Los mandos de la policía francesa estuvieron de huelga la semana pasada. Llegaron a las comisarías y depositaron sus armas en la mesa del comisario.
No es que estuvieran en huelga por solidaridad con los jóvenes de las barriadas, que estos días celebran el segundo aniversario de la revuelta de los suburbios. Protestaban contra una promesa incumplida por Nicolas Sarkozy: todavía no han cobrado las horas extras que tuvieron que echar para apagar el incendio social de noviembre de 2005.
Al menos un punto tienen en común los policías y los jóvenes de las barriadas: las promesas incumplidas. Dos años después de la insurrección, la Banlieue, los barrios deprimidos, sigue siendo la asignatura pendiente de Nicolas Sarkozy.
La prometida seguridad ciudadana no llega; los créditos para reforzar la educación faltan; los servicios públicos no han mejorado; y en el combate por la 'igualdad de oportunidades' para la población joven de estas ciudades dormitorio segregadas se está muy lejos de la 'discriminación cero' prometida por el presidente.
La revuelta ofreció imágenes de adolescentes enfrentándose a la policía en un país occidental en estado de emergencia. Se globalizó la idea de una Francia al borde de la guerra civil o incluso étnica, según la versión de medios norteamericanos que afirmaron que para ir a los suburbios era preciso llevar chaleco antibalas.
En realidad, la rebelión fue una auténtica insurrección republicana que marca aún hoy la agenda social. Decenas de miles de jóvenes para quienes la igualdad multirracial es una verdad incuestionable se alzaron contra la autoridad por una razón precisa: la muerte de dos de los suyos, dos jovenes de origen inmigrante, quemados en un transformador eléctrico de Clichy-sous-Bois (periferia noreste de París) cercados por un grupo de policías.
La revuelta de los jóvenes de Clichy se propagó como la pólvora a todo el cinturón de París, primero, y a más de cien barrios populares de toda Francia, después. No fue ajeno a esa extrema violencia el propio Nicolas Sarkozy, que decretó el estado de emergencia el 8 de noviembre de 2005.
Dos días antes de la tragedia de Clichy, el entonces ministro de Interior había protagonizado un violento altercado con jóvenes, a los que calificó de 'chusma', en Argenteuil, otro barrio popular de París.
Tras varias semanas de disturbios y la quema de miles de coches, cientos de comercios y decenas de instalaciones públicas, quedó patente la realidad de unos adolescentes politizados y conscientes de las discriminaciones, que rompían así con el nihilismo de la generación que les precede.
uchas promesas hizo la clase política a los adolescentes que habían puesto el país patas arriba. Muy pocas se han cumplido.
La insurrección de los barrios populares fue el laboratorio en el que Sarkozy, candidato a la presidencia, puso a prueba su programa de mano dura policial y judicial con los rebeldes, y, al mismo tiempo, de aparente mano tendida a las minorías.T
ras declarar el estado de emergencia, hecho sin precedentes en la Francia metropolitana durante la V República, y lanzar una implacable maquinaria judicial contra los jóvenes rebeldes, el candidato y hoy presidente incluyó en su programa una larga lista de promesas de corte social.
'Voy a proseguir el desmantelamiento de las bandas organizadas' y 'reinstalar la República en las barriadas'. Ésta fue la primera promesa que hizo Sarkozy y su obsesión desde 2002, el año en que entró por primera vez en el Ministerio de Interior.
En su libro Temoignages (Testimonios), publicado en 2006, el presidente da una idea bastante clara de sus singulares ideas.
Tras abordar en un suspiro el problema de la revuelta de los jóvenes, pasa de puntillas por el de la inmigración -'muchos problemas de nuestras barriadas son el resultado de una política de inmigración incontrolada', dice- antes de desembocar en la descripción amplia de un paisaje de barrios donde domina 'la ley de las bandas', que 'imponen el miedo a miles de nuestros compatriotas'.
En 2002, ya ministro de Interior, su primer invento fueron los llamados Grupos de Intervención Regional (GIR), cuyo objetivo era 'descabezar las redes mafiosas'. El problema es que sus intervenciones-puñetazo en los barrios iban sistemáticamente precedidas por las cámaras de televisión, alertadas por el propio ministro. Al verlas llegar, los 'jefes mafiosos' de los que hablaba Sarkozy desaparecían.
El resultado es que las operaciones de estos agentes rara vez han conducido a algo más que la detención de un par de delicuentes con un gramo de costo encima.
Tras los GIR, Sarkozy se inventó el refuerzo de las Brigadas Anti Criminalidad (BAC), a quienes ciertos jóvenes llaman sarkow-boys. Un líder asociativo de barrio explica a Público que 'el problema radica en que estos policías intervienen siempre en caliente, en unos minutos, sin conocer los barrios. Tienen casi tanto miedo como los jóvenes que detienen. Pero son ellos los que llevan las armas y siempre están al borde de la chapuza. Es un círculo vicioso que alimenta la desconfianza en la policía'.
Después de las BAC, llegaría la extensión del despliegue de otras unidades de policía en torno a los suburbios, como si se tratara de sitiar a los inmigrantes. La huida hacia adelante policial lleva una guinda tecnológica: miniaviones policiales sin piloto sobrevolarán las barriadas a partir de enero precediendo las intervenciones de agentes humanos.
Sarkozy es capaz de todo con tal de no reconocer que ha suprimido la policía de proximidad. El fracaso de la paranoia tiene un símbolo brutal en el propio Clichy-sous-Bois. Poco después de la revuelta, Sarkozy prometió una comisaría de barrio e incluso visitó unos terrenos. Siguen en barbecho.
En otro difícil suburbio parisiense, el de Sevran, el alcalde se queja de que le han reducido la dotación policial de 120 a 90 agentes. Las cifras de criminalidad no mejoran; al contrario, las agresiones han aumentado.
La segunda promesa de Sarkozy fue la de poner en marcha un 'plan Marshall', que se traduciría en 'servicios y transportes públicos, así como comercios de proximidad que volverán a abrir en las barriadas'.
Nicolas Sarkozy llegó al poder a primeros de mayo pasado y lanzó una vorágine legislativa con una sesión extraordinaria del Parlamento destinada a 'aprobar leyes urgentes'.
Durante la campaña había prometido que una de ellas sería este 'plan Marshall'. A lo mejor fue porque no hubo tiempo, pero lo cierto es que el proyecto quedó relegado y sigue sin aprobarse. Se prevé que llegue en enero de 2008, pero ningún alto cargo pondría su mano en el fuego por ello.
Mientras tanto, los diferentes presupuestos de la Delegación Interministerial para la Ciudad siguen regidos por leyes de la legislatura anterior, que conllevaron un recorte importante de subvenciones a las asociaciones de barrio.
Sí ha aumentado el presupuesto destinado a la renovación urbana, que provoca un ritmo importante de demoliciones de vivienda social, superior al ritmo de construcciones.
Lo que ha puesto el grito en el cielo de la asociación de alcaldes Villes et Banlieues (Ciudades y Suburbios), es una medida contenida en la ley de presupuestos 2008, recientemente aprobada.
Para el año venidero, el Gobierno frena el programado aumento de un fondo, la Dotación de Solidaridad Urbana (DSU), capital para financiar servicios públicos en barrios pobres. La DSU compensa la falta de ingresos fiscales en los suburbios donde los municipios no recaudan casi nada en cuanto a impuesto de sociedades, puesto que ninguna empresa se instala en ellos-, transfiriéndolos desde otros municipios.
El aumento de esta dotación previsto en 120 millones por año pasará a 93 en 2008. Esto 'no es aceptable para unas ciudades que deben elevar su oferta de servicios públicos', dice la asociación Villes et Banlieues.
El regreso a Clichy-sous-Bois se impone.
Al acabar los disturbios, Nicolas Sarkozy y el diputado electo de su partido, Eric Raoult, hablaron de más autobuses, un tranvía y de la apertura de una agencia de empleo para esta ciudad dormitorio. Sigue sin haber agencia de empleo, sólo alguna línea de autobús ha ampliado sus horarios, y el tranvía aún no existe debido al desacuerdo entre el Gobierno central y el regional. Bienvenido Mister Marshall.
'Morts pour rien'.
La tercera promesa que hizo Sarkozy clamaba contra la discriminación racial: 'No acepto que nuestros jóvenes sean discriminados a causa del color de su piel o de su origen social'.
La lucha contra la discriminación fue uno de los grandes fracasos de la izquierda francesa en el cambio de siglo y quizá la razón principal de su pérdida de peso en las barriadas.
Jacques Chirac, predecesor de Sarkozy, fue el primer líder derechista francés en comprender el potencial de esta lucha y, a partir de 2002, lanzó una serie de reformas, como la creación de una Alta Autoridad de Lucha contra las Discriminaciones y para la Igualdad (HALDE) en 2004.
El organismo efectúa investigaciones de forma independiente y puede formular dictámenes ante la Justicia. Su misión más prometedora era la de poder instar a las autoridades para que sancionaran cualquier práctica discriminatoria.
Ese poder nunca se ha ejercido. Un candidato con nombre africano, magrebí o surasiático de uno de los 400 barrios mal vistos de Francia sigue teniendo siete veces menos oportunidades de llegar a una entrevista de empleo que su par de apellido francés y de barrio fino, según los estudios efectuados por las asociaciones.
Sarkozy ha abierto su Gobierno a mujeres de las minorías visibles y así ha humillado al centro izquierda.
El presidente aparece ante la opinión rodeado de francesas de la diversidad: la africana Rama Yade, viceministra de Derechos Humanos, y las magrebíes Rachida Dati y Fadela Amara, respectivamente en Justicia y en Asuntos Urbanos.
Es un avance incuestionable, pero no tiene nada que ver con la lucha antidiscriminación. Es más, por el momento es precisamente ese reflejo multirracial del Gobierno el que permite que circulen ideas discriminatorias, como la del 'plan antigandules para los suburbios', de la propia Fadela Amara.
Regreso a Clichy. En la ceremonia del 27 de octubre en memoria de Bouna y Zyad, los adolescentes que murieron en el transformador, no participó ningún representante del Estado. La completa inocencia de los muchachos ha quedado demostrada. Nicolas Sarkozy aún no ha pronunciado una sola palabra para pedir perdón a sus familias.
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