Opinión
Aquellas primeras veces... y últimas
Periodista
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No tengo ni idea de qué ocurrió en mis primeras Navidades en el mundo, aunque supongo que las pasaría con la familia materna, rodeada de tíos, primos y mujeres en la cocina. No recuerdo mis primeros Reyes ni cuándo ni quién me regaló mi primera bici, y ni siquiera me acuerdo del día que aprendí a montar en ella sin ruedines, aunque sí me acuerdo de la preciosa BH naranja de sillín blanco con la que aparezco en varias fotos.
Mis primeros recuerdos son también fotográficos. Una foto a color en tonos ocre me lleva a la primera vez que me subí a la pequeña noria de las galerías de Gutiérrez Mellado en Pontevedra, con un conjunto de falda y chaquetita de pana rosa. La instantánea a lomos de una elefanta por la que mi madre pagó 1000 pelas a mi primer gran circo, muchos años antes de la prohibición definitiva de los circos con animales. Del paseo en elefanta guardo un recuerdo mucho más táctil: sus pelillos tiesos como alambres que se me clavaban en las piernas y en las nalgas y que hicieron que nunca volviese a ver a Dumbo con los mismos ojos.
Otro recuerdo con animales del cual, por suerte, no hay foto: la vez que alimenté con serrín a un cachorrito recién nacido que llevé en brazos hasta mis mayores con la premonitoria frase “el perrito está durmiendo y no despierta” y cuya imagen cadavérica, con el rictus tieso por la asfixia, me sigue quitando el sueño aunque mis padres aseguren que yo era demasiado pequeña para recordar tal cosa.
Mi amor genuino por los animales me hace reconstruir también la vez que dos periquitos, uno azul y otro verde, se pelearon en la cocina del piso donde vivíamos mientras nos escondíamos debajo de la mesa chillando y los bichos se despellejaban vivos chocando contra las alacenas y los azulejos beige, dejando un reguero de plumas, excusa que mi progenitora usó para dárselos a una vecina con más querencia por las aves. En aquella casa vivimos hasta mis nueve años escasos, una edad más que razonable para acordarme de los periquitos, los azulejos de la cocina y del baño y de mi habitación plagada de recortes de Sensación de Vivir, la casa de la Barbie y la autocaravana destino a Malibú.
Del primer piso en el que viví con mi familia: tábula rasa. Fotos mías al lado de una pequeña tele blanca que aún emitía en bicolor. Una cuna de madera, un recuerdo lejano de un pasillo enmoquetado y una pequeña cocina por la que debí de dar mis primeros pasos. El Nené, un nenuco calvo que llevaba colgado del brazo y el Roró, la almohadita con la que dormía y que viajaba conmigo a todas partes.
Los primeros recuerdos más emocionantes los sitúo en el colegio. El aula de parvulitos con nuestro mandiloncito de cuadros azules, un libro también azul donde aprendíamos la M con la A y que en su portada estaba ilustrado con la imagen de una niña rubia o la primera vez que me castigaron contra la pared porque tiré una piedra a la cabeza de un niño en un patio plagado de peligros mortales. Niña mala, sin ser yo nada de eso. Mi primera mejor amiga, Silvia, a la que conocí en ese parvulitos con el mandilón manchado de ceras Dacs. Las manos de la profe Gloria sosteniendo mi pulso para no salirse de pautas trazadas de los cuadernillos Rubio. El olor a libros nuevos y a forro de la librería El Pueblo.
El primer día de clase del cole, del instituto, de la facultad. El primer beso, el primer novio, la primera regla, los primeros encuentros sexuales, con mi cuerpo y con otros. El primer nick en las redes sociales, que era también el primer mail en Hotmail, tan vergonzoso que no me atrevo ni a reproducir aquí. El primer móvil Alcatel One Touch Easy amarillo y el primer Nockia 3310 en donde recibí el primer mensaje, inolvidable, de mi primer novio. “Soy D. el de la Aerox Azul”. SMS que también transcribía a mano en agendas, libretas y hojas sueltas que acumulo en cajas de cartón y cajones abiertos a ojos curiosos y dispuestos en medio de un caos nostálgico digno de una octogenaria.
A lo largo de mi vida he atesorado decenas de objetos que me llevan a las primeras veces: cartas, notitas, diarios, peluches, llaveros, entradas de discotecas y billetes de avión, de tren y de barco. Entradas de conciertos, de museos, de cine, etiquetas de ropa de Bershka o Stradivarius cuando eran tiendas súper exclusivas que solo había en Vigo. Etiquetas de mis primeros Lois acampanados que me he vuelto a comprar en Vinted. Retazos de mi biografía que sobreviven en contra de la predisposición de mi madre a tirarlo todo. A sus constantes ansias de renovación achaco yo mi Diógenes contenido por la educación, los límites físicos y la vagancia de tener que decidirme entre ordenar, o tirarlo todo.
La infancia es breve pero densa y en ella se acumulan la mayor parte de las primeras veces de nuestra vida, pero también de las últimas, porque una nunca puede volver a hacer por primera vez aquello que ya hizo antes. Nadie puede volver a dar los primeros pasos, a articular las primeras palabras ni a hacer pis en la bacinilla antes de la retirada definitiva del pañal. Por eso, como madre primípara y morriñenta, me afano en recordar cada primera vez de mi hija: sus “mamás” y “papás” con lengua de trapo, sus andares primitivos y autónomos, y sus sonrisas de cuatro dientes. Recojo cada hito en soporte audiovisual y también dejo constancia de mi obsesión por escrito, en notas del móvil y hojas en papel que muy probablemente avergonzarán a mi hija, y a mí misma, en un futuro no demasiado lejano. “Amor de mi vida, hoy también te hemos cantado el baile de la caca. Con coreografía”.
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