolvía el follón por el papelín. Algo parecido, pero anestesiado por la vagancia de la que descolgó, ocurrió con el título de la Universidade de Vigo. La universidad pública cobra unas tasas de 123,10 euros para recoger el título, y 23.31 por un certificado académico que nos pertenece. Si algo he aprendido de la experiencia es que intentar matricularse en la universidad con casi 33 resulta, además de desconcertante, muy caro.
Entre 2009, el año en que yo me licencié, y el actual, ha transcurrido una década. Para ser exacta, yo soy de la promoción 2004-2008 pero un fallo de cálculo ese último verano de fiestas populares y prácticas en el Diario de Pontevedra me llevó directa a la convocatoria de fin de carrera. Siempre me ha dado mucho reparo reconocer que había acabado en enero del año siguiente y, sin embargo, ahora creo que me precipité demasiado. La facultad siempre se acaba echando de menos. No era consciente de esto cuando, como la mayoría de las universitarias, el día que acabé el último examen prometí a todos los astros no volver a pisar jamás una facultad. Sentada frente a ese examen nos persignábamos en una pequeña aula mi amiga Analía y yo, que, por sacarnos de encima la carrera, hasta nos encomendamos al Apóstol y le prometimos hacer el Camino de Santiago si nos echaba una mano y nos convertía en licenciadas esa misma mañana. El Apóstol respondió, pero nosotras, princesas de la mentira, herejes, no cumplimos nuestra promesa. Diez años de vida en que el tiempo pasa y pasa de todo, o no pasa apenas nada. Diez años en los que yo sí he sentido la ira de Santiago, a quien Jesús le puso de sobrenombre “boanerges” que según el evangelio quiere decir “hijo del trueno” y según mi experiencia “un poco sádico”. Este verano me hago todas las etapas a ver si despeja la tormenta.
Una se hace vieja en función de la edad de las personas de las que se rodea y de las convenciones sociales, y yo soy una mujer bastante joven en esta sociedad envejecida pero una estudiante demasiado mayor para el sistema universitario. Me desconsuela ser demasiado mayor para estudiar y también me desconsuela ser de las más mayores cuando voy a trabajar a la biblioteca, con lo que a mí me gustan esos edificios de estanterías repletas de libros y la compañía de la concentración ajena. Me desconsuela que se acabe el amor. Me desconsuela no tener el valor, ni las ganas de antes. Me desconsuela la tristeza. Me desconsuela hacerme mayor y me desconsuela más que las personas que quiero se hagan mayores. Me desconsuela que mi generación no participe lo suficiente en las revoluciones sociales. Me desconsuelan quienes aplauden la limosna de los millonarios. Me desconsuela el cambio climático más que nada me ha desconsolado en toda la vida.
Sé que a partir de los 40 las cosas cambian. A esa edad la gente vive un renacer, una segunda juventud. Los matrimonios se disuelven como pólvora, los hombres se ponen más atractivos que nunca, algunos empiezan a correr triatlones, las mujeres tienen más dinero y pueden pagar gimnasios y páginas para solteras exigentes. Los trabajadores se reciclan, muchos vuelven a estudiar, puede que las expectativas ya no sean tan altas y que la gente sea un poco más libre cuando cree que ya no puede cambiar el mundo. Tengo la sensación de que a partir de los 40 ya no eres un conejo corriendo detrás de la zanahoria. Pero eso solo es mi sensación. Y la de Dave. “Tengo entendido que después se llega a la edad de la esperanza o, al menos, de la resignación. Pero sospecho que para eso tiene que pasar bastante tiempo.”
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