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Cómo un infarto puede cambiar la forma de vivir el deporte 

Gabriel Rodríguez Osorio relata un mensaje positivo lleno de calidad de vida y deportiva. “Cuando me dio el infarto me sentí carne de cañón. Temía que al día siguiente pudiese repetirse”.

Gabriel Rodríguez Osorio frente a unas pistas de Padel./Público

Alfredo Varona

Hoy, queda la perspectiva del tiempo que tal vez sea una lección de sabiduría. Los años que han pasado desde aquella mañana de las vacaciones de Navidad en la que él, Gabriel Rodriguez Osorio (Ocaña, 1957), acababa de subir a casa después de jugar al pádel. De pronto, se sintió mareado.

“Entonces pensé voy a ver si se me pasa sentándome en otro lado. Pero justo, cuando iba por el pasillo, me desmayé”. Recuerda que fue su hija “la primera que me recogió del suelo”, la huella de un infarto del que hoy le quedan siete stents en el corazón que se responsabilizaron de corregir el problema. "Todas las arterias estaban cerradas", recuerda él, que entonces llevaba una vida sana "en la que, si acaso, el único exceso que hacía era el deporte”.

No había más que ver su crónica de vida. “De ninguna manera podía imaginar que me fuese a pasar algo así. Es más, yo todas las tardes salía corriendo del trabajo. Me cambiaba en un cuarto. Me ponía la ropa de correr y me iba a casa. Pero entonces descubrí que no se puede luchar frente a la genética. Mi propia hermana es el ejemplo. Come sano y, sin embargo, tiene el colesterol alto".

"No me sentía seguro, sobre todo porque me veía a mí mismo como carne de cañón. Temía que al día siguiente se volviese a repetir"

Todo eso hoy es una de las razones por las que yo mismo elijo esta historia que tal vez representa el alegato de uno mismo. La prueba de que "de todo se puede salir. Al final, siempre está el día de mañana”, replica él en su discurso, en el que recuerda la capacidad de transformación de la cabeza, no todo es blanco o negro. “Quizá yo sea un exponente, no lo sé. Al principio, sentí que se acababa el mundo. Viví días muy duros y de muchas lágrimas. Me preguntaba por qué ha tenido que pasarme a mí. No me sentía seguro, sobre todo porque me veía a mí mismo como carne de cañón. Temía que al día siguiente se volviese a repetir. No podía controlar esa sensación y no era fácil vivir así“.

Pero esa duda ya pasó de moda para Gabriel, un hombre de 60 años, director de administración de una reputada agencia de publicidad, donde recuerda "algo tan noble como que, al final, siempre que llueve escampa, y no creo que yo sea el ejemplo de nada. Cada historia tiene su valor, su sacrificio, y la mía sólo es una más, en la que he aceptado las reglas que me ha impuesto la vida”.

"A veces creo que no sé hablar de mí sin el recuerdo de mi padre”

En realidad, ha sido como una partida de ajedrez en la que ha descubierto que “el miedo no vale la pena y uno no puede dejar vencerse por la adversidad”. De ahí la fortaleza de su mensaje que él mismo aplica con una disciplina extraordinaria. "Pero no creo que esto me hiciese ni mejor ni peor persona. No sé ni siquiera si lo necesitaba. Ahora bien, sí me confirmó que se puede vivir de otra manera y que quizás enfadarse por cualquier cosa del día a día no tiene tanto sentido. Siempre decimos eso y, al final, nos cuesta demasiado aplicarlo“, explica Gabriel, un hombre que trabaja “entre números que, a veces, no son tan fáciles de controlar".

"En la publicidad hemos vivido épocas doradas, épocas tristes…, lo hemos vivido todo. De hecho, cuando a mí me pasó lo del corazón la crisis estaba en todo lo alto. Pero entonces es cuando más hay que mantener la frialdad o estar a la altura de la responsabilidad, sea la que sea, que le conceden a uno. Vivir no es fácil y trabajar tampoco lo es. Soy hijo de un hombre que se ganaba la vida descargando maletas en el aeropuerto lo que me emociona recordar, porque eso era la lucha del día a día, parte hoy de mi fuente de energía. Por eso a veces creo que no sé hablar de mí sin el recuerdo de mi padre”.

De botones a director

Gabriel, a los 15 años, entró a trabajar "de botones" en la misma agencia de publicidad en la que trabaja hoy en el centro de Madrid, “donde he aprendido tanto… He visto pasar a tanta gente y de las personas nunca se deja de aprender. Hasta de uno mismo también se puede aprender. La clave es escucharse, recordar. A los 15 años, cuando empecé a trabajar, tuve que empezar a estudiar por la noche en el instituto. Podía haber sido más fácil pero tuvo que ser así. Mi ventaja es que supe adaptarme”. El resultado es que lleva 45 años en la misma empresa que casi nos trasladan a los tiempos en blanco y negro.

“Si he progresado en el mundo laboral fue gracias a no negarme a nada de lo que me proponían. Salía un puesto y si me decían, 'hemos pensado en ti', yo nunca dije que no. Quizás por eso mi vida laboral ha sido un proceso muy natural en el que, incluso, supe rectificar a tiempo. Hasta los 40, yo era un ciudadano de vida sedentaria, atado al tabaco y a los horarios. Pero entonces empecé a sentirme mal y a medir mejor el tiempo que, al fin y al cabo, era mi tiempo. Descubrí el deporte y eso fue como el paraíso, un antídoto perfecto que, según los médicos, incluso retrasó lo que me pasó en el corazón”.

Hoy, tal vez ya no se trata de glorificar nada. “Cada etapa tiene su diferencia. Pero en esos años, en los que corrí maratón, en los que desafiaba mi marca, siempre serán imborrables. Me gustaba vivir con el riesgo. Me gustaba entrar en el parque a las siete de la tarde y no salir hasta las nueve de la noche entrenando. Quizá ahí hasta uno pudo ser egoísta con la familia. Habría que preguntarles a ellos”. La realidad es que, al lado de esta afición, se sintió tan cómodo que se convirtió en parte de su personalidad.

"Lo respeto todo porque eso es parte de mi salud y de mi convivencia con la enfermedad. Sólo se trata de aceptar otras reglas de juego”

“Me gusta volver al pasado. Al fin y al cabo, fueron tantas batallas…. Todavía recuerdo en San Sebastián cuando me bajé de la ambulancia lesionado y terminé los últimos kilómetros del maratón a duras penas en 2 horas y 54 minutos. Son cosas que le quedan a uno porque ya se sabe como somos los corredores…, todos tenemos nuestro orgullo…, luchamos tanto…. A veces, me preguntaba que tiene ese deporte que nos hace, sin ser atletas de élite ni tener protagonismo alguno, responsabilizarnos en exceso…”

La felicidad no opuso resistencia a su vida. “Siempre fui un tipo nervioso, pero creo que mi nerviosismo ya no se parece al de antes. Todavía hay cosas que me enfadan. Sería deshonesto no reconocerlo. Pero me parece que ya es diferente. Nunca he sido un hombre que diese especial importancia al dinero. Prefiero las emociones como de llegar a casa cuando viene a vernos mi hija, que me hizo abuelo, y está allí con la nieta… Supongo que eso no tiene precio”.

Aun así no renuncia al deporte como retrata la fotografía que acompaña este texto, de nuevo, en la pista de pádel, “donde haciendo pareja con mi hijo he vuelto a ganar los torneos de la urbanización”, ironiza. También volvió a correr y a competir y a darse cuenta de que ya no hay que bajarse de una ambulancia como hizo aquella vez en el maratón de San Sebastián. “La diferencia es que mi corazón ya no puede pasar de las 140 pulsaciones, lo que es otra manera de vivir en el que cumplo con la alimentación a rajatabla. No me cuesta trabajo. Lo respeto todo porque eso es parte de mi salud y de mi convivencia con la enfermedad. Sólo se trata de aceptar otras reglas de juego”.

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