Opinión
Las cerezas de Aurora Correa: memorias de una niña exiliada
Por Octavio Salazar
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional
“Si las bombas iban a carbonizar mi cerezo, ¿por qué no cortar todas las cerezas, estrenar decenas de pendientes y luego salir a la calle a venderlas aunque estuvieran verdes”
La profesora y escritora Nuria Capdevila-Argüelles es una suerte de “Sherlock Holmes” femenina a la búsqueda del rastro perdido de tantas escritoras que todavía hoy ni siquiera merecen una nota a pie de página de nuestra memoria colectiva. Gracias a ella, por ejemplo, recuperamos a Elena Fortún con toda su complejidad y a tantas otras “armarizadas” en el sentido más plural del término. Escucharla y leerla es abrir la puerta de una especie de pasadizo largo y profundo por el que ir descubriendo rostros, heridas y verbos. Palabras y tiempos invisibles. Las vísceras y los sustantivos de un nosotros excluyente. Los pespuntes olvidados de esa camisa blanca de la esperanza que fue en su momento este país. Memoria y utopía. Hilvanadas ambas con las manos lúcidas y fuertes de mujeres que lucharon por ser autónomas en un mundo hecho a imagen y semejanza de los patriarcas. Ellos, siempre vencedores.
De la mano de la editorial Torremozas, Capdevila nos descubre ahora el primer volumen de la barcelonesa Aurora Correa, una de esas niñas de Morelia -¿cárcel, manicomio, convento?- , que partió invitada por el presidente Lázaro Cárdenas a unas vacaciones en México que se alargarían durante años. Aurora, que había nacido en Barcelona el 10 de febrero de 1930 y que murió en México en 2008, nos ofrece en este texto el relato de una infancia partida por el dolor de la guerra y el exilio. Y lo hace no solo con una prosa impecable, que con frecuencia vuela hacia la poesía, sino también con una mirada aguda e incisiva sobre el mundo que le tocó vivir. La niña a la que acompañamos en un viaje en el que se ve obligada a madurar a la velocidad del rayo es una especie de “lazarillo” que se mueve por la vida con ojos curiosos y ánimo juguetón. Lúcida observadora y hábil estratega en las encrucijadas que se va encontrando, su relato es el de una pícara a la que no podemos leer sino con una mezcla de simpatía y ternura. Su manera de contar, que tiene las habilidades propias de una superviviente/historiadora, nos permite asistir, casi como si estuviéramos asistiendo a un relato en la pantalla, esa que ella también amaba, a sus días felices en la Barcelona de los años 30, a su agridulce estancia en la Morelia de cabezas rapadas y cartas “arco iris” y a todas las peripecias en las que vamos descubriendo su ansia de rebeldía y de autonomía. Su rabia frente a las injusticias y al dolor, su ánimo contestatario frente a un mundo tan masculino, su espíritu libre de dioses y su necesidad de palabras y afectos. El germen de una emprendedora y el nervio de la utopía republicana. La herida abierta de todo un país diseminado en cunetas, exilios y silencios. Todo ello como si fuera un cesto de cerezas en el que al tirar de la rama de una de ellas se nos vinieran enganchadas otras. Las cerezas de su villa de Barcelona, cuyas semillas iría Aurora sembrando por cielos y mares. Metáfora de puente y de ilusión democrática que da título a este libro bello y doloroso.
Hay en el relato de Correa una evidente perspectiva de clase, un radical posicionamiento político y un grito de desesperanza. Esa grieta en la que no solo ella sino cualquiera de nosotros no podría sino mojar la cama por la noche. Y es que la cuentista valiente era en el fondo un cuerpo atravesado por miedos y carencias. Tal vez el inevitable ante el crimen monstruoso de la guerra, no solo fratricida, sino también anulador de todo pensamiento lúcido. Cuerpos de niños y de niñas que no volverían a estudiar al aire libre “hasta que el olivo de la paz y no la corona del fascismo asesino volviera a ceñir las sienes de la República”. Una República cuyo esqueleto desvertebrado fue radiografiado por la guerra. Menores pelados al cero que soñaban con una española tortilla de patatas y un pan lleno con los besos de sus padres.
Son muchas las emociones que recorren este libro y que hacen que el lector ansíe la publicación del segundo volumen memorialístico escrito por Correa y que responde al precioso título de Te beso buenas noches. Entre ellas, las que nos muestran la conexión intergeneracional, la urdimbre de mujeres de distintas generaciones que hacen esa otra memoria nuestra apenas transitada. La voz de la abuela Dolores y sus coplas. La primera en su familia que huyó del marido. Las voces de tantas madres y vecinas. Una voz española por escuchar. Dolorida por lágrimas y renuncias. Ninguneada, armarizada, devaluada.
Escribe Capdevila en la introducción del volumen que “Aurora Correa fue, es y siempre será una niña”, pero también “voz y experiencia: vieja y niña a la vez”. La que nunca dejó de devorar libros y escribir muchísimo en las noches. La que vive la poesía como un don. La que describe como nadie la leche agriada por la guerra, la cual “desolló la vida esperanzada en los escombros de las desavenencias”. Pero también la que afina en su mirada utópica al reconocer, tan contemporánea, la semejanza humana que afirma diferencias. Memoria y aprendizaje vital, “carencia de material y orfandad de ternura”. Los sueños poéticos y el carácter independiente de la que fue “niña de libros, mujer de libros, abuela de libros” y que se anunciaba también como “póstuma de libros”. Todo eso y más está en los renglones de un libro que en este verano tórrido del Sur ha dejado en mis orejas pendientes de cerezas. Léanlo y guarden en un jardín si lo tienen, o en la tierra de una maceta, las semillas que Aurora, niña consciente a su pesar, pícara y nostálgica, nos regala para que sigamos construyendo la utopía.
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