Opinión
‘Annette’: Retrato moral y operístico de un hombre enjaulado
Por Octavio Salazar
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional
Días después de haber visto Annette, todavía ando dándole vueltas a si la película me gustó o simplemente me desconcertó. En todo caso, y tal vez esa es la prueba de fuego de cualquier obra de arte, no me dejó indiferente, me lanzó varios dardos que fueron a darme en las entrañas y me hizo vivir, como si estuviera en medio de un sueño, varios momentos de una belleza increíble. El último exceso de Leos Carax, que desborda todas las etiquetas y que bien podría identificarse como una ópera rock, tiene mucho de auto sacramental, es decir, de representación con intenciones morales y que se vale de la suma de varias artes para remover conciencias. El gran teatro del mundo que nos pone delante de las narices unos personajes que más que ellos mismos son el símbolo o la representación de nuestras virtudes y defectos. Son muchas las capas que podemos ir quitando a partir de la historia de Henry y Anna, ambos artistas pero que habitan dos mundos contrapuestos, el del humor de un comediante/payaso que baja cada noche al fango y el de la ópera entendida como sublimación de todos los sentidos, de la belleza, de la intensidad del amor. El del tipo que mata a los espectadores y el de la diva que los salva. Masculino y femenino, tal vez enfrentados con demasiada obviedad.
Annette, que también es una desbordante y desbordada historia de amor, nos pone delante de nuestras narices muchos de los excesos que hoy nos permiten sobrevivir en un sucedáneo de felicidad. Carax, en ese sentido, no renuncia a contarnos una fábula de la que podríamos extraer muchas moralejas, aunque también, y ese es uno de los aciertos de la película, podemos vivir la experiencia de su visionado como si estuviéramos disfrutando de un perverso parque de atracciones. Un sueño que, como suele pasar con frecuencia en la vida real, acaba convirtiéndose en pesadilla.
De las muchas capas que podemos extraer de este relato redundante y pesimista, incluso por momentos terrorífico, la que más me interesa es la que tiene que ver con el retrato de Henry, interpretado por un Adam Driver que dibuja en su cuerpo y en su rostro los diferentes estados morales del protagonista, en cuanto que es un personaje que bien nos podría servir para desmontar a un sujeto masculino que hoy, en pleno siglo XXI, está más en cuestión que nunca gracias, principalmente, a que la otra mitad, las mujeres, han dicho basta ya y han empezado a contar lo que antes callaban. Esta, como otras muchas películas que se están haciendo en estos años, bien podría encabezar un ciclo que podría titularse algo así como “los hombres después del #MeToo”. Un ciclo que demostraría que uno de los grandes triunfos del feminismo está siendo que algunos hombres, incluidos creadores como Leos Carax, nos sintamos interpelados, cuestionemos los mitos y seamos capaces de desnudarnos, con toda la crudeza que supone enseñar nuestras vergüenzas, ante el respetable.
Henry, que tampoco es casualidad que sea uno de esos comediantes que el mundo contemporáneo parecen representar la máxima expresión de la libertad, y en el que todavía es tan complicado que a las mujeres se les reconozca el mismo estatus (¿os imagináis que Marion Cotillard hubiera sido una monologuista de éxito?), es un tipo egocéntrico, narcisista, necesitado del reconocimiento público y los aplausos. Un hombre que todas las noches hace una performance en el escenario pero que también, como buen macho, la reitera en su vida cotidiana, tan necesitado, como todos nosotros, de mostrarse y mostrar para recibir el beneplácito de los iguales. Un hombre, faltaría más, con un pedazo de moto. Un hombre celoso, agresivo y muy infantil desde el punto de vista emocional, uno de esos “estreñidos emocionales” de los que habla Grayson Perry y con los que, claro, es tan complicado establecer relaciones saludables. Un buen depredador, para que no le falte ningún rasgo de masculinidad hegemónica, que lo mismo abusa de las mujeres que considera que están a él sometidas que de la hija en la que descubre un filón para el éxito. Las mujeres, en fin, como cuerpos y capacidades dispuestas siempre a la apropiación masculina. La virilidad, como explica Rita Segato, entendida como “capacidad de adueñarse”. Eso que ahora está tan de moda calificar como masculinidad tóxica. La que incluso, todo un clásico, es capaz de hacer chistes, a lo Martes y 13, sobre “la maté porque era mía”.
De esta manera, Annette, que tiene la gran virtud de generar desasosiego en el espectador y a renglón seguido elevarte al cielo de la belleza, es, entre otras muchas cosas, un fresco brutal y descarnado sobre los hombres en declive. Los hombres de siempre, los hombres nuevos, los ¿buenos? Padres. El enorme Adam Driver como ser que un día se consideró omnipotente y que acaba sometido al juicio de la que, menos mal, dejó de ser una muñeca. Un final que tiene mucho de lectura moral – de nuevo el auto sacramental – y que nos plantea el interrogante de si ante determinados excesos es posible el perdón, si es posible hacer justicia sin perdón y olvido, o incluso si son posibles las nuevas masculinidades. En la Annette del final Carax nos abre una puerta a la esperanza: Anna, al fin, fuera del laberinto en el que cantaba al amor y acababa muriendo. Y a los hombres nos lanza una advertencia: todos, en mayor o menor medida, tenemos algo de Henry. Quizás estemos a tiempo de no acabar como él. Sin amor y en una celda. La jaula de la virilidad.
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