Este artículo se publicó hace 2 años.
Antes que Virginia Wolf fue Rosalía de Castro
La escritora gallega denunció en 1865 el ostracismo al que la sociedad machista de la época sometía a las literatas
Santiago--Actualizado a
Casi un siglo antes de que la conocida escritora británica Virginia Woolf alzara la voz en pro de las mujeres en su obra A Room Of One's Own (Una habitación propia), Rosalía de Castro hizo lo propio. No fue, en su caso, necesario un larguísimo tratado para expresar su rechazo y falta de esperanza hacia la situación de la mujer en la literatura del momento. Cierto es que desde que el mundo es mundo dicen eso de "menos es más". La de Padrón, se sirvió del formato epistolar para dar renta suelta a sus pensamientos. Sin más misterio. Una carta presentada de manera ficticia cómo "manuscrito encontrado", dirigida a su amiga Eduarda y firmada con el nombre de Nicanora, capaz de conjurarlo todo.
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Fue publicada por primera vez en el Almanaque de Galicia en el año 1865 bajo el título Las literatas y con el sobrenombre de Carta de Eduarda. Sin embargo, ahí quedó entonces. Enterrada en una hemeroteca que hoy casi nadie consulta, como sucedía con casi todo lo "salpicado" por las voces de aquellas mujeres que se atrevían a dar un paso adelante y dudar de ciertas cuestiones de las que colgaba la etiqueta de "incuestionables". Por supuesto, por la recurrente y apestosa pantomima de la tradición. Y, no confundamos. En su desconocida reflexión, no descubrió Rosalía el Santo Grial o, siquiera, destapó realidades desconocidas que hicieran a alguien chillar o llevarse las manos a la cabeza. Pero, como bien saben todos los que tienen la cabeza encima de los hombros, hay ciertos asuntos que al ser pronunciados en alto cambian el cuento. No es lo mismo saber que muere gente en el mar que escuchar llorar a la madre de un niño que perdió la vida intentando llegar a tierra segura. Comparar con la realidad hace chirriar de una manera sin igual los tímpanos de según quién. Por eso no es de extrañar que las punzantes palabras de Nicanora quedaran relegadas a un par páginas de un libro destinado a coger polvo en un estante cualquiera. Una prueba del pasar del tiempo. Casi un siglo y medio después, en 1996, fue incluido en su Obra Completa, editada por la Fundación Rosalía de Castro en la tierra de la escritora.
"Mi querida Eduarda: ¿Seré demasiado cruel, al empezar esta carta, diciéndote que la tuya me ha puesto triste y malhumorada? ¿Iré a parecerte envidiosa de tus talentos, o brutalmente franca, cuando me atrevo a despojarte, sin rebozo ni compasión, de esas queridas ilusiones que tan ardientemente acaricias?", comienza. La misiva es una tentativa de apertura de ojos. Una mujer que conoce bien el mundo literario —y, sobre todo, el distante plano en el que las mujeres se relacionan con él— e intenta alejar de la mente de su amiga la idea de sumergirse en él. "Eduarda, aleja de ti tan fatal tentación, no publiques nada y guarda para ti sola tus versos y tu prosa, tus novelas y tus dramas: que ese sea un secreto entre el cielo, tú y yo. ¿No ves que el mundo está lleno de esas cosas? Todos escriben y de todo. Las musas se han desencadenado. Hay más libros que arenas tiene el mar, más genios que estrellas tiene el cielo y más críticos que hierbas hay en los campos". Una intención, la de Nicanora, limpia; pues, a pesar de ser consciente de lo que sus letras podían suponer para su amistad, se sacrifica y se permite el privilegio de exteriorizar su sentir. Los amigos, dicen, "nunca nos dicen lo que queremos escuchar, sino lo mejor para nosotros". Simple y claro el objetivo: intentar evitar el sufrimiento que deriva de ser mujer y tener a bien relacionarse, de la manera que sea, con las letras. Escribirlas, sentirlas, respirarlas.
En un siglo en el que todos los ámbitos de la vida, excepto el hogar, eran "espacios de hombres"; ¿qué cabe esperar de la literatura, un mundo en el que aún hoy existen ciertas cosas de las que avergonzarse? Siendo realistas, poco. De ahí la prisa de Nicanora en hacer a Eduarda consciente de la boca del lobo a la que se dirigía. "Pero es el caso, Eduarda, que los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo, y éste es un nuevo escollo que debes temer tú que no tienes dote. Únicamente alguno de verdadero talento pudiera, estimándote en lo que vales, despreciar necias y aun erradas preocupaciones; pero… ¡ Ay de ti entonces!, ya nada de cuanto escribes es tuyo, si acabó tu numen, tu marido es el que escribe y tú la que firmas", continúa el escrito.
Rosalía no fue la única en dar cuenta de la situación de las mujeres escritoras. Lo prueba el montón de escritos de contemporáneas en los que se trata la misma cuestión. Sin embargo, pocos se asemejan en forma y contenido a la carta de Rosalía. Por un detalle por encima de todo: el acercamiento a la cotidianidad de la realidad que presenta. Un mar de ejemplos de la vida diaria; pequeños obstáculos para ilustrar la situación, sin necesidad de hablar de los grandes males. El intrusismo, la conciliación de la vida familiar, los comentarios desafortunados, las múltiples responsabilidades para con los maridos o las envidias. Una mirada de todo eso que tiende a no ser protagonista de las líneas de protesta de la época. "Sobre todo los que escriben y se tienen por graciosos, no dejan pasar nunca la ocasión de decirte que las mujeres deben dejar la pluma y repasar los calcetines de sus maridos, si lo tienen, y si no, aunque sean los del criado. Cosa fácil era para algunas abrir el armario y plantarle delante de las narices los zurcidos pacientemente trabajados, para probarle que el escribir algunas páginas no les hace a todas olvidarse de sus quehaceres domésticos, pudiendo añadir que los que tal murmuran saben olvidarse, en cambio, de que no han nacido más que para tragar el pan de cada día y vivir como los parásitos", prosigue.
Por lo que cuenta y —también— por lo que no. Las escasas tres páginas de la carta son un manojo de luz. El papel de los hombres en el obligado silencio de las mujeres, el arraigo de ciertas creencias, el recurrente desprecio, la emética chulería de muchos rostros con cejas pobladas y narices grandes. ¿Quién hablaba, por aquel entonces, de todo esto? Nadie. "Yo, a quien sin duda un mal genio ha querido llevar por el perverso camino de las musas, sé harto bien la senda que en tal peregrinación recorremos. Por lo que la mí respecta, se dice muy corrientemente que mi marido trabaja sin cesar para hacerme inmortal. Versos, prosa, bueno o malo, todo es suyo; pero, sobre todo, lo que les parece menos malo y no hay principiante de poeta ni hombre sesudo que no lo afirme".
Con todo, una conclusión —la que busca plasmar Rosalía— pesimista. O, quizás, simplemente realista: ser mujer y escritora es una quimera. Como lo era, en ese momento y por desgracia, casi todo lo que alejara las señoras de remover el puchero o pasar el trapo. "Pero no creas que para aquí el mal, pues una poetisa o escritora no puede vivir humanamente en paz sobre la tierra, puesto que, además de las agitaciones de su espíritu, tiene las que levantan en torno de ellas cuantos la rodean", sentencia Nicanora hacia el final.
Las letras son, sin duda, las mejores maestras del pasado. Las únicas capaces de mostrar una realidad que ya fue y no va a volver. Una que ojos presentes jamás alcanzarán a ver. De las letras uno aprende. Como también lo hace del tiempo, de los errores y de los gritos. Quiero pensar que las ordenadas por Rosalía en esta carta no son menos; que de alguna manera empujaron a alguien a dar los primeros pasos del cambio lento —aún en proceso— de mentalidad que permite que hoy sea cada vez menos probable encontrar cartas como ésta.
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