Opinión
El año de la depresión nacional
Periodista
Más de cinco semanas después de que empezase el confinamiento parece que el buenrollismo se está esfumando y que las rencillas abren paso a peleas de primer grado y a prácticas poco saludables para propios y extraños.
El vecino de abajo ha perdido el poco juicio que le quedaba y el viernes tuvimos que intervenir en la fiesta privada con la que lleva semanas torturándonos. A sus 70 años es un fanático del reguetón, Julio Iglesias y Boney M, y su play list hortera ha estado a punto de perforarme los tímpanos. No hay día en que el hombre no ponga la música a un volumen absolutamente ilegal, aunque lo hemos ido dejando pasar porque vive solo y todos merecemos un par de horas diarias de perder los estribos. “Relaja Diana, no vaya a ser que vengan los bomberos a levantar el cadáver y no haya podido disfrutar de su último rato de perreo por tu mala hostia”.
Pero el viernes superó su propio límite y se pasó desde las 11 de la mañana hasta las 5 de la tarde con la orquesta puesta. Cada vez que Aitana repetía Pa´Mala yo la ira atravesaba el suelo que nos separa, y poco me faltó para reventarlo a escobazos. A las 7, después de ignorarme toda la tarde, con la música ya apagada, pero con el Sálvame encendido versión autocine, hubo que timbrarle y nos recibió en la puerta armado con una barra de hierro dispuesto a bajárnosla en la cabeza, si acaso nos poníamos tontos. Cuando se le dijo que su sordera iba a acabar con la salud de la comunidad, alegó que ponía la música así no porque tuviesen problemas de oído, sino porque se estaba volviendo loco.
Además de loco, es mentiroso. El vecino lleva poniendo la música a ese volumen desde mucho antes del confinamiento, solo que ahora me toca comérmela a todas horas. El vecino prometió dedicarse a otros menesteres menos invasivos y yo creo que, de paso, debería intentar mejorar su dieta, porque desde que no pasea ha engordado muchísimo y se rumorea que el pobre solo sabe hacerse pasta.
La de enfrente tampoco se cuida mucho y cada día fuma más. Sale a la terraza a todas horas en sujetador para hablar por teléfono y de cada vez, clava varias colillas en el geranio que a estas alturas debe de parecer el cenicero de Carrillo.
Una pareja del bloque que veo desde mi ventana se baja cada día, al mediodía, una botella de vino tinto (los observo comer en el salón cuando yo estoy en el ordenador) y esta semana por fin han desempolvado la bandera de España, porque todo el mundo sabe que protege contra el coronavirus y la resaca.
Los más normales son los niños. Los del piso de arriba (tres de la misma familia) juegan y ríen sin estridencias, y tienen que soportar cómo su padre saca al perro tres veces al día mientras ellos saludan desde la ventana. En la esquina de la otra acera, tocan instrumentos en la terraza y bailan un ratito después de las ocho. Mi amiga Bea, que no tiene terraza y vive en un séptimo, me ha dicho que le pone a su hija Gabi todos los días videollamadas con familiares y amigos, para que la niña no piense que sus padres, la Patrulla Canina y la Conga, son los únicos habitantes que quedan en el planeta.
Mi madre y yo hablamos muchísimo sobre cosas de las que jamás habíamos hablado como el tiempo de cocción que deja cada una la lubina en el horno, y todavía no nos hemos peleado en estas cinco semanas, prueba irrefutable de que algo va terriblemente mal.
Estamos asistiendo en vivo y en directo al año de la depresión nacional. Una caída sin precedentes en la tristeza y la frustración que va a acabar con parte de la población alcoholizada, narcotizada y desquiciada. Pienso en todas esas personas que conozco consumidoras de fin de semana de cocaína y padezco por su padecimiento: sin fiesta y sin fariña, la vida debe ser un auténtico infierno. En este barrio cada día aplaude menos gente, y los que siguen saliendo (normalmente familias con niños) dan cuatro palmadas tristes y cierran la ventana rápidamente, antes de las 20.02. Aquí la gente empieza a bajar las persianas cada día más temprano, cuando todavía hay luz. Supongo que no quieren que los demás los veamos llorar en el sofá ni abrir esa botella de JB barato después de acostar a los que están tirando del carro. Tampoco abuchean. Afortunadamente, aquí no hay ningún listo al que se le haya ocurrido solucionar el problema con una cuchara y un cazo viejo. No he escuchado relaciones sexuales ajenas, ni he visto gestos amorosos desde las ventanas. Las parejas están atravesando su propia cuarentena, dejémoslas hundirse.
En la cola de la farmacia ya hay más gente que en la cola del súper, y los antidepresivos tricíclicos cotizan en bolsa. También hay una relajación en el cumplimiento de otras leyes de convivencia. Cuando bajo a tirar la basura siempre hay mierda de perro sin recoger, y yo soy de las feminazis que piensan que los excrementos caninos guardan relación directa con los hombres que muy diligentemente han empezado a pasear al perro antes de ir a la compra y de parar a por el pan. El sábado es el día oficial de fiesta. El dj de barrio saca los altavoces después de las 20 y pone música indie. Ahora suena La Mujer de Verde de Izal. Por un momento, con los brazos apoyados en el quicio de la ventana y los ojos cerrados, parece que aún seguimos vivos.
El otro día tuve que coger el coche que dejo aparcado en la calle, y me lo habían rayado con una llave de lado a lado. Ni siquiera me enfadé, ahora el cabreo me llega un poco amortiguado y me cuesta más perder la paciencia. Será que el abatimiento generalizado me tiene un poco atontada, como cuando sales de la playa después de todo un día al sol y te quedas atrapada en ese atasco cálido y pegajoso. Mecida por la cola de coches que avanzan despacio entre pitos y frenazos. Ahora el sol lo vemos desde la ventana, y, con mucha suerte, nos hemos quedado encerradas con el pito que nos gusta. Sé que esto no ocurre a todas, y rezo por vosotras, compañeras. Los atascos son básicamente mentales. Por ejemplo, Macarena Olona tiene semejante colapso mental que está a medio cartucho de su propio 23-F.
Las videollamadas de grupo y los vermús online cada día dan más pereza. La última invitación la recibí de mis amigas Esther y Chío, y aunque estábamos dispuestas a contarnos un montón de cosas divertidas al final hablamos de lo mal que está todo, de la poca pasta que nos queda, y de lo que importante que es mantener a nuestros padres vivos, por si acaso necesitamos, a los 30 y tantos, de su beneficiencia. También hicimos un repaso de todos los ex que nos habían escrito. Están peor que nosotras, y eso nos hizo sonreír. Hemos vuelto a las whatsapps y ya hay que avisar para que alguien te coja el teléfono al otro lado, como cuando éramos normales y fingíamos que no estábamos todo el día chequeando el Instagram de ese chico que te gusta, pero te putea.
El último Skype lo hice con mi psiquiatra. Ni siquiera me peiné.
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