Opinión
¿Dónde está la corrupción, que no la veo?
Directora corporativa y de Relaciones institucionales.
El inspector de la Policía Nacional Manuel Morocho, principal investigador de la trama Gürtel sobre la corrupción del Partido Popular y denunciante de las presiones que este partido ejerció sobre él para tratar de frenar sus pesquisas, reconocía en un informe de 2021 realizado por la Unidad Central de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF) que existían en este caso elementos “objetivos, subjetivos y temporales” que acreditaban una relación el nexo entre las donaciones de empresarios al PP y la concesión de contratos de administraciones gobernadas por esta formación política.
Se analizaron 23 contratos sospechosos, de los que 18 incluían sobrecostes (precio muy superior al pactado inicialmente entre la empresa y la administración correspondiente), pero este lunes, el juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz ha decidido archivar la causa por falta de pruebas que permitan relacionar contratos y donaciones. Las mordidas figuran anotadas en la contabilidad paralela (papeles de Bárcenas) realizada por el extesorero del PP, Luis Bárcenas, y los contratos a los empresarios los hay de todos los colores y efectuados por las administraciones del PP. No obstante, el juez Pedraz dice que no ha podido probar el vínculo corrupto entre los empresarios cuyas donaciones figuran en la contabilidad B del partido y los contratos que daban las administraciones del partido.
Tras esta decisión, una imagina que ni el magistrado ni la Fiscalía, que ya había pedido ese archivo de la causa, obtuvieron grabaciones o imágenes que acreditasen las reuniones entre empresarios y el PP y el acuerdo de la mordida correspondiente a los contratos; o algo parecido, pues más allá de las cuestiones técnicas, y teniendo el cuenta el volumen de los sobrecostes de tantísimas obras, al común de los mortales no nos cuesta nada imaginar el desarrollo de la corrupción no probada; porque es la de siempre y no admite apenas variaciones entre la España de hoy y la del franquismo que tan bien analiza el magistrado Joaquim Bosch en su libro La patria en la cartera (Ariel).
Una mordida es probablemente una de las cosas más difíciles de probar judicialmente, salvo que existan grabaciones del momento del acuerdo en cuestión, el cual, obviamente, no se registra oficialmente porque no interesa a ninguna de las partes. Puede haber, eso sí, arrepentidos de un lado o del otro, del empresariado o de la política, que admitan el enjuague, o sea, cobrado o recibido mordidas. Ocurrió en esta trama Gürtel: el empresario Alfonso García Pozuelo (Constructora Hispánica) admitió haber pagado mordidas al PP a cambio de adjudicaciones públicas. También lo reconoció el líder de este entramado corrupto, Francisco Correa. No ha sido suficiente.
Las mordidas no enriquecen directamente a los empresarios, aunque los contratos públicos (con tu dinero y el mío) que obtienen gracias a ellas, sí. Los partidos, a su vez, utilizan estas mordidas para financiarse irregularmente y/o para lucrar a sus altos cargos, como con el caso de los sobresueldos del PP. Y es que no se recuerda a gente con dificultades para llegar a fin de mes en la cúpula del Partido Popular, más bien al contrario.
España tiene un problema con la corrupción que fue reforzada con una arquitectura institucional heredada del franquismo -una dictadura profundamente corrupta y trágicamente larga- y que se ha mantenido con retoques y parches democráticos, pero sin una reforma a fondo. Acostarse franquista y despertase demócrata fue a lo máximo que accedieron los cargos de la dictadura al hacer la transición con el rey Juan Carlos -máximo exponente de la corrupción institucional hoy en día- como garante del proceso. Un chiste muy serio, pues esos mismos exfranquistas coparon instituciones y empresas en cuanto se dio paso a la democracia, perpetuando un sistema de intercambio de favores, redes clientelares y, en definitiva, corrupción que nadie en los sucesivos gobiernos se ha ocupado de desmontar y sustituir por una estructura sólida de control público garantizada por organismos y cargos independientes, como sí han hecho otras democracias mucho más plenas que la nuestra.
La reforma del delito de malversación que intenta llevar a cabo el Gobierno tiene un aspecto positivo que no compensa, pese a todo, las demasiadas dudas con un tema muy sensible en España, un país donde los y las ciudadanas son plenamente conscientes de que la justicia no es igual para todos: el Código Penal recogerá el delito de enriquecimiento ilícito, es decir, aquel que será imputado a cargos públicos que no puedan justificar un notable incremento patrimonial. Estoy segura de que a los y las lectoras les vendrán inmediatamente a la cabeza políticos/as que habrían sido juzgados por este delito si hubiera existido 20 años antes, cuando nos lo pidió la ONU: el propio Bárcenas, Carlos Fabra, Jordi Pujol ... Pero no, no incluyan al emérito; no se pasen, que tampoco lo cazaremos con este nuevo delito: su ley y la de su hijo Felipe VI es la no-ley, ya saben.
La decisión del juez Pedraz, justificada o no, viene a reafirmarnos a las escépticas en que la lucha contra la corrupción en España no es tal, pese al intento de alguna gente realmente comprometida contra esta lacra que lo gangrena todo. Si la Audiencia Nacional no ha podido encontrar pruebas de corrupción en una evidencia sonrojante en la prensa e investigaciones y la más contundente condena al PP por corrupción ha sido política en forma de moción de censura a Mariano Rajoy, se pone una piedra más en el panteón de la credibilidad de las instituciones, particularmente en el nicho de las judiciales, que protagonizan estos días un espectáculo esperpéntico de antidemocracia. Todo es susceptible de empeorar siempre cuando se cierra una herida sin desinfectarla antes, y la contaminación corrupta en España llega hasta el hueso regio.
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