Járkov
Actualizado:La artillería arrecia con tanta fuerza que tiemblan los pocos cristales que aún siguen intactos en las ventanas. Sergei, que cumplirá 38 años en dos semanas, apremia a ponerse a cubierto detrás de la puerta reforzada de lo que antes era un gran bloque de viviendas. Ahora es una barricada más de la línea de defensa ucraniana en Járkov, un fuerte que ha conseguido frenar el avance ruso por el noreste desde hace casi ya casi un mes.
La segunda ciudad del país, a pocas decenas de kilómetros de la frontera rusa, ha visto convertida en varios frentes de batalla su periferia norte desde el primer día de la invasión, y el distrito de Moskovskyi (camino a Moscú, en castellano) es uno de los puntos calientes sobre el mapa [ver fotogalería]. Aquí se habla en ruso, se piensa en ruso, se insulta a Putin en ruso y también se muere en ruso. Quizás por eso, el presidente ruso pensó que podría tomarla sin resistencia en los primeros compases de la invasión. Ahora es solo un cenagal para sus tropas estancadas en una llanura helada después de 27 días.
Moskovskyi solía ser un barrio residencial y más que humilde, con edificios altos y robustos de época soviética, arboledas, parques infantiles y escuelas. Ahora es un campo de batalla en el que apenas se usan los rifles. La guerra aquí se hace con lanzaderas antitanque e intercambios de artillería que llenan de socavones el firme y convierten los coches en amasijos de hierro chamuscado.
Dentro el bloque que abre Serguei, oscuridad y ruido de pisadas sobre vidrios rotos. Todas las ventanas al exterior están tapadas por mantas y cortinas para no revelar la posición durante la noche. Más de diez combatientes recorren pasillos, escaleras y casas de las que alguien se marchó a toda prisa, dejando la ropa en el armario, los dulces en las bandejas y las cremas en la encimera del baño.
En el descansillo de otra planta, una linterna ilumina una cara pálida y unos ojos vendados por la misma cinta azul que los soldados se ponen en el brazo. Es un "merodeador" localizado momentos antes, que está siendo sometido a un interrogatorio. Los robos en las zonas residenciales abandonadas están siendo habituales en una ciudad donde escasean la comida, los medicamentos y cualquier trabajo que no sea hacer la guerra.
Ya hay numerosas imágenes y vídeos de crueles castigos por parte de las tropas ucranianas a los saqueadores detenidos. A este, tras las preguntas, se le da café caliente y cigarrillos, pero Público no volverá a saber de él tras la visita al frente. Lo que más preocupa a este batallón en los trances calmos de la guerra son los posibles informadores rusos. Y el sospechoso, aseguran, es del Dombás, la región que se alzó en armas contra Kiev tras las revueltas del Maidán en 2014 y la caída del Gobierno de Víktor Yanukóvich, cercano a Moscú.
La artillería sigue martilleando de fondo, pero dentro del bloque no hay tensión. Al menos no hoy, no ahora. "Esto es así todo el día. Pero es peor cuando intentan avanzar con los blindados", explica Sergei.
Los rusos están muy cerca de este punto, "a veces a tres o a cinco kilómetros, depende", puntualiza. El sábado pasado fue uno de esos días. "Muy muy duro", reconoce mientras descansa en el catre de una habitación donde solo alumbra una bombilla roja. "Cuando van a avanzar atacan también con aviones", especifica. Él ha sido testigo de todas las intentonas, lleva en la misma posición desde el 25 de febrero, un día después de la invasión. "Hemos cambiado de edificio, pero no hemos retrocedido. Es mi ciudad, nací aquí y moriré para defenderla si es necesario", sentencia Sergei.
Hay varios batallones esparcidos por este distrito, muchos nutridos por combatientes ucranianos que han llegado como voluntarios desde otros países. También el batallón Azov, de ideología neonazi, opera en este entorno. Nadie quiere dar más información de la cuenta, y no solo por seguridad. Dan, que no llega a la treintena, cubre su cara con pasamontañas cuando ve el objetivo de la cámara. "Mis padres no saben que estoy aquí", aclara.
En el recibidor del apartamento que ahora hace de parapeto, los uniformados conversan, toman té caliente y, sobre todo, siguen cualquier novedad en sus teléfonos. En las esquinas se amontonan cartones de cigarrillos, cajas de Red Bull y fusiles AK-47 y AK-74. Sobre un sofá desvencijado, una vieja escopeta de caza reposa junto un moderno antitanque Javelin, el lanzacohetes donado a millares por Estados Unidos a Ucrania un año de antes de la guerra.
"Con eso frenamos bien a los blindados rusos. Cuando vemos que avanzan, subimos a los pisos de arriba y los destruimos", describe Denys, de 46 años. Lleva dos décadas en Francia, donde es conductor, pero no es la primera vez que lo deja todo para luchar en Ucrania. "Combatí en el Donbás durante un año como voluntario, hasta que nos desmovilizaron y regresé", precisa. Cuando las tropas rusas entraron en Ucrania, no tardó ni dos días en llegar a Járkov. "Todos en este batallón tenemos familiares que viven en la ciudad. Por eso luchamos", asevera, aunque en este pelotón hay una atracción por el combate que va más allá del patriotismo y unas líneas rojas claras en las conversaciones de paz. "El Gobierno no puede hacer ninguna concesión a Putin", asegura otro uniformado, "no hemos luchado por el Donbás para que ahora se ceda a los rusos", enfatiza.
Varias plantas más arriba, otro soldado escruta con sus prismáticos dos columnas de humo negro entre las casas, a escasos 500 metros. "Son de ahora, de cuando habéis llegado", advierte. En sus pies se esparcen las fotos de la boda y los libros de Harry Potter de la familia que tuvo que marcharse a toda prisa de ese apartamento completamente reformado.
Vakhtang, de 35 años, una mole de dos metros de altura, reparte sándwiches de chóped con queso y recomienda agacharse para comerlo. "Mientras más abajo, más seguro". Afirma que ha llegado desde Georgia, donde se dedica a cultivar viñedos y a hacer vino, aunque también acudió al Dombás cuando las regiones prorrusas de Donetsk y Lugansk se autoproclamaron independientes de Kiev en 2014. "Conozco bien a los rusos. Ya hicieron algo parecido en Osetia de Sur. Putin solo quiere esclavos", resume.
Es optimista sobre la resistencia de Járkov. "Los rusos saben bien que esta ciudad es grande y difícil de tomar. Sus tanques aquí tienen pocas oportunidades. Pueden dispararles desde cualquier ventana, por eso solo intenta entrar en grupos pequeños", describe.
La historia avala sus palabras. Esta es la primera batalla por Járkov en el Siglo XXI, pero la ciudad también fue escenario de combates encarnizados durante la Segunda Guerra Mundial. Las tropas nazis se hicieron con ella en 1941, y el Ejército Rojo soviético tuvo que perder tres batallas más hasta que logró recuperarla por completo en agosto de 1943. Putin considera ahora que los nazis han rebrotado en este paisaje que se empeña en arrasar casi a diario.
En la entrada, tras la descarga rusa, los combatientes cargan con sacos de tierra desde las trincheras que cava otro grupo en la base del edificio. Varios voluntarios de las Unidades de Defensa Territorial traen comida y Coca-Cola. También reparten alimentos a una anciana que acude al encuentro con su carro de la compra. "De los 36 edificios que controlamos solo queda gente en ocho", apunta uno de los voluntarios que prefiere no revelar el nombre.
Pero las bombas rusas no caen solo en el norte de Járkov. Además de su plaza principal, la artillería ha golpeado varios edificios del centro, viviendas y locales comerciales. La policía habla de 266 civiles muertos desde el comienzo de la guerra en la ciudad. Nadie habla de bajas militares, en ninguno de los dos bandos, aunque el ayuntamiento calcula que hay cerca de mil edificios destruidos. Eran 600 hace solo una semana.
En el hospital regional, el más grande la ciudad, llevan varios días con cierta calma desde que el avance ruso se ha estancado y los bombardeos parecen centrarse en la línea del frente. Pavel Svirepo, de 62 años y dos décadas de carrera de medicina a sus espaldas, asegura que duerme en el hospital desde el 24 de febrero.
Los sótanos del edificio son más seguros que su casa y, además, "las emergencias son constantes". Las primeras semanas de invasión, su equipo realizaba una media de 30 intervenciones diarias. "Ha habido días que he operado hasta seis veces", dice. "Los pacientes de los bombardeos suelen llegar a la vez y ya tarde al hospital. Hemos tenido que trabajar varios médicos a la vez para sacar la metralla de un solo paciente", dice mientras muestra algunos de los fragmentos extraídos.
"No sé cuánto va a durar esto. Confiamos en nuestros soldados. Desde estas ventanas hemos visto cómo derribaban helicópteros rusos. Al menos ahora volvemos a tener electricidad y medicamentos, pero hace poco más de una semana la situación era crítica", comenta.
En las calles no son muchos los que salen aun durante el día. Sobre todo, hay un constante trasiego de voluntarios que preparan alimentos y material para los soldados y los equipos de emergencias en cada cafetería que ahora está cerrada. En las bocas del metro se arremolinan para robar unos rayos de sol al día los que ahora viven a cubierto en el subsuelo, y en las televisiones que está encendidas, salen los mismos presentadores en todos los canales ofreciendo el parte de guerra y las últimas declaraciones del presidente Zelenski.
"Nadie veía en él a un líder cuando ganó las elecciones", dice Oleg, otro de los combatientes en el distrito de Moskovskyi. "Ahora sí parece preparado para luchar y mucha gente le apoya, pero depende, dependemos, de Occidente", asegura. Valora el apoyo internacional, aunque todavía espera más. "Al fin y al cabo, nosotros luchamos aquí contra el principal enemigo de EEUU. Estamos haciendo la guerra que ellos no quieren hacer", zanja.
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