Este artículo se publicó hace 3 años.
Cuando las cartas y pertenencias de los represaliados franquistas remiendan la memoria
En el reino del silencio, los cajones guardaron lo que no se pudo hablar. El franquismo negó hasta la existencia de los represaliados. La resistencia estuvo dentro de las casas. Una fotografía cosida, unos gemelos, una despedida en un paquete de tabaco. En todas esas cosas es donde habitó el recuerdo.
Luzes-Público / Olaia Tubío
A Coruña-
La historia de José Rodríguez Silvosa acabó de zurcirse con unos gemelos. Lo que su familia sabía es que había sido el sastre de Lugo, y que vestía siempre elegante. Lo que tardaron en conocer es que en el 36 ayudó a organizar la resistencia al golpe de estado en Monforte. Cuando la tentativa fracasó, tuvo que huir rápidamente. Fue para la casa de unos vecinos que le dieron cobijo durante un par de años. Allí vivió escondido, hasta que una noche llamaron a la puerta.
Antes de salir al encuentro con la muerte, el sastre vistió su mejor traje. Gracias a una investigación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), se llevó a cabo la exhumación de su cuerpo en Castroncelos (A Pobra do Brollón) en 2016. En la fosa encontraron, además del cuerpo, los zapatos que calzaba, el cinto, las llaves, los botones de nácar y los gemelos de su último terno. Estos objetos fueron guardados por la familia y les permitieron dar la última puntada a los remiendos que tejieron sobre la memoria del sastre.
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Una fotografía de estos gemelos de José Rodríguez Silvosa estuvo expuesta en el Museo do Pobo Galego como parte de Las pequeñas cosas, una muestra que habla de la represión franquista, pero que lo hace desde el afecto y la resistencia. Fue creada por el colectivo de antropólogos Mapas de la memoria y nace de un extenso trabajo de campo que realizaron en Ciudad Real. Los investigadores llegaban a las casas y preguntaban por las personas que habían sido asesinadas. Las familias les enseñaban los objetos de los ausentes que tocaron, besaron y en los que materializaron los recuerdos. De esta fuerza que emanan las pertenencias nació Las pequeñas cosas. «Una de las ideas del proyecto es sacar a la luz objetos o cosas pequeñas, no solo en cuanto a la dimensión, sino pequeñas de una manera simbólica en cuanto que no ocuparon ningún tipo de significado en las parcelas de tipo de poder ninguno», cuenta Julián López, antropólogo de Mapas de memoria.
Buena parte de estos objetos son cartas. En medio del infierno, escribir era como respirar. Anastasio Godoy le pidió en varias ocasiones a la familia que vendiera su única posesión: un armario. Con lo que pagaran por él podrían comprar papel y sellos para mandárselos a la prisión. Las cartas le permitían seguir en contacto con su esposa, Benita Lillo, presa en otra cárcel. «Ya tengo tu retrato y para qué decirte las veces que lo miraré», le escribió Anastasio a Benita. Y no solo lo miró. También parece que lo acarició, besó, apretó contra su cuerpo y dejó caer las lágrimas en él. Anastasio Godoy fue fusilado en 1941. Sus pertenencias volvieron con su familia. Entre ellas estaba la foto de Benita, que regresó arrugada, rumbo y cosida por Anastasio. «Las costuras y grietas no son solo signos del paso del tiempo, son, sobre todo, metáforas de las resistencias cotidianas al olvido», explica Julián López en la exposición virtual que Mapas de memoria hizo en su web.
La inauguración de la muestra fue el pasado diciembre en Madrid y, desde entonces, Las pequeñas cosas se convirtieron en una bola de nieve. «Decidimos darle una vuelta a la exposición, convertirla en itinerante y hacer que los objetos llamen a otros objetos, dando importancia a que nuevas cosas de los lugares por los que transita se incorporen a la exposición», explica Jorge Moreno, antropólogo y comisario de la muestra. La primera parada fue en Santiago, el Museo do Pobo Galego inauguró la exposición, en el marco de la 15ª Muestra Internacional de Cine Etnográfico. Viajaron hasta aquí las historias recogidas en Ciudad Real y se encontraron con sus análogas en Galicia.
El Museo, junto con la ARMH y O Faiado da Memoria, le sumaron a la exposición los objetos que hablan de la represión en Galicia. Las piezas de la muestra «tienen el cometido de hacer una recuperación de la memoria, pero lo hacen desde el hecho de ser objetos íntimos, personales, que apelan a las emociones y que representan la ausencia de personas robadas», explica Ana Estévez, una de las coordinadoras de la exposición en el MPG. Tras su paso por Santiago y el Fórum Metropolitano de A Coruña, Las pequeñas cosas hizo después parada en Lugo, en la Cárcel Vieja de la ciudad.
«Te mandaré hilos y agujas»
Algunos de los objetos de la muestra fueron hechos en prisión para ser enviados a los seres queridos. Uno de ellos es el cofre que hizo Manuel Díaz Huergo en la cárcel de Lugo. Está decorado con motivos que parecen cervantinos. «Fue un objeto que quedó en casa de mis abuelos y finalmente llegó a mí», cuenta Xurxo Cegarra, bisnieto de Manuel Díaz. «Para mí era como el cofre del tesoro, guardaba las propinas en él, porque escuchaba que había sido hecho en la cárcel y me tenía un poco de misterio y de embrujo», recuerda. También hay objetos que se hicieron para llevar mejor la vida en la prisión. Victoriano García Martí elaboró, junto con sus compañeros, una baraja para poder echar la partida. Cuando salió de la cárcel la llevó consigo y, una vez que él murió, quedó en la familia como un objeto muy querido.
En la cárcel de A Coruña fue dibujado uno de los retratos que están en las vitrinas de la muestra. El arquitecto catalán Jordi Tell trabajaba como diplomático en la Embajada de la República española en Berlín. A partir del 36, es perseguido por la Gestapo y finalmente detenido y enviado a la cárcel de A Coruña. En ese año que estuvo preso, hizo buenas migas con el pintor Mario Granell. De esa amistad salió el retrato que el pintor empleó como postal para escribirle unas palabras a su familia.
Luís Bouza-Brey pasó la Navidad del 36 en la prisión de la isla de San Simón. Era abogado, militaba en el Partido Galeguista y pronto lo detuvieron. El 28 de diciembre su madre, Orencia Trillo, le escribió una carta después de hacerle una visita. «Cuando te mande alguna cosa, te mandaré hilos y agujas (...) pues te vi el jersey roto y te pueden escapar todos los puntos». También ofreció hacerle llegar otra manta, porque el frío, dice, «es muy grande». En el siguiente invierno, «Lucho» volvió para la casa. Su hermano, Fermín Bouza-Brey, consiguió que lo liberaran y fue a esperarlo a la puerta. Y allí mismo, con San Simón a espaldas, vistiendo las mejores galas, hicieron la fotografía pertenece a la exposición, junto con la carta de Orencia Trillo.
Cristina Peinó remendó una historia que está marcada por las cartas que llegan tarde. Ella no conoció a su abuelo, Rafael Peinó, y nunca le contaron que había pasado con él. Un día, moviendo cosas entre habitaciones de la casa familiar, encontró una carta de él. Estaba dirigida a su esposa, Cristina Mosquera, y había sido escrita desde la cárcel de Lugo. Sus padres y tíos ya no estaban y no tenía a quién preguntarle nada. Dentro de la familia nunca se habló de esto. La carta se había guardado en silencio durante dos generaciones. Cuando la encontraron, los nietos comenzaron a tirar del hilo y accedieron al historial de su abuelo gracias a la ARMH. Así fue como remendaron parte de su pasado familiar.
Supieron que Rafael había sido sindicalista en Vegadeo, que casó con su abuela cuando ya estaba en la cárcel y que fue fusilado. «Mi abuela se movió hasta el último momento para liberarlo y consiguió que le conmutaran la pena. La carta de la conmutación llegó a la cárcel un día después de que lo fusilaran. Era costumbre que llegara antes esta carta a la familia que a la cárcel», relata Cristina Peinó.
También hay historias con un final menos amargo, como es la de Sandalio Alonso, que consiguió huir de la prisión. Era miembro del Partido Socialista y alcalde de Boñar. Tras ocupar diversos cargos en la resistencia en Madrid y Barcelona, tuvo que escapar a Burdeos. Allí conoció y se enamoró de Rosina Villaverde, hija de Elpidio Villaverde, quien había sido alcalde de Vilagarcía de Arousa. A los pocos días, ella embarcó rumbo a Buenos Aires. Él fue tras sus pasos y consiguió un sitio en el Winnipeg, el barco fletado que llevó a más de 2000 refugiados españoles hasta Chile; una iniciativa impulsada por el poeta Pablo Neruda y por el embajador republicano de España, Rodrigo Soriano. En la exposición hay una fotografía de ese viaje en la que se ve a Sandalio fumando en la cubierta del Winnipeg. Cuando el barco atracó en Buenos Aires, las autoridades no lo dejaron bajar. Tuvo que continuar el viaje hasta Chile. Allí desembarcó, cruzó los Andes a pie, llegó a Argentina y se encontró con Rosina Villaverde. Cuando finalizó la dictadura, regresaron juntos a Vilagarcía.
Zurcir la historia
La foto de Sandalio Alonso está en las vitrinas de la exposición. Otros objetos son mostrados a través de imágenes. Los investigadores fotografiaron las pequeñas cosas y escribieron sus historias. Construyeron una narración hecha a través de microrrelatos. Son historias que se leen a través «de las arrugas de los objetos, de las costuras» para ver y descifrar en ellos una «memoria que tuvo que ser escondida y murmurada», explica Moreno. De puertas para fuera, no podían hablar ni mostrar su dolor. Pero dentro, en el luto perpetuo al que fueron condenados, se agarraron de la memoria de los ausentes. «Lo que nos interesa es cómo esos recuerdos contados por la gente se transmitieron hasta hoy y cómo dan cuenta de una cierta marginalidad a la que estuvieron sometidas muchas de las familias y de los relatos», señala el antropólogo.
El relato de Bruno Martínez no fue transmitido. Él vendía churros, era de Ribadeo e iba a las ferias del entorno en su Ford T. En verano de 1919, sin él saber casi nadar, le salvó la vida a un hombre que estaba en el barco El Insumergible cuando hundió. Le dieron un diploma y una medalla. Él y sus hermanos eran de izquierdas, no militaban. En el 36 llamaron a su puerta de Cabanela (Ribadeo) y lo llevaron preso. A su hermana también, la acusaban de requisa de armas. Pasado un mes, Bruno y otros cuatro hombres fueron asesinados en las curvas de Prado (Mondoñedo). Su hermana estaba en la cárcel, no hubo despedidas. Cuando salió de la prisión, colgó la medalla y el diploma de Bruno en la pared de su casa. Su nieto, Miguel Freire, creció viendo estos objetos y sin saber quién había sido aquel tío suyo. Cuando su padre y su abuela ya habían muerto, Freire fue a Mondoñedo a investigar aquella historia. Descubrió que su tío Bruno tenía seis dedos y que había sido enterrado en una fosa individual. «Esa sepultura era provisional y, si no se pagaba, había que desalojarla. Como de aquella no podías sacar el cuerpo de allí, tuvieron que hacerlo de manera clandestina. Mi padre y unos amigos del fútbol fueron y sobornaron al enterrador», recuerda Freire.
Un diploma o una carta permitieron remendar la historia familiar. Una fotografía o unos pequeños botones hicieron que los recuerdos se transmitiesen hasta hoy. «El foco no está tanto en el objeto como en la persona o en la familia que lo tuvo (...), no es sobre una persona ausente, sino sobre la relación entre personas y ausentes mediada por los objetos», explica María García, antropóloga de Mapas de memoria. Es por eso que la exposición habla desde el presente, desde la memoria y el afecto de los que siguen vivos.
En el pantalón de Heliodoro Meneses estaban los objetos que la familia había de conservar como tesoros. Lo fusilaron de noche ante los ojos de su primo, que observó el crimen escondido. Una vez que los cuerpos quedaron abandonados, se acercó a ellos y metió a mano en los bolsillos de Heliodoro. Cogió todo lo que llevaba encima. Un paquete de tabaco, papel de liar, una caja de cerillas, una goma de borrar, un trozo de lápiz y una pinza. La familia envolvió todas estas cosas en un paño en el que se pueden ver restos de sangre. Esos objetos de lo cotidiano que estaban en sus bolsillos, fueron los soportes de la memoria de Heliodoro.
Vicente Verdejo sabía que le quedaban pocas horas de vida. No quería marchar del mundo sin despedirse. Metió la mano en el bolsillo y encontró su último paquete de tabaco. Cogió un lápiz y, en el reverso del cartón, le escribió a su esposa. «Carmen, en este momento cojo el lápiz para despedirme de ti y de nuestros hijos (...). Recibes todo el cariño de este, que hasta la muerte te está queriendo», escribió Verdejo. Y puede ser justamente ese cariño que emana de un paquete de tabaco viejo y gastado lo que permita apelar a la empatía.
Julián López habló de estos objetos en un artículo llamado «Pequeñas cosas de un tiempo de espinas» donde apuntó hacia un posible cometido de la muestra. «Verificar si el conocimiento público de esas pequeñas cosas mundanas y privadas, montones de arrugas, de remiendos y de lágrimas, puede (si no tener eco entre los culpables) por lo menos afectar a aquellos otros cuya neutralidad ideológica, y yo diría que también moral, hizo tanto daño en los procesos de reconocimiento y reconciliación», concluye el antropólogo.
Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público.
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