Opinión
Anna Sorokin y las profecías de Debord
Por Silvia Grijalba
Escritora y Periodista
El nombre de Guy Debord y su La Sociedad del Espectáculo se ha tomado demasiado a menudo en vano. Sus profecías sobre la sociedad de consumo y de la imagen proyectada como única realidad se han usado para explicar fenómenos como el de las influencers o el éxito de estrellas de tele realidad como la familia Kardashian. Pero no. Todo esto son migajas, aproximaciones de aficionadas. La materialización, con todas sus facetas de lo que aventuraba Debord especialmente en el primer capítulo de aquel libro escrito hace 54 años está en el caso Anna Sorokin. Y, dando una vuelta a ese triunfo puro, sin mácula, del constructo de la imagen como verdad absoluta, en la serie “Inventando Anna”, que ha producido Netflix para dar a conocer este caso.
Un asunto que podría compararse, como reflejo de un tiempo, al crimen de Charles Manson en los 70. Ahí se dio el comienzo del declive del ideal hippie y con esta historia (mucho más leve, no hay muertes por medio) se produce el del auge de la postmodernidad mediática asociada no ya al lujo sino a la clase de cuna. “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes” (Punto 4 de La Sociedad del Espectáculo). Las apariencias, con minúsculas, los pequeños detalles como saber qué marca o qué modelo de bolso de qué Casa de Moda te hace parecer una millonaria de tercera generación; el vino que hay que pedir en una cena o el nombre que hay que dejar caer son los que hicieron casi hacer triunfar a Anna Sorokin en su empeño. En su deseo de no se sabe muy bien qué. En teoría su objetivo era crear una fundación artística en Nueva York, pero la impresión final es que la Fundación Delvey (el apellido que adoptó como nombre artístico) era su gran coartada porque lo que ella pretendía era vivir como lo que decía ser: una rica heredera alemana con un padre que según daba a entender era un oligarca ruso, billonario.
La historia no podía ser más convincente y ahora mismo no puede ser más actual. Con todos esos mimbres y una capacidad indudable para idear una estrategia en la que unos pensaban que era íntima de los otros, consiguió rodearse de los mejores arquitectos (el hijo de Calatrava se dejó engatusar por ella), los grandes galeristas, los filántropos del MoMA y los números uno de Wall Street, de los que estuvo a un milímetro de conseguir un préstamo millonario sin tener ningún aval verdadero, simplemente buen gusto, templanza, una red de conocidos imbatible y un gran poder de convicción. Al final, un fallo ridículo fue el que le hizo acabar en la cárcel, donde después de 2 años y medio ha salido en febrero de 2021.
El caso en sí es sin duda interesante, pero quizá lo es más lo que nos “vende” la serie de Netflix. En ella nos presentan al personaje como una sociópata manipuladora pero también como una heroína. Intentan que pasemos por alto que engañó a gente corriente que la rodeaba y que puso en peligro a muchos de los que la apoyaron, para destacar su inteligencia, su astucia a la hora de engañar a uno de los popes de Wall Street y a toda la élite más poderosa de la Sociedad neoyorquina. Nos muestra cómo la periodista que investiga el caso (basada en la reportera Jessica Pressler del New York Magazine) piensa realmente que no puede ser mentira todo lo que Anna cuenta y todo lo que rezuma, esa clase innata que ella considera que solo puede adquirirse gracias a una crianza exclusiva. Así que viaja hasta Alemania donde descubre que no. Que Anna ha aprendido todo gracias a las revistas femeninas y a tener una obsesión por codearse con los más poderosos.
Esto va más allá de una fotos y millones de seguidores en Instagram, de usar bolsos de Gucci o presumir como Georgina de pasar de vender bolsos de lujo a coleccionarlos. Esto tiene que ver con lo intangible, con jugar con los códigos de quien maneja el mundo. Las fiestas, las cenas, el goteo de nombres… y Estados Unidos es el sitio perfecto. Un lugar donde la clase alta es, por supuesto, clasista como en todos lados, pero una extranjera y más si tiene ese halo misterioso de “old money” europeo, puede encajar.
La avaricia del otro es la clave de toda estafa. Y el efecto Sorokin resuena más que nunca en esta sociedad de la imagen y del lujo como meta. En la serie hay un subtexto claro bastante aterrador: ¿y si hubiera merecido conseguir esos millones?
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