Opinión
'Cinco horas con Mario': la Transición de las mujeres españolas
Por Octavio Salazar
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional
La enorme riqueza, y al mismo tiempo el gran drama, de Cinco horas con Mario es que en su protagonista, Carmen Sotillo, habitan muchas mujeres. Y no solo porque sea una señora llena de pasadizos, como ha dicho Lola Herrera, sino porque Carmen es el eco de todo lo que en este país significó ser mujer durante siglos. Es decir, la historia todavía mal contada, o incluso invisible, de lo que el “contrato sexual” supuso en la España católica, monárquica y conquistadora, en la que la mitad femenina no tenía más remedio que vivir “entre visillos”. El monólogo escrito por Delibes, con agudeza y humor, pero también con una cierta mirada condescendiente masculina, se estrenó por primera vez en 1979, cuando este país despertaba al sueño democrático después de una larga dictadura en la que las mujeres fueron concebidas como menores de edad o incluso discapacitadas. Todo ello, claro está, y como bien nos recuerda Menchu, bajo la categoría sanadora de “los principios”. Todo un clásico: las mujeres como guardianas de las costumbres, las fieles cumplidoras de la virtud. “Hágase en mí según tu voluntad”. El patriarcado escrito a fuego sobre su cuerpo y su sexualidad. En fin, una cárcel inútilmente aliviada por los confesionarios.
El grito de Carmen Sotillo, que de nuevo vuelve a ponerse sobre el escenario con la complicidad de dos mujeres con poderío (Lola Herrera y Josefina Molina), viene a ser el de todas esas mujeres – nuestras abuelas, nuestras madres – que nunca tuvieron la autonomía suficiente para equivocarse. Las que fueron castigadas brutalmente en caso de desobediencias. Las que vivieron sacrificadas para que nosotros, los hombres, viviéramos eso que tan acertadamente Almudena Hernando denomina “la fantasía de la individualidad”. La muerte de Mario, y el hermoso monólogo que Delibes hilvanó con su delicioso dominio de la lengua, vendría a representar metafóricamente el inicio de una transición que, para el caso de las españolas, suponía mucho más que simplemente cambiar de sistema político. Para ellas enterrar a todos los Marios habidos y decir con libertad lo que siempre habían callado suponía encontrar la llave que les permitiría empezar a desaprender las lecciones del patriarca.
En este país, y aunque en los últimos años hemos empezado a recuperar la memoria, queda por escribir la historia de todas esas mujeres que fueron dobles víctimas de la dictadura y que a partir de 1975 iniciaron el camino que todavía hoy se les hace cuesta arriba. El dolor de Carmen Sotillo es el de una víctima: las mismas carcajadas que provocan algunos de sus recuerdos son la señal, afortunada, de todo lo que hemos dejado atrás. La angustia, la culpa, los remordimientos, el estricto cumplimiento de un rol, son para Carmen una jaula en la que difícilmente se puede permitir soñar. Y lo terrible es que esa tristeza es la misma que pudieron sufrir nuestras abuelas, nuestras tías, nuestras madres. Por ellas, por la memoria de ellas, en este país deberíamos algún día reconocer que para las mujeres la larga noche del franquismo fue una pesadilla mayor. Porque vivieron negando su individualidad, sus deseos y sus esperanzas. Sometidas a la vara estricta que marcaba la frontera entre ser una mujer honrada o una puta. En fin, los cautiverios de las mujeres que diría Marcela Lagarde.
Recuperar en este 2018 de ebullición feminista tiene el sentido de no perder el hilo que une a las mujeres actuales con aquellas Menchus que soñaron con un seiscientos. Nada que ver, por cierto, con el Cuéntame que lleva atontándonos más de una década. Las mismas que habitaban en el cuerpo y en el alma de su intérprete, Lola Herrera, que también de la mano de, se desnudó en la imprescindible Función de noche. Un documento intenso y dramático que debería ser de visionado obligatorio para quien quiera entender la historia reciente de España más allá de lo que siguen contando los manuales, y que nos pone ante los ojos lo mucho que tuvieron que sufrir tantas mujeres de este país para dejar de ser la Carmen que llevaban dentro y convertirse en la Lola que reivindicaba su derecho a tener un orgasmo. Muerto Mario, desautorizado Daniel.
Todas y todos, pero muy especialmente los y las jóvenes desmemoriados, deberían ver estas Cinco horas con Mario para que entiendan lo mucho que le ha costado a este país emanciparse de un pasado tan oscuro – y no sé si aún lo hemos conseguido del todo – pero, sobre todo, para que comprendan cómo las mujeres han tenido que atravesar largos túneles en los que ni siquiera había ventanas donde poner un visillo.
Y, claro, todas y todos deberían ver este montaje para descubrir, si a estas alturas todavía no lo han hecho, una de las voces más hermosas y una de las presencias más cálidas que han pisado los escenarios de este país. La de una mujer que en sí misma podría ser la protagonista de un relato de cómo ellas tuvieron que pelear para dejar de ser las fieles cumplidoras de los principios para convertirse en ciudadanas de pleno derecho. Una transición que todavía hoy, 40 años después, continúa provocando lágrimas. Como las que Carmen derrama al final y que me gustaría pensar que son liberadoras. Como las que rompen en dos a una Lola Herrera que ahora, con su pelo blanco y sus gafas de seductora mujer libre, una mujer sin reglas que diría Anna Freixas, puede contarnos lo fuerte que se siente desde su libertad.
Cinco horas con Mario ha iniciado este fin de semana en Córdoba una gira que la llevará por toda España en lo que será la última oportunidad para ver este histórico montaje.
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