Este artículo se publicó hace 4 años.
Régimen de PinochetEl Museo de la Memoria de Chile cumple una década en mitad de un estallido social que no olvida la dictadura
Las reclamas de los manifestantes en el ya conocido como despertar de Chile se remontan a un modelo económico y social heredado del régimen de Pinochet.
Marta Maroto
Santiago De Chile-
Uno de los emblemas del proceso de diálogo colectivo y búsqueda de respuestas que se llevó a cabo en Chile tras la vuelta a la democracia es el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. En pleno estallido social en el país, la institución celebra este sábado su décimo aniversario interpelado por una sociedad que ya creía enterrados los abusos y la violencia policial de la dictadura de Pinochet. Sin embargo, las violaciones de derechos humanos contra manifestantes por parte de las fuerzas de seguridad han vuelto a abrir la herida aún por cicatrizar de la dictadura.
Margarita (80 años) pasó tres días sin salir de su casa en el centro de Santiago cuando el Gobierno chileno declaró el estado de emergencia y sacó a los militares a las calles, un día después del comienzo de la mayor oleada de protestas que ha vivido el país en las últimas tres décadas. Permaneció quieta en la cama, siguiendo las noticias por televisión e implorándole al pasado que no volviera. A Miguel (60), el fantasma de la persecución y el régimen militar le llevaron a quemar los libros de izquierda que llevaba guardando durante años.
Pese a los recuerdos y similitudes que puedan surgir por la represión de Carabineros contra manifestantes desarmados, desde el Museo de la Memoria y el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) se apresuran en asegurar que Chile acumula más de treinta años de avance democrático y nada puede asemejarse a la época del régimen militar. Existe una justicia independiente —la única capaz de tomar acciones y prohibir el uso de balines y armas letales contra manifestantes— e instituciones que se encargan de salvaguardar este sistema.
Sin embargo, sí “hemos aprendido duramente que en democracia también se pueden violar los derechos humanos”, señala Francisco Estévez, director del Museo, “nuestro país ha fracasado, la clase política ha fracasado y se ha producido un grave retroceso en el Nunca Más, un pacto comprometido con los derechos humanos y con un régimen democrático que diera garantías de libertad y desarrollo”.
Ante los sucesivos informes de atropello y abuso policial contra manifestantes —Human Rights Watch, Amnistía Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), y más recientemente, el documento del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH)—, el Museo de la Memoria se ha convertido, según Estévez, en “un centro de resistencia cultural”. En esencia, el mismo tipo de oposición que en 1988 votó en contra de mantener el modelo ideológico y autoritario del general Augusto Pinochet, asevera el historiador.
Estévez habla entonces de la desigualdad social que genera el modelo de crecimiento chileno y considera que el cuestionamiento actual tiene que ver con una “crítica a la democracia elitista”, que no comparte su riqueza. “Pese a esa crítica a la democracia no se puede decir que esto sea una dictadura, porque entonces no existiría este Museo”, concluye.
No son treinta pesos, son treinta años
“No son treinta pesos, son treinta años de abusos”, ha sido uno de los lemas que más se escuchó aquel 18 de octubre en el que el pueblo de Chile salió a la calle a manifestarse. Siguiendo la estela de los estudiantes, comenzaron a saltarse los torniquetes del metro ante la subida de pocos céntimos del billete y terminó paralizando la capital entera. Aquel acto simbólico se convirtió en un movimiento popular y masivo contra la idea de democracia y sociedad neoliberal que todo lo mercantiliza instaurada en dictadura, lo que puede interpretarse como una negación, por tanto, de una transición a la democracia que ha no ha cumplido sus promesas.
Y ha fallado al mantener la sensación de impunidad ante la corrupción y la violencia policial —”Sin memoria no hay justicia”, se lee en las calles de Chile—. Una idea que ha ido alimentándose durante años con casos tan paradigmáticos como las clases de ética a las que han sido condenados los cabecillas de un fraude millonario —caso Penta y SQM—, o el mensaje de audio del director general de Carabineros asegurando que no daría de baja a ningún policía, en un momento en el que ya se contaban por cientos las personas que habían perdido la visión de un ojo.
“Tenemos un problema grave en cuanto a la autonomía de Carabineros con respecto a las autoridades políticas y democráticas”, afirmaba Sergio Micco desde su oficina como director del Instituto Nacional de Derechos Humanos. El órgano supervisor publicó hace poco un informe en el que pedía una reforma de la Institución policial.
Y la transición a la democracia ha fallado también, asegura la profesora e historiadora Daniela Carvacho, al dejar al margen a una masa de rotos desarticulados por una Constitución pensada en dictadura para “desarmar el tejido social que había dado lugar al primer Gobierno social de Latinoamérica”, en referencia a la Unidad Popular de Salvador Allende.
“Estas personas que salen a la calle son quienes durante estos treinta años han recibido diversos incentivos para desafectarse de la idea de democracia. Son gente a la que se le prometió la movilidad social en la teoría del neoliberalismo a través del chorreo de la riqueza y que nunca le llegó, sin embargo, sí le llegó las deudas”, apunta Carvacho.
Esa animosidad contra la política tradicional, falta de liderazgo y capitalización del estallido por parte de algún actor político está relacionada con dos elementos que, resalta Elizabeth Lira, decana de psicología de la Universidad Alberto Hurtado, que son la complejidad y heterogeneidad de la masa que protesta: pueblos indígenas, pensionistas, estudiantes y clases altas, medias y bajas, de las comunas más pobres y marginales de Santiago, se manifiestan cada viernes en la rebautizada Plaza Dignidad, antigua Plaza Italia.
Esta amalgama de rostros y demandas sí ha alcanzado a converger en un grito en común por una nueva Constitución, coinciden los expertos. Habrá que esperar a ver cómo evolucionan los procesos y la temperatura en las calles para sacar conclusiones, insiste Lira. Y habrá que ver, en un pueblo con un pasado autoritario tan reciente, en unas reivindicaciones en las que protestan todas las generaciones, cómo se va construyendo esa memoria colectiva que algún día, espera Estévez, incorporará a sus expositores el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
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