Opinión
El amor valiente
Periodista
Desde hace algunos días, las parejas que viven en países diferentes entre los que no se puede viajar han salido del anonimato para reivindicar su derecho a estar juntas pandemia mediante. El movimiento “el amor no es turismo” reclama salvoconductos a los gobiernos para poder reunirse tras meses de separación obligatoria. Y es que no poder ver ni tocar a la persona a la que se ama es un efecto colateral más que reseñable del coronavirus.
Siempre he reconocido mi incapacidad absoluta para mantener una relación en la distancia, y por eso, la única vez que me separaron 600 kilómetros y unas pocas provincias de mi pareja, acabé mudándome al cabo de unos meses dejando el trabajo y la ciudad soñados. Mudarse por amor no es una decisión nada fácil, pero mantener la chispa en camas diferentes siempre me ha parecido muchísimo más difícil. Soy de las que piensa que no hay nada que pueda sustituir el contacto físico con la persona a la que se quiere, y que toda la tecnología del mundo no se acerca al calor y al olor que emana el cuerpo que se desea. Soy de las de todo o nada, y las medias tintas siempre me han parecido el pasaporte de los cobardes. Por supuesto que hay gente que vive en la misma ciudad y lleva vidas separadas, incluso las hay que conviven bajo el mismo techo en régimen de aislamiento individual. En realidad, tener una relación de complicidad es mucho más complejo que la simple distancia, pero, -y perdónenme la apreciación arcaica-, las distancias cortas implican, obligatoriamente, cierto grado de complejidad.
La geografía importa. Es la diferencia entre el amante ocasional y la pareja, entre el novio y el amigo. En tiempos de Tinder y sexting la geografía parece ahora más que nunca la medida de la intensidad de las historias. ¿Acaso no es lo primero que preguntan todos los candidatos y candidatas de First Dates? La distancia es la primera excusa por la que algunos se sacan de encima a quien no les gusta, pero también es la oportunidad para hacer una buena declaración de intenciones al pretendiente. “Te acabo de conocer pero yo por ti me mudo a Alicante”.
Siempre he tenido claro que las parejas que pasan mucho tiempo juntas llevan una gran ventaja con respecto a las que se ven ocasionalmente. Todo va mucho más rápido: lo bueno, y lo no tan bueno. La confianza se intensifica y las traiciones son difíciles de mantener. Cuando tu pareja vive a 60, 600, o a 6000 kilómetros, las cosas cambian. El engaño es sencillo. El autoengaño mucho más. La física de los cuerpos deja poco margen para el descaro de las vidas paralelas. Y acelera los finales que, de todas formas, tenían que llegar.
La pandemia no solo ha separado parejas, también ha unido a otras muchas con el pagamento del confinamiento. Muchas le hicieron caso a Pedro Sánchez y a su primera declaración de un Estado de Alarma de dos semanas. No sé cuántas habrán quebrantado la ley para separarse en las innumerables prórrogas que también le damos a nuestras relaciones malogradas. Prórrogas y tiempos de descuento. Tratamientos paliativos para amores terminales.
No digo que sea fácil. Y es que cuando se convive con alguien desaparece la lógica capitalista. Todo es nos, nosotros. Desde la elección de la cena a la cesta de la compra. Las series que se escogen -y que casi nunca se ven- y la parcela de sofá en la que dos cuerpos van encajando en base a la necesidad. El champú y la pasta de dientes. Y también los pelos atascados en el baño que forman nudos imposibles de deshacer, nudos sucios y nudos tejidos entre las corrientes que amenazan con llevárselo todo, que son metáforas de lo que implica la convivencia.
Este año mis padres cumplen 38 años de casados. Tienen 59. En casi cuatro décadas, mis padres jamás han estado separados más de tres días. Mis padres podrían separarse mañana, pero yo seguiría viéndolos como la parte de un conjunto. Podrían ser felices, pero estarían descolocados como el calcetín huérfano de hace diez coladas. Mis padres, como tantos otros, Igual que los calcetines desparejos, son dos y son uno. Son fragmentos de una sociedad secreta, en la que ni siquiera yo me atrevería a entrar.
Quizá por eso el dolor de la pérdida nos parece la medida del amor. Cuanto más lloramos y cuanto más tardamos en recuperarnos, más sentimos que amamos a quién nos ha abandonado, a quién no se ha atrevido a cruzar fronteras, grandes o pequeñas, para estar a nuestro lado. Admiro a todos los que se pelean y protestan para cruzar ríos y mares, para reivindicar el derecho a amar sin más restricciones que los que ponen la cartera delante. Ojalá muchas de esas parejas consigan reunirse por fin y alguna decida, quizá, que merece la pena pasar la próxima pandemia bajo el mismo techo.
Un consejo: hay que ser muy valiente para optar por la vida compartida, porque cuando uno cruza esa frontera puede que no haya marcha atrás, puede que no se arrepientan de hacerlo. Otra vez pienso en que el amor de verdad, el que sangra y cura, exige siempre valentía y automáticamente tarareo a Xoel López “Pero fue la última parte, la parte más difícil, esta vez fue mi propio miedo, fue mi propio miedo el que casi me deja ciego/ Ahora entiendo el sentido de las cosas, el equilibrio de la balanza, el polvo de las estrellas, las rocas que ahora son arena/ Ahora entiendo que cada espina, que cada pequeño arañazo, cada cuchillo por la espalda, fue tan solo un pequeño trámite, tan solo una excusa idiota, hace tiempo que yo ya no sonreía tanto”.
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