* Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza
Tres cuartos de siglo es mucho tiempo. Desde que la Guerra Civil estallara hace ahora 75 años, el mundo ha cambiado lo entonces inimaginable y cada vez parecemos más diferentes de los que la libraron y quedan menos de ellos con vida. Sin embargo, esa contienda sigue siendo un pasado muy vivo.
Lo escribió hace cuatro siglos Justus Lipsius: 'La victoria más amarga es la que se consigue en una guerra entre compatriotas'. Pero los vencedores de 1939 reservaron la amargura para los vencidos. El castigo al que les sometieron fue inclemente, y no sólo fue en forma de ejecuciones, cárcel, depredación económica y exclusión. La dictadura nunca pudo prescindir de su legitimidad de origen bélico, y para ello desplegó una asfixiante y maniquea memoria oficial de la contienda. La presencia de esta en su posguerra, la rememoración del 'terror rojo' y el olvido del 'azul' fueron tan constantes y abrasivos que articularon las memorias de toda una generación y condicionaron las posteriores.
Así, cuando la generación de los 'hijos de la guerra' buscó otra versión del pasado bélico, la saturación de guerra, miedos y recuerdos de sangre la llevó por reacción a un relato sin héroes ni villanos en el que la guerra funcionaba como referente negativo; como tragedia cuyos culpables eran todos por igual -y por tanto nadie- y cuyas violencias era mejor echar al olvido. Eso facilitó las estrategias de 'reconciliación' que guiaron la transición a la democracia. Pero la aparente inhibición de los gobiernos de la Transición, y luego de la democracia, fue también un modo poco inocente de gestionar el pasado de República, guerra y dictadura.
No se impuso a la sociedad ningún olvido, pero sí hubo un amplio silencio oficial. No se reprimió el conocimiento de esos periodos, pero faltó socialización del mismo y reconocimiento público. Y en aras del consenso no se acometió ninguna política conmemorativa, pero no adoptar ninguna política es adoptar ya una que estimuló la privatización de las memorias y perpetuó el desequilibrio entre la presencia pública de uno y otro bando y de sus víctimas.
Los vencedores de 1939 reservaron la amargura para los vencidosPrecisamente contra todo eso se alzarían hacia el año 2000 heterogéneos representantes de una generación de 'nietos' de la guerra que reclama 'recuperar la memoria histórica' de los vencidos. De su enorme alcance dan cuenta su vigor asociativo y las reacciones que ha suscitado. Por un lado, reaparece el clásico argumento según el cual es mejor no reabrir viejas heridas y dejar las cosas como están, aunque ese dejar incluya a los miles de cadáveres enterrados en cunetas y fosas. Y por otro, ha surgido una lectura pseudorevisionista que recicla los mitos de la posguerra para responder al desafío de la 'memoria histórica', que cuestiona por vez primera pública y ampliamente el relato franquista enraizado en una parte no menor de la sociedad.
El relato en clave de recuperación de la memoria histórica no está libre de discusiones. No son nimios los reparos que despiertan en algunos la judicialización del pasado, y lo mismo ocurre con las actuaciones políticas y legislativas, que ora parecen quedarse cortas ora parecen imponer por ley una visión de la historia. Hay también quienes alegan que se tiende a simplificar y sacralizar el pasado, por ejemplo al proyectar imágenes idílicas de la II República. Y los hay que sugieren un excesivo foco en las víctimas, lo que privilegiaría memorias en clave piadosa y moral que difuminan las razones políticas y causalidades históricas.
La democracia no impuso ningún olvido, pero sí hubo un silencio oficialEn todo ello, España no es excepción y refleja la dinámica epocal de este tiempo de memorias y víctimas. Eclipsadas las utopías de la modernidad y cancelado con ello el horizonte de un futuro mejor, nuestras sociedades dirigen sus miradas e incluso afanes democratizadores al pasado; a un ayer que lo es sobre todo de violencias, guerras y víctimas erigidas en emblema moral, y en el que es más fácil intervenir y cambiar las cosas que en un nuestro incierto y líquido presente.
Ahora bien, nada de ello invalida la necesaria gestión del pasado. A lo sumo obliga a extremar su carácter irrenunciablemente plural y democrático. Los enterrados aún en fosas anónimas, la pervivencia de espacios y símbolos franquistas, la falta de memoriales democráticos, la canonización por la Iglesia de cientos de 'mártires', el sinsentido de que se procese a un juez que trata de perseguir judicialmente los crímenes del franquismo..., todo ello muestra que queda mucho por hacer y compensar. Además, la experiencia histórica muestra que los Estados siempre han operado en la construcción del pasado y se han servido de él.
El relato de la recuperación de la memoria no está libre de discusionesYa que lo han de hacer, mejor que sea en un sentido democrático, y que la ciudadanía no sólo lo fiscalice sino que tome también cartas en el asunto. Toda democracia que se precie debería preservar su patrimonio pasado, el de las conquistas y derrotas, compromisos y vías muertas, protagonistas y víctimas que jalonan su siempre inacabado camino. Preservarlo, pero también garantizar su pluralidad, huyendo de lecturas únicas y definitivas, su socialización y su conversión en espacio de debate, resignificación y participación ciudadana. Eso no abrirá las puertas a un cambio radical en nuestro presente, como soñara Walter Benjamin al referirse a las víctimas que denunciaban las injusticias desde el pasado, pero quizá muestre alguna pista alternativa a este presente que ofrece tan pocos motivos de celebración.
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