Este artículo se publicó hace 7 años.
José Luis CapitánEl exatleta de élite que lleva años esperando diagnóstico: "No estoy preparado para morir"
‘Publico’ regresa un año después al drama de José Luis Capitán, que lleva años esperando un diagnóstico mientras su enfermedad avanza. Ya se le ha paralizado el brazo derecho y empieza "a notar cosas raras en las piernas”.
Madrid--Actualizado a
La temperatura aún es suave en Oviedo y él, Jose Luis Capitán (Madrid, 1976), lo agradece. En su estado la humedad le aterroriza. Máxime porque un año después la vida sigue igual “e, incluso, peor. Entonces el brazo derecho todavía me funcionaba. Me valía para hacer tareas, para vestirme, para ducharme, hasta para comer”. Pero hoy ya no se puede pelear frente a la realidad. “En los próximos días ya temo que no voy a poder ni comer por mí mismo”.
Un relato que le recuerda a uno la importancia de escuchar. “Las piernas ya empiezan a darme toques”, explica a continuación. “Es como si me lanzas en un mensaje de que algo está pasando. Pero, en vez de dramatizar, prefiero asimilarlo. Es más, he tenido tiempo de asimilar esta enfermedad. Han pasado más de tres años desde que empecé con los médicos y ahora, que ya no puedo hacer nada solo… Sin ir más lejos, hoy fui a la peluquería para que me afeitasen, porque ya está bien de que lo haga mi mujer…. Quiero liberarla un poco de tanta carga con la casa, con los niños, conmigo mismo…, no puede ser tanto”.
"De momento, cada día en el que me pregunto ‘¿te compensa vivir así?’, me sigo respondiendo que sí, porque sigo creyendo en mi recuperación"
Una tortura, acepta él, padre de tres hijos, la pequeña de un año, la humanidad de esta historia que Público descubrió hace un año y que hoy continúa a duras penas. “La realidad es la que es”, acepta José Luis Capitán, cuyo lenguaje a veces transmite la luz del sol. “Hay momentos en los que con las manos en los bolsillos yo me siento normal”. Pero hay otros en los que cada segundo es un peligro. “Sobre todo cada cinco meses cuando voy al hospital a revisión y veo lo que veo, y me dicen lo que me dicen… Y, en realidad, es lo que yo mismo siento porque veo que he perdido abdominal, he perdido pectoral, he perdido capacidad de respiración… ¿Cómo no voy a perder si ya no me queda músculo? Pero es tan difícil escuchar a ese médico que te dice que no sabe cómo va a evolucionar tu enfermedad o que él mismo te diga que, efectivamente, empiezan a ver síntomas en las piernas… La realidad es que salgo de ahí destrozado y hasta que no pasan unos días no me levanto. Me quedo tan descolocado…”
Al menos, Capitán tiene ese valor de intercambiar información consigo mismo. “Mi voz está intacta y si fuese ELA… Pero, claro, luego te dicen que en cada paciente esta enfermedad evoluciona de una manera distinta”. El caso es que ya casi no puede ni escribir. “A duras penas, consigo agarrar el bolígrafo porque entre el dedo gordo y el indice de la mano derecha la musculatura también se está atrofiando como pasó en la izquierda”. Así que para él, que sigue trabajando de profesor en la enseñanza pública, corregir los exámenes puede ser un tormento. “Es entonces cuando me pregunto, ‘¿sería mejor dejarlo?’, porque yo no quiero convertirme en una carga para el colegio. Pero luego doy clases y creo que lo hago bien y me siento útil, al lado de los alumnos, y me da tanta vida…Incluso, hemos aprendido a corregir los errores en voz alta”. Y entonces recuerda que esa crónica de trabajo es lo mejor que le puede pasar a él, que a los 40 años ya podría estar jubilado. “Pero ¿qué sería de mí si me quedase en casa sin hacer nada?”.
En realidad, no es fácil escuchar. Quizá por eso esta historia dará tantas vueltas frente a la agonía. “Son las 24 horas pensando”, acepta, “porque cada vez estoy un poco más limitado. Si se me cae la cuchara al suelo, ¿como la recojo?”, pregunta en voz alta. “Pero ya no es eso, sino abrir los cajones, la nevera, los grifos, la pasta de dientes, apretar las teclas en el móvil…. Antes, me podía pasar horas sentado en el sillón, distraído con el teléfono, pero ahora ya no. Es más, hace unas semanas fui al baño en el colegio. Me quedé 25 minutos encerrado hasta que pude subirme el pantalón y logré abrir el pestillo de la puerta… Me dije a mí mismo, ‘relájate y respira hondo, José Luis’ y, al final, como por arte de magia, lo conseguí. Y no se trata de que yo quiera dar pena ni dar lástima. No, no, para nada. Nunca será mi objetivo. Pero ¿y si hay alguien que lea esto en el mundo y me pueda aportar una solución? ¿Por qué la ciencia no puede ir más rápido que mi enfermedad?”, le pregunta al periodista esta vez como si fuese un interrogatorio.
Pero la respuesta es suya, todas las respuestas, en realidad, son suyas. “La mente me funciona de maravilla”. Y la prueba podría estar en esa bicicleta elíptica que tiene en casa, “en la que he colocado unas cuerdas en los mangos para agarrar los brazos y no desequilibrarme”. Cada día hace “40 o 45 minutos sin agotarme, porque en mi caso los médicos me han convencido de que un músculo agotado es un músculo que no se recupera”. Luego, regresa a la vida. “Sé que juego contrarreloj. Pero yo no estoy preparado para morirme. No quiero morirme. No voy a hacerlo, pero a veces no sé qué más puedo hacer. En su día me hizo mucho daño tener que dejar de conducir porque, al menos, podía llevar a los niños a actividades extraescolares. Tuve que dejar de ir a la piscina porque no era plan decirle en el vestuario a un desconocido que me ayudase a subirme los calzoncillos. He asimilado tantas cosas… He tenido que renunciar a tanto, pero cuando veo a mi mujer…. Si yo soy fuerte, ella lo es más. Y entre los dos tratamos de convencernos”. Y eso es vida y coraje. Y eso es él, José Luis Capitán, que ya era así en sus tiempos de atleta de elite, innegociable a las seis de la mañana, cada día madrugando, entrenando en el parque, soñando un poco más fuerte, había que soñar.
La enfermedad "invisible"
“Tengo momentos de lucidez en los que me digo: ¿cómo puede pasarme esto a mí? Si puedo chutar el balón con los niños, si puedo correr con los brazos en los bolsillos, si todo el mundo dice que ‘te veo bien’…. Pero entones recuerdo a los médicos que cada vez acercan más mi diagnóstico al famoso ELA y no sé ni lo que sentir. A veces, me acuerdo de Magdalena, de mi compañera en mi primer club de atletismo a la que le tocó sufrir un cáncer y aun así era la alegría personificada. Otras veces me acuerdo de la película ‘Mar adentro’ y de los años que ese hombre, Ramón Sampedro, aguantó así. Pero, de momento, cada día en el que me pregunto a mí mismo, ‘¿te compensa vivir así?’ , sigo respondiendo que sí, porque sigo creyendo en mi recuperación y que, entre tantos nubarrones, volverá a salir el sol. No sé por dónde ni cuándo, pero tiene que ser pronto: esa ambición no la voy a perder nunca. No podría. No sabría como hacerlo. No he sido así nunca”.
“Me come por dentro imaginar en lo que estarán pensando mis padres, porque ver como un hijo tuyo se deteriora así…., eso es terrible”
Quizá sólo sea la capacidad de supervivencia del atleta, la posibilidad de caminar entre la nieve y de aceptar que en la vida pasan estas cosas. “La última vez que bajé a Madrid fui en tren. No podía levantar la mochila para subirla al maletero de arriba de los asientos y la dejé a un lado, junto a las maletas. La revisora me llamó la atención, le dije que no podía mover los brazos y le pregunté si podía ayudarme a subir la mochila arriba. Me contestó, ‘pues entonces llévala entre las piernas’. Y tampoco se lo puedo reprochar porque se pensaría que ‘este tipo está chalado’, pues yo aparentemente no estoy mal. Mi aspecto no dice la verdad. Por eso yo siempre digo que esta es la enfermedad invisible. Tienes que convivir conmigo para hacerte cargo del problema, para comprobar hasta donde puede llegar esto…” El único desahogo es el lenguaje: “Me da una rabia no poder vestirme que no se puede ni imaginar…. Pero es que tampoco me puedo lavar los dientes o recoger una cuchara que se cae al suelo… No sé manejarme bien con tantas limitaciones y a veces me cansa decirle a mi mujer, ‘hazme esto’ o ‘hazme aquello’, porque todos tenemos un límite. No es fácil tratar con un enfermo”.
Así que, después de una hora de conversación, no sabe uno lo que puede añadir si es que se puede añadir algo. “Sigo creyendo y seguiré creyendo”, insiste y hasta es posible que eleve el sonido de su voz, “porque tengo que creer. Me come por dentro imaginar en lo que estarán pensando mis padres, porque ver como un hijo tuyo se deteriora así…., eso es terrible. Por eso si dejase de luchar…, no, no puede ser, ¿cómo voy a hacer eso a la gente que está a mi alrededor?” Y no es que él se sienta un héroe, “porque cualquiera en mi situación haría lo mismo. Si la mente te acompaña, tienes que luchar y tienes que creer”. La realidad es que cada pregunta, que se hace a sí mismo, guarda un motivo. “Tiene pinta de que esta lucha va a ser larga para mí, pero ¿y si mañana por lo que sea sale el sol? ¿y si el científico Carlos López Otin, que es mi gran opción, me llama mañana y me dice que ha dado con la clave? Yo quiero creer y voy a creer”.
Son preguntas que retumban en medio de este silencio que no interrumpe nadie que no sea él, José Luis Capitán Peña, que entonces se imagina en el mes de noviembre de 2018. Habrá pasado otro año más, el segundo desde la primera vez que Público se acercó a él, “y no podrá ser peor. Tiene que ser mejor”, insiste agarrado a esa esperanza que, en realidad, forma parte de su carnet de identidad. Quizás entonces aparezcan las lágrimas que nunca llegan. “No soy de llorar y quizá sería mejor llorar. Pero no lloro ni a tiros y eso que en estos años he vivido días emocionantes…. He tenido homenajes… Se me ha acercado gente… Han sido tantas cosas…, y yo no le pido tanto a la vida… Me vale estar aquí… Me conformo con ir con los brazos en los bolsillos y ver crecer a mis hijos, que desde que tienen uso de razón, me conocen así con estos problemas en los brazos”.
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