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MOSCÚ.- El 26 de diciembre de 1991 se acabó un mundo. La URSS, el país que seguramente más determinó la historia del siglo XX, había dejado de existir. “Revisando la historia de las relaciones internacionales en la era moderna, la cual puede considerarse que se extiende desde mediados del siglo XVII hasta el presente, creo que es difícil pensar en cualquier otro acontecimiento más extraño y asombroso, y a primera vista más inexplicable, que la repentina y total desintegración y desaparición de la escena internacional […] de la gran potencia conocida sucesivamente como el Imperio ruso y luego la Unión Soviética”, dijo en 1995 el diplomático estadounidense George F. Kennan.
De aquel proceso de desintegración política (que se aceleró tras el intento de golpe de Estado en agosto de 1991 y fue sellado en el tratado de Belavezha del 8 de diciembre), de sus causas y de sus consecuencias, se han escrito y se escribirán con toda seguridad muchísimos análisis. En Armaggedon Averted. The Soviet Collapse 1970-2000 (Oxford University Press, 2008), el historiador Stephen Kotkin, además de proporcionar una explicación consistente de los hechos, ofrece un enfoque poco habitual.
Como sugiere el título, la desintegración de la URSS podría haberse desarrollado de acuerdo a un escenario de enorme violencia, como ocurrió por ejemplo con Yugoslavia, pero con una considerable diferencia: en 1991 “el sistema soviético aún poseía un ejército y un aparato represor más grande y más poderoso que cualquier otro Estado en la historia.
Tenía armas nucleares más que suficientes para destruir o chantajear al mundo, y un arsenal de armas químicas y biológicas, con todos los sistemas para lanzarlas. La Unión Soviética también tenía más de cinco millones de soldados, desplegados desde Budapest hasta Vladivostok, y cientos de miles más de tropas en los batallones del KGB y el Ministerio del Interior. Estas fuerzas no experimentaron prácticamente ningún motín de consideración. Y, con todo, nunca fueron desplegadas del todo, ni para salvar al imperio en su desplome ni para causar el caos en su caída”.
Responsabilidad civil...
¿El motivo? Doble, según este académico. El primero, que la élite “permitió y luego facilitó la disolución del país sin haber sufrido una ocupación extranjera, insubordinación en las filas de su numeroso ejército y policía e incluso una desobediencia civil”. El segundo, la responsabilidad civil de la mayoría de los ciudadanos soviéticos. Hubo, efectivamente, más de media docena de conflictos ─Chechenia, Nagorno Karabaj, Ingushetia, Osetia, Abjasia, Adjaria, Moldavia y Tayikistán─, pero podrían haber habido muchísimos más teniendo en cuenta que fuera de las fronteras de la nueva Federación Rusa quedaron varados más de 70 millones de ciudadanos de la antigua URSS y, para muchos de ellos, la frontera, como una ola, no había desaparecido, sino retrocedido simplemente.
En Russia Under Yeltsin And Putin (Pluto Press, 2002), el sociólogo ruso Borís Kagarlitsky matiza sin embargo esta interpretación y escribe que, además del shock que supuso para los ciudadanos soviéticos la desaparición de la URSS, “las masas, corrompidas por la ideología de consumo parasitario, fueron incapaces de actuar como una fuerza independiente”. “Los ideólogos marxistas ─continúa─, habituados a repetir fórmulas de altos vuelos sobre la clase obrera, se sorprendieron cuando el giro hacia el capitalismo fracasó a la hora de encontrar una fuerte resistencia por parte de los trabajadores […] En un grado significativo, la sociedad permaneció desclasada: la gente fracasó a la hora de reconocer sus intereses y carecía de vínculos sociales normales. Las clases no existían en un pleno sentido de la palabra. El movimiento de masas fue inevitablemente transformado en acciones de una muchedumbre, fácilmente manipulada con la ayuda de los medios de comunicación de masas”.
Por ese motivo, concluye, “la vieja nomenklatura, cuya gestión había llevado el país a la crisis, permaneció como el único grupo social capaz de controlar la situación y supervisar los cambios. No podía ya gobernar como lo había venido haciendo, pero nadie la reemplazaría al timón de la administración del Estado. Ante nosotros había una crisis, pero no una alternativa. Una nueva clase, capaz de tomar el poder de la vieja oligarquía y formar un nuevo modelo de sociedad, no existía. Sólo la vieja oligarquía, o parte de ella, era capaz de hacerlo.”
Sea como fuere, entre los ciudadanos soviéticos que destacaron por su responsabilidad, Kotkin señala el papel de los científicos y técnicos, cuyo orgullo y patriotismo, subraya, evitaron una catástrofe. “¿Recuerdan los hipnotizantes mapas de Eurasia cubiertos con tanques en miniatura, lanzaderas de misiles y tropas representando al ejército soviético? […] La hipermilitarizada URSS, durante la inestabilidad de la perestroika, ni siquiera intentó escenificar una cínica guerra exterior para aunar apoyo al régimen. ¿Recuerdan el estruendo por la invasión de Saddam Hussein de Kuwait en agosto de 1990, justo en medio del drama soviético, y su temida posesión de armas de destrucción masiva? Las capacidades de Irak eran triviales al lado de las de la Unión Soviética. ¿Se acuerdan de las décadas de alertas durante la guerra fría, hasta bien entrados los ochenta, sobre el peligro de un ataque preventivo soviético? Si los líderes soviéticos hubieran calculado que estaban condenados, podrían haber causado terribles estragos por despecho, o haber iniciado un chantaje. ¿Recuerdan los celebrados tratados igualando los regímenes soviético y nazi? El régimen nazi, que nunca se dotó de armas nucleares, se defendió hasta la última gota de sangre. ¿Recuerdan la ira sufrida por Franklin Roosevelt por “haber entregado” Europa oriental a Stalin en Yalta? Roosevelt no tenía ni un solo soldado sobre el terreno. Gorbachov tenía a medio millón de tropas en Europa oriental, incluyendo 200.000 en Alemania después de la unificación. El mando y la estructura de control del Pacto de Varsovia se mantuvo operativo hasta mediados de 1991.”
Efectivamente, en el momento de su desaparición la URSS contaba en sus arsenales con “aproximadamente 1.300 toneladas de uranio altamente enriquecido, así como entre 150 y 200 toneladas de plutonio. Para la fabricación de una bomba son suficientes ocho kilogramos. […] Rusia también tenía los mayores arsenales del mundo de armas químicas, más de 40.000 toneladas métricas de sustancias vesicantes, gas nervioso y gases tóxicos. Un sólo vial de gas sarín causó el terror en el metro de Tokio. […] Finalmente, Rusia tenía expertos en abundancia que sabían cómo manufacturar armas biológicas. Es más, sus decenas de miles de científicos nucleares y técnicos en armas químicas y biológicas, actuando con o sin el consentimiento del gobierno, podrían haber alterado el equilibrio estratégico de cualquier región del mundo.” Pero no lo hicieron.
… e irresponsabilidad dirigente
La responsabilidad de los ciudadanos contrasta con la de los viejos dirigentes soviéticos convertidos en los nuevos dirigentes rusos. El traspaso de poderes ofrece un ejemplo elocuente. El 24 de diciembre, el presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, se reúne con el presidente de Rusia, Borís Yeltsin, y acuerda su dimisión al día siguiente. El 25 de diciembre se produce el traspaso de poderes y, por la tarde, dos operarios arrian la bandera roja del Kremlin. El 26 de diciembre el Soviet de las Repúblicas del Soviet Supremo de la URSS firma su propia disolución. Al día siguiente, escribe Kotkin, “cuatro días antes de la fecha en que Gorbachov había supuestamente de abandonar su oficina en el Kremlin, el recepcionista lo llamó a su casa para informarle de que Yeltsin y dos de sus asociados estaban sentados en el codiciado espacio, donde habían dado cuenta de una botella de whisky para celebrarlo. Eran las 08:30 de la mañana.”
Para desgracia de muchos rusos, esta irresponsabilidad no se limitaría a una mera botella de whisky. “La catástrofe se había venido gestando durante mucho tiempo y no fue el resultado únicamente de las políticas de Yeltsin: la ineficiencia de la planificación centralizada y las medias tintas que fueron las medidas tomadas durante los años de Gorbachov también jugaron un papel; sin embargo, el régimen de Yeltsin consiguió transformar una crisis económica en un desastre nacional”, afirma Kagarlitsky.
Todos los logros materiales acumulados durante siete décadas en condiciones sumamente difíciles ─desde guerras hasta el aislamiento en los mercados internacionales─ fueron dilapidados en cuestión de unos pocos años. La avalancha de datos que proporciona Kagarlitsky sobrecoge. En los nueve años de presidencia de Yeltsin y su 'terapia de choque' económica, apoyada por el FMI y otros organismos internacionales, el PIB del país se desplomó oficialmente un 40%, numerosas fábricas cerraron y el desempleo aumentó oficialmente hasta el 12%, mientras la corrupción, la criminalidad, el subempleo y la economía informal y subterránea florecían por todas partes. Entre 1991 y 1998 la producción agrícola e industrial se redujo a la mitad, y en la relativamente próspera industria petrolífera la extracción de crudo cayó un 44%. La inversión de capital en 1996 equivalía a un 23,8% del nivel de 1990, mientras la fuga de capitales se disparaba, con diversos cálculos que la cifran en cientos de miles de millones de dólares.
El atraso tecnológico en el sector industrial y servicios se intensificó y las universidades se quedaron sin fondos, un desarrollo ante el cual las personas con una mayor formación optaron por tomar las maletas y buscarse un trabajo en EEUU y Europa occidental. Entre 1990 y 1993, más de 500 científicos emigraron y 1.700 se marcharon para realizar estancias prolongadas de investigación en el extranjero. La demografía se invirtió: la tasa de nacimientos cayó en picado mientras la de muertes ascendía, y en el período 1992-1996 el declive de población llegó a los 3,4 millones de personas. Las enfermedades de transmisión sexual se multiplicaron y reaparecieron brotes de enfermedades infecciosas hasta entonces erradicadas como la difteria y el cólera, sin que los hospitales pudieran combatirlas efectivamente. El poder adquisitivo de la población cayó a niveles de la década de los cincuenta: el consumo de carne cayó un 23%, el de pescado un 25% y el de leche un 28%. La esperanza de vida para los varones quedó por detrás de la de Indonesia, Filipinas o Pakistán.
Como alertaron varios economistas, el proceso de privatizaciones era una utopía: Rusia no podía restaurar un capitalismo que nunca existió en el país, ni siquiera durante las últimas décadas del zarismo. “La economía estaba construida sobre la base del monopolio”, aclara Kagarlitsky. “Las empresas productivas soviéticas no sólo pertenecían al Estado, sino que eran ellas mismas parte del Estado”. En otras palabras, señala, privatizar “las fábricas de VAZ o KAMAZ era como tratar de privatizar Bristol o Frankfurt”. Además, como recuerda Kotkin, “casi la mitad de las ciudades rusas poseía una sola gran empresa industrial, y tres cuartas partes no más de cuatro” y este “empleador monopolista, además, también poseía y con frecuencia mantenía sistemas de transporte urbano, viviendas, hospitales y sistemas de calefacción”.
El proceso de privatizaciones se convirtió en uno de los mayores fraudes de la historia reciente. El fabricante de automóviles AvtoVAZ fue vendido en una subasta por 45 millones de dólares, cuando en 1991 Fiat se había ofrecido a pagar dos mil millones de dólares por él. Borís Berezovsky compró por 100 millones de dólares la petroliera Sibneft, cuyo valor aumentó cuatro años después a los 1.500 millones. Obviamente, la empresa se había vendido por debajo de su precio real.
Entre 1992 y 1996, explica Kotkin, “la media de las directivas de compañías admitió haber pagado unas cuarenta veces menos de lo que las compañías supuestamente valían”. Según esta investigación, el total de activos puestos a subasta ─todo el sector industrial y algunos de los mayores depósitos de recursos naturales del mundo─ se valoró en 12.000 millones de dólares, “menos que el valor en la época de [el fabricante de cervezas] Anheuser-Busch”. Otra investigación, ésta del Instituto de Política Aplicada y recogida por el historiador ruso Roy Medvedev, reveló que el 40% de los empresarios que habían participado en el sondeo admitían haber participado en negocios ilegales, el 22,5% que habían sido acusados formalmente de algún delito y el 25% que en el momento de la encuesta mantenía vínculos con el submundo criminal.
Toda esta redistribución del capital acumulado durante años por el Estado soviético ─cuyo objetivo primario no era sino crear una nueva clase de oligarcas leal a Yeltsin─ fracasó en su fin declarado de desarrollar una sociedad de mercado. “Hablar de 'acumulación de capital' en condiciones de una economía en declive es en principio imposible”, sentencia Kagarlitsky. “En Rusia el capital fue dispersado […] Como [el escritor] Víktor Pelevin nota amargamente, la ley fundamental de la economía post-soviética es que la 'acumulación originaria de capital está resultando ser, al mismo tiempo, la acumulación final.”
El proceso tuvo su reflejo en la cultura de la nueva clase. Los nuevos rusos “menospreciaban a su país hasta límites que rozaban lo cómico”. “Al menos al comienzo, esta élite era consistentemente 'derrotista', en el sentido de que fue el fracaso de la Unión Soviética en la guerra fría lo que aseguró su acceso a los nuevos privilegios y les permitía integrarse en la clase mundial dominante.” Esta élite, como la caracteriza Kagarlitsky, “era típica de aquellas que existen durante los períodos de restauración: satisfecha de sí misma, entregada a la búsqueda de placeres inmediatos e irresponsable”.
El fin del mundo bipolar
Si el objetivo primario de las privatizaciones era crear una clase leal a la nueva administración, el segundo era integrar a Rusia en la economía global con un papel subsidiario. Como explica Kagarlitsky, aunque Rusia “posee un vasto territorio y enormes recursos naturales, tiene una pequeña población para su tamaño. La fuerza de trabajo a finales de la época soviética tenía un alto grado de educación pero no era muy disciplinada, y había sido ‘consentida' por los programas sociales. La capacidad tecnológica era muy alta, aunque era usada de una manera completamente ineficaz. Además, los sectores más desarrollados tecnológicamente estaban vinculados al complejo militar-industrial, y 'duplicaban' a los mismos sectores (aviación, construcción de maquinaria, etc.) en los países de Occidente. Como resultado, Rusia era interesante a los 'centros' del sistema mundo capitalista solamente como proveedor de materias primas y como mercado para productos del 'primer mundo'. En cualquier otro sentido, Rusia no sólo era innecesaria para Occidente, sino incluso peligrosa.”
El motivo de esta peligrosidad, continúa Kagarlitsky, es que los recursos de Rusia “podían ser consumidos por los países del 'centro' o utilizados para la expansión económica, política y militar de la propia Rusia. En otras palabras, dentro del marco de las 'reglas del juego' del capitalismo, nuestro país sólo podía ser una superpotencia o una semi-colonia.” Por ese motivo, una reforma que “hubiese incrementado la eficiencia de la industria rusa y permitido que la capacidad tecnológica acumulada durante la época soviética fuese utilizada con éxito con fines de mercado habría conducido a un conflicto con Occidente no menos grave que durante la guerra fría. Una 'guerra comercial' habría sido completamente inevitable y, en ciertas situaciones, habrían estallado guerras locales.” Como nadie en Rusia estaba preparado psicológica o políticamente para algo así, las élites políticas y económicas durante los años de Yeltsin en el poder optaron por “eliminar la propia industria, empobrecer a la población (reduciendo el precio de la fuerza de trabajo), destruir la ciencia y convertir la economía nacional en un apéndice semicolonial”.
“Rusia se convirtió en parte de la periferia occidental no sólo en términos económicos, sino también políticos, sacrificando su estatus de superpotencia junto con la mayor parte de su economía”, valora el sociólogo ruso. Incluso el Imperio ruso, añade en otro lugar, “a pesar de su carácter periférico, fue capaz de jugar un papel independiente en la política mundial”. La nueva Rusia que surgió de las ruinas del experimento soviético, en cambio, “no tenía esa capacidad.”
La desaparición de la URSS golpeó asimismo a algunos de los Estados que más dependían de ella. Entre 1991 y 1993 Cuba entró en el llamado “período especial”: su PIB se contrajo un 36% y el gobierno cubano ─que de la URSS recibía desde combustible hasta tractores y maquinaria agrícola─ hubo de introducir el racionamiento y restricciones al uso de la gasolina. En el caso de Corea del Norte se calcula que la economía se contrajo un 25% durante toda la década de los noventa como consecuencia de la desaparición de la URSS, que abastecía a la industria y agricultura del país. Tras la disolución del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), Vietnam se vio obligada a devaluar su divisa para aumentar las exportaciones y liberalizar el comercio siguiendo un modelo similar al chino. El resto de economías socialistas y del Tercer Mundo que dependían de ella capitularon una tras otra y se integraron en el sistema-mundo capitalista, alterando el equilibrio entre trabajo y capital en un proceso que se conoció como “globalización”.
En Empire of the Periphery. Russia and the World System (Pluto Press, 2008), Kagarlitsky afirma que “el desplome de la Unión Soviética fue acompañado de una desmoralización aguda y una 'crisis de identidad'.” La URSS se pretendía como el primer país de un bloque independiente y alternativo al capitalismo. Rusia, por su parte, era una nueva economía capitalista a la búsqueda de su lugar en el mundo. En esta búsqueda, que para muchos no ha terminado aún, el recuerdo del sistema soviético ha quedado atrapado entre el rechazo y la nostalgia. Muchos comentaristas han apuntado a este capítulo como uno de los pilares de la ideología de patriotismo de Estado durante la presidencia de Vladímir Putin, quien calificó el fin de la URSS de “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Un refrán ruso viene a decir, traducido libremente, que “las aguas más agitadas se mueven en el subsuelo”. En la versión neoliberal, la historia universal ─nada menos─ se terminaba con la disolución de la URSS. Veinticinco años después el espectro del comunismo no recorre Europa, pero ciertamente nos acompañará durante mucho tiempo.
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