Columnas
Celebrar el final de una tiranía siempre está bien
Investigador científico, Incipit-CSIC
Este año se cumplen 50 años de la muerte de Franco. Dado que en las culturas occidentales hemos decidido conmemorar cosas cuando los años transcurridos caen en números redondos (desde la inauguración de una churrería a la conquista de América), sería un poco extraño hacer la vista gorda con un hecho tan trascendental históricamente como el fin del dictador.
Como no podía ser de otra manera, las derechas y ultraderechas, cada día más indistinguibles, ya han protestado. Lo han hecho en el parlamento y mediante otro de esos manifiestos que siempre firman Savater, Boadella, Félix de Azúa y Trapiello y que son infalibles para detectar el lado equivocado de la historia. Según el manifiesto, conmemorar la muerte de Franco es guerracivilista, siembra la discordia, sirve para desviar la atención y trae consigo todas las desgracias de la memoria revanchista que ya conocemos. Sorprende que hagan falta tantos intelectuales para un manifiesto que podría haber redactado el empleado de Desokupa con menos años de escolarización.
Hay quien aduce que no hay nada que conmemorar porque el dictador murió en la cama. Efectivamente, así fue. Qué le vamos a hacer. Nuestra transición democrática, al contrario que la de muchos otros países, se resolvió como un anticlímax. Una serie de hitos que acabaron transformando una dictadura en una monarquía parlamentaria. Podemos conmemorar la muerte del dictador, las primeras elecciones libres (1977), la Constitución (1978) o las primeras elecciones democráticas (1979). De hecho, debemos conmemorarlo todo. También la muerte de Franco, un evento imprescindible, en un gobierno autoritario de carácter personalista, para que pudieran ocurrir todos los demás.
Desde luego, hubiera sido más espectacular unos tanques con claveles o partisanos desfilando por las avenidas y, sobre todo, hubiera sido mucho más fácil de conmemorar. Pero por las circunstancias históricas de nuestro país no pudo ser.
Las circunstancias históricas fueron una guerra y posguerra de carácter eliminacionista que dejaron fuera de juego a un millón de personas opuestas a la dictadura, entre asesinados, encarcelados y exiliados. Circunstancia histórica fue también un contexto global de Guerra Fría en el que el régimen de Franco logró mantenerse y florecer durante décadas usando la carta del anticomunismo. La conmemoración de la muerte de Franco es también una oportunidad para recordarlo.
Porque las conmemoraciones son ante todo eso. Una ocasión para hablar de historia. De contarla y enseñarla; de revisarla, también. En el aniversario del fin del dictador podemos recordar, por ejemplo, que España fue el único país occidental donde hubo una lucha armada y duradera contra la imposición del fascismo. Que aunque la dictadura murió en la cama, tuvo que nacer en el campo de batalla y, no en las urnas como en Alemania o Italia, porque aquí al fascismo no se lo pusimos fácil. También es una ocasión para recordar que, frente a la historia de grandes personajes en que algunos quieren convertir la Transición, la democracia llegó por la lucha y los sufrimientos de miles de hombres y mujeres antes de la muerte de Franco. Y que los últimos fusilamientos en nuestro país tuvieron lugar también hace 50 años, menos de un mes antes de que falleciera el dictador. Porque el franquismo murió matando y torturando.
En un momento en que el asalto a las democracias por parte de la extrema derecha vuelve a ser tan peligroso como hace un siglo, no se me ocurre efeméride más importante de recordar que el final de un tirano. No conmemorarlo sería una traición a la memoria democrática de nuestro país, y concretamente, a la de millones de españoles que vieron en la muerte del Caudillo el fin de una época y lo festejaron (incluidos varios de los que hoy firman el manifiesto). Y en cuanto a la memoria de quienes celebraron y aun celebran la vida del Caudillo, de ellos solo tenemos que preocuparnos por la amenaza que suponen a la democracia. Y nada más.
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