Opinión
El cambio climático y el amor
Por Julià Álvaro
Julià Álvaro
Estamos enfermos, gravemente enfermos. Terminales si no empezamos el tratamiento con decisión y rapidez. Nos lo dicen miles de especialistas de todo el mundo, los mejores, los más fiables. Necesitamos una intervención quirúrgica seria y urgente pero parece seguimos en manos de masajistas y especialistas en cosmética para que parezca que hacemos aunque no hagamos nada. Y, claro, nuestra enfermedad empeora y su solución cada día es más complicada.
Así estamos, más o menos, en relación al Cambio Climático. Sabemos lo que nos pasa, nuestra supervivencia en el planeta está en entredicho, pero no hacemos lo que tenemos que hacer. Tenemos el diagnóstico, la terapia recetada, pero no la cumplimos. Lo pagarán nuestros hijos e hijas, esos a los que tanto decimos querer, esos por los que nos desvivimos, esos por cuya seguridad decimos estar dispuestos a jugarnos la vida. A ellos estamos abocando a un mundo inhabitable. Nuestro egoísmo y nuestra irresponsabilidad serán su sacrificio. A estas alturas ya solamente estamos en condiciones de decidir a qué nivel de sacrificio les vamos a someter.
Viene toda esta introducción a cuenta del inicio de la Cumbre del Clima de Madrid, la COP25. Casi 200 países compartiendo su preocupación por la emergencia climática y decidiendo nuevas medidas para adaptarnos a ella y minimizarla. La COP21 de París fue el punto de inflexión: con toda la solemnidad del mundo se acordó que no se podía superar el grado y medio de aumento de temperatura a finales de siglo, dos a lo sumo, y que, para ello, era necesario que todos los estados se comprometieran a rebajar sus emisiones, a descarbonizarse y a transitar a un modelo productivo más sostenible. Luego, las siguientes COPs han tenido en común lemas que hablaban de “pasar de las palabras a los hechos” pero, sistemáticamente, las conclusiones finales han decepcionantes, lo han dejado todo para más adelante y han evidenciado que seguíamos en la retórica. El gran acuerdo unánime de París sigue esperando verse concretado en acciones efectivas. Por el camino, además, han llegado nuevos gobiernos “negacionistas” del Cambio Climático, Estados Unidos se ha echado a un lado y grandes emisores como China o la India se ponen de perfil.
Ante la emergencia climática, el último informe de Naciones Unidas ya sitúa el posible aumento de las temperaturas a final de siglo por encima de los tres grados y plantea que para evitarlo tenemos que conseguir una reducción de emisiones superior al 7% de manera sostenida en los próximos diez años. La realidad, pese a las cumbres y las palabras solemnes, desafortunadamente va por otro lado. La Organización Meteorológica Mundial asegura que las emisiones de gases de efecto invernadero no solo no se reducen sino que crecen. Es decir, tenemos que ir marcha atrás y ni tan siquiera somos capaces de frenar nuestro avance. La presencia de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera ya supera las 410 partes por millón, algo que no sucedía desde hace 3 millones de años, cuando el ser humano todavía no habitaba la tierra. Los países se resisten a aminorar sus impactos climáticos de forma unilateral porque todos temen perder competitividad. Nadie le pone el cascabel al gato, las empresas se publicitan en verde pero siguen trabajando en marrón, los dirigentes políticos no se atreven a decir basta, nadie ejerce de autoridad global.
La COP25 de Madrid ha de ser, sin más excusas, la estación del cambio. El inicio real de una transición ecológica que nos lleve desde el mito del crecimiento infinito y suicida a una prosperidad compartida. Tomemos de una vez, y de verdad, nuestra crisis climática como una oportunidad de cambio. Arriesguemos. Arriesguen sus beneficios económicos las empresas, arriesguen sus votos los políticos. Quien antes empiece mejor librado saldrá. No puede ser que con una mano sigamos arropando amorosamente a nuestras hijas cada noche mientras con la otra, como quien no quiere la cosa, les apretamos su delicado cuello hasta ahogarlas.
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