Entrevista a Pedro Simón"Tememos la adolescencia porque es como un túnel de lavado donde entran tus hijos y no sabes cómo saldrán"
Madrid-
Pedro Simón (Madrid, 1971) siente atracción por los personajes rotos y periféricos. Sus crónicas han revelado las costuras y los rasgones de una sociedad que no se divisa desde las poltronas. Él ha querido —y sabido— ver y escuchar unas vidas quebradas que alientan en las páginas de El Mundo, porque no concibe la existencia sin una esquirla de esperanza. Sus reconocimientos como reportero continuaron cuando dio el salto a la literatura y recibió el Premio Primavera de Novela por Los ingratos. Ahora vuelve con Los incomprendidos (Espasa), donde se cuela en las grietas de una familia atenazada, en silencio, por la culpa: padres e hijos, separados por el insondable túnel de la adolescencia.
Su madre era maestra rural en Castilla y León y su padre, un obrero de la Peugeot de Villaverde, iba a verlos el fin de semana. ¿Una infancia feliz de pueblo en pueblo?
El mejor momento de tu vida, si no ha habido un trauma o una tragedia, es siempre la infancia. Incluso la pubertad, esa edad de los descubrimientos. Si cierro los ojos, me veo en un pueblo, un día de buen tiempo, con amigos y amigas, en ese instante en el que el sol ya no calienta tanto. Esa fotografía nos define a muchos que venimos de una felicidad que tiene que ver con lo rural.
Al margen de los barrios de antaño, ¿el ecosistema de un niño es más el pueblo que la ciudad?
Antes, las periferias de las ciudades se parecían más a los pueblos que ahora. Ahora, cada vez hay más distancia. Yo llegué a Carabanchel a los doce años y el gran cambio no tenía tanto que ver con lo geográfico y la libertad, pues estábamos todo el día en la calle, sino con lo que pasaba en los ochenta: la heroína, porque el parque del pueblo aquí era un arenero con jeringuillas.
Siempre me han seducido las periferias y ver el mundo a través de ellas. Me interesa más la gente que es periferia que la que es centro. La gente desigual, asimétrica, que mira de lejos o que ni siquiera vemos. No compro todas las miradas que vienen del centro. Ser periferia hace que no te creas el centro del mundo. Sigo viviendo en Carabanchel y, periodísticamente, frecuento las periferias, entendiéndolas como materia prima averiada, porque hablan muchos de nosotros.
Al contrario que Javier, el padre que protagoniza Los incomprendidos, usted no se mudó a Boadilla del Monte.
Y eso que tengo amigos ilustres que, cuando quedamos, me siguen preguntando si aún vivo en Carabanchel.
Un pasaje de la novela autobiográfico.
Todo el mundo te interpela para que subas la escalera social. Si te va más o menos bien, consideran que ese sitio ya no es digno de ti. Luego cambias el piso de 70 metros por el chaletazo de 300 en Boadilla y te pasa lo mismo que al protagonista: lo malo de tener una casa más grande es que tocan más metros para menos gente. Yo estoy bien aquí.
¿Dio guerra durante su adolescencia en Carabanchel?
Di más guerra en la infancia y creo que luego fui peor que mis hijos. No era un tipo complicado, sino inseguro y con la autoestima no demasiado alta. De hecho, lo sigo siendo, aunque he trabajado la autoestima.
Quién lo diría.
Bueno, cuando llegué a Madrid no dejaba de ser el paleto y el hijo de la maestra, motivo por el que me comí varias hostias en el colegio.
Inés, la hija de Javier y Celia, también se compara: "Cuando los espejos son los otros".
Siempre ha estado presente la mirada del otro. Sin embargo, ahora es el nubarrón de la Pantera Rosa que te persigue allá dónde estés. Te pueden joder la vida, durante las 24 horas del día, a una edad en la que eres frágil y está todo por hacer.
Es complicado transitar esa etapa, por eso respeto mucho a los adolescentes, me inspiran ternura y hablo bien de ellos. La sociedad los insulta constantemente, cuando su ecosistema es mucho más jodido de lo que fue el nuestro. Unas jeringuillas de heroína eran más fácilmente eludibles y manejables que una piñata colectiva en Twitter. Y hemos tirado a los chavales a ese fango.
Javier: "El día que dejemos de mirar a los adolescentes como un todo uniforme y entendamos que cada uno es distinto, alguien va a encontrar el sentido del mundo". Un padre que echa un cabo a su hija.
Hay dos termómetros de país que hablan de nosotros: uno es el de la dignidad y otro, el de la esperanza. El primero mide cómo tratamos a los que están jodidos. A pesar de todo, alcanza una buena temperatura: hay pensiones, becas, un sistema sanitario gratuito, una educación universalizada... El segundo mide cómo tratamos a la gente joven, y marca una temperatura baja.
Condenamos a los jóvenes a un sistema laboral precario y decimos que están empanados, que no se enteran de nada, que pasan de todo y que solo quieren divertirse, como si eso fuera malo. Alzo una bandera por los chicos, sobre todo porque tienen muchas cosas que nosotros no teníamos, como la cultura medioambiental o del uso compartido. Y también leen pese a que todo conspira para que no lo hagan: internet, redes sociales, plataformas audiovisuales... Nosotros no crecimos con ese ruido, por eso creo que son mejores.
El hedonismo como pecado que provoca sentimiento de culpa también abarca a su generación, entiendo que por cuestiones que trascienden las religiosas: ¿el trabajo?, ¿el sacrificio?, ¿la austeridad? O sea, ese pasado de esfuerzos y privaciones inoculado por los padres.
Sí, pero toda la culpa tiene que ver con el pecado y todos los pecados vienen de la religión. Ese es nuestro gran trauma generacional: la puta culpa. En todo caso, el hedonismo se va amortiguando. Como dijo Ray Loriga, a partir de los cincuenta prefieres la tranquilidad a la alegría. Cierto, porque la otra cara de la alegría es la tristeza. En cambio, con la edad vas encontrando estuarios en los que puedes estar a gusto contigo mismo, sin necesitar ningún estímulo ni a los otros.
La culpa, indudablemente, está presente en el libro. El padre se siente culpable por un hecho traumático que sucede en su familia y su hija, también, pero no lo hablan entre ellos. En ese sentido, también es una novela de...
De silencios. O sea, de lo que ocupa lo que no decimos, hablamos o nombramos. Todo está en la familia. También los grandes temas universales de la literatura: el dolor, el amor, la violencia, el sexo, la soledad, la muerte... Esos motores de vida también son los que más me interesan en el periodismo. Me gustaría que el motor fuese el amor, pero nos movemos más por miedo que por amor: a que nuestros hijos o parejas nos dejen de querer, a quedarnos sin curro, a no gustar a los otros...
¿Cómo llega al periodismo?
Me gustaba mucho escribir y era tan ingenuo que pensaba que para poder dedicarme a ello había que ser periodista. Además, era un tipo muy curioso y siempre me ha interesado mucho la gente que está jodida.
Para dedicarse a escribir ficción, entiendo.
Sí, aunque la ficción vendría después del periodismo. Cuando supe lo que ocupa el chotis del reportaje, una baldosa de cuatro folios, y cómo bailar para que al lector le guste, quise hacerlo a campo abierto.
El oficio de periodista se aprende, pero ¿se aprende a escribir?
El periodismo no se enseña. Sin embargo, se puede aprender. Pasa lo mismo con la escritura: tienes que equivocarte mucho, como el que se tira desde un trampolín y se da planchazos, hasta que un día siente que no se ha hecho daño al zambullirse en el agua. De eso va la escritura: de probar, de atreverte, de no tener vergüenza, de subirte ahí y desnudarte. Si en el periodismo evisceras al otro, cuando escribes una novela te evisceras a ti mismo. Y eso es más jodido, porque tiene que ver con lo afectivo y con tus heridas.
Cuando escribe un reportaje, en esa operación a corazón abierto, ¿cuál es su límite?
No traicionar a la persona que tengo delante. Quiero acostarme tranquilo.
¿Evita contar detalles?
No cuento algunas cosas si me lo piden y evito hacer demasiado daño. Siempre que escribo, quiero llevarlos a un punto de luz, porque pienso que los reportajes deben acabar bien. Soy muy ingenuo, pero creo en la pedagogía —o, mejor dicho, en el efecto terapéutico— del periodismo. Es más, la literatura y el periodismo sirven para viajar y para decirte que no estás tan solo ni eres tan raro.
¿Cómo se labra un estilo cuando uno es el recién llegado a una redacción?
Para aprender, yo imitaba a la gente que me molaba. Eso no tiene nada de malo y sí mucho de inteligente. Luego, en ese proceso de imitación, vas encontrando tu voz propia. La otra clave es la honestidad.
¿Y cómo impuso su estilo?
No bajándome de la burra. Al principio, me costó muchos disgustos con bastantes jefes, que me hablaban de la pirámide invertida en el primer párrafo. Entonces les decía: "Vale, lo cambio, pero quito mi firma". Yo solo la dejaba cuando sentía que algo era mío. Si no echas un pulso, no lo ganas nunca.
¿Un periodista que escribe ensayo o ficción es más periodista? ¿Asciende de categoría? ¿O, simplemente, es periodista y escritor?
Solo es periodista y escritor, aunque todo va de hacer viajar al lector. Yo no me considero mejor por escribir una novela. Sí un privilegiado, porque me permite expresarme en unas claves diferentes a las del periódico y, seguramente, con más libertad.
Uno es escritor cuando la gente lo decide, porque le gustan tanto tus libros que te permite comer de ello. Javier Gomá decía que en España se leen pocos libros porque todo el mundo está escribiendo [risas]. Por tanto, yo no me considero escritor, porque eso implicaría creerme John Steinbeck, Ignacio Aldeacoa o Cormac McCarthy. Soy un reportero con mayor o menor éxito, con aciertos y con cagadas, que tiene una forma de contar. Uno más, pero muy afortunado. No le doy solemnidad al hecho de escribir novelas.
En su libro, los incomprendidos podrían ser los padres, hasta que usted plantea que quizás sean los adolescentes. Todos, pues, lo son en el fondo. Sin embargo, ¿es más fácil comprender a una hija o a un padre?
Debería saber comprender mejor el padre al hijo que el hijo al padre, porque ha pasado esa pantalla y tiene más recorrido. Hay que educar siempre con memoria. En esa esgrima, no podemos perder los papeles. Soy más indulgente con la incomprensión del hijo. Incluso me parece sana: si un chaval de quince años comprende a sus padres, malo [risas]. Lo natural es querer abatirlos.
Aunque cabe el riesgo de que el arco temporal de la adolescencia, como período traumático para los chavales y también para los padres, no se cierre, lo que implicaría casi la pérdida del hijo.
Claro. Es una guerra fría, cuya tranquilidad podría quebrarse en cualquier momento. No hablo de los casos extremos, sino de los moderados, de los encauzables, de los que se pueden torear.
Hijos que pronto serán padres, por lo que todo vuelve a empezar. ¿Usted se sintió incomprendido?
Me sentí muy incomprendido por mis padres, por la ciudad —porque era un chico de pueblo—, por el centro —porque yo era periferia— y por gente que tenía gustos diferentes a los míos. Pero eso forma parte de tu desarrollo, hasta que a los cincuenta años puedes decir que te gusta José Luis Perales, porque ya te da igual lo que piensen los demás. O sea, el empoderamiento del no: negarte a hacer algo porque no te apetece o porque te lo puedes permitir. Eso es impagable.
Quizás aquellos padres, hoy abuelos, podrían ver a sus hijos como unos blandos. Entonces, no hablarían mucho con ellos porque ya tendrían la cabeza lo suficientemente ocupada. Padecerían sufrimientos y preocupaciones, aunque no se planteaban ir a un psicólogo, como sí lo han hecho sus hijos y nietos.
Las incomunicaciones e incomprensiones intergeneracionales tenían que ver con lo humano. Nuestros padres venían de cuarenta años de dictadura y los suyos, de la guerra: un mundo austero y recio. Bastante tenían con ir a trabajar y llenar la nevera. Además, tampoco había una pedagogía de los afectos, algo que llegó cuando nacimos nosotros, los baby boomers. Sin embargo, parece que esa educación diferente no sirvió para nada, porque tenemos hijos adolescentes y sigue habiendo incomprensión.
Creo que eso sucede porque las incomprensiones de ahora tienen que ver con lo tecnológico, en vez de con lo humano, por eso me parecen más pavorosas. Es decir, con la permanente mirada del otro sobre los chavales. A una edad en la que no están formados, les están demandando éxito y felicidad; no se les permite estar triste; en el grupo de Instagram, si en la foto son dos y no veinte, parecen unos derrotados y unos losers. Moverse en ese ecosistema es muy complicado y no sé cómo seríamos nosotros si hubiésemos pasado por ahí. Y esto es ayer en la historia de la humanidad.
Antes hablaba de los peligros de las jeringuillas en los parques. En ese sentido, generación tras generación, los padres se han encontrado con nuevas barreras, como pudo suceder en los ochenta y los noventa con las drogas o, ahora, con internet, las redes sociales y la multiplicación de espejos. Y vendrán otras cosas...
Que nos harán más ciegos... Muchos amigos me consideran un pitecántropo tecnológico, o sea, un ciberzote. Sin embargo, no es verdad: yo creo en la tecnología que nos humaniza, no en la que nos deshumaniza. Hace treinta años, nuestros padres nos decían: "Por favor, apagad la televisión". Porque era el gran elemento desestabilizador en la familia y había que acabar con ella a hachazos. Hoy, les decimos a nuestros hijos: "Por favor, venid a la tele, vamos a hacer algo juntos". El gran demonio ahora es el gran aliado.
¿Qué será lo siguiente? ¿Nos enfriaremos más? ¿Acabarán las nuevas tecnologías con los viejos valores? Y no hablo como un reaccionario, porque los viejos valores, la empatía o la capacidad de introspección tienen que ver con el progresismo. Si no sabemos estar con el otro porque solo le mandamos un whatsapp para darle el pésame, ni tampoco con nosotros mismos porque cada cinco minutos estamos mirando el móvil, ¿qué hostias somos?
Drogas, redes, abusos, anorexia, bullying, aislamiento... ¿A usted, que tiene dos hijos adolescentes, qué monstruo le da más miedo?
Todo proviene de una autoestima baja y de una distorsión que tiene que ver con cómo ves a los otros. Como dice Inés: "La adolescencia puede ser un infierno. Basta con el cielo de los otros. Es suficiente con que te los imagines más felices y más guapos que tú y sin el nudo que sientes dentro".
Y los chavales, entre ellos, ¿están más juntos o aislados?
No lo tengo claro, porque las redes también ayudan a la gente, combaten la soledad, generan resistencias a poderes totalitarios... Quizás están más pero peor conectados. Porque estar con el otro significa testar su dolor y hacerlo con los cinco sentidos. De hecho, estamos incluso inmersos en la multitarea afectiva, de modo que no ponemos nunca la carne en el asador por nadie, pues tenemos muchos trocitos nuestros puestos por ahí.
La novela refleja que la situación que atraviesa la familia protagonista, con sus grietas y sus silencios, se reproduce en las de sus amigos, todas aparentemente normales o perfectas, pero también con taras, aunque sean distintas.
El libro está testadísimo a través de muchas conversaciones con amigos que tienen hijos con problemas variados. Por ejemplo, la mitad de la clase de la hija de unos amigos toma ansiolíticos porque los alumnos están muy tensionados con la selectividad. ¡Hostias, si tienen diecisiete años! Es para hacérselo mirar...
Javier dice: "Somos esa generación que en su infancia dejaba el mejor sitio de la mesa para el padre y que ahora se lo deja al hijo".
Eso también tiene que ver con la culpa, de manera que al final les dejas el mejor sitio.
Los padres proyectan sus aspiraciones en los hijos. Si son humildes y les va bien, son felices. Si han tenido éxito, pero los chavales tropiezan, se sienten frustrados.
La paternidad es una maravillosa putada, porque consiste en amputar un miembro de tu cuerpo y soltarlo por ahí, de modo que ya no lo controlas. Inconscientemente, los padres y las madres apostamos en una ruleta rusa al 14 rojo y al 16 blanco, que son las fichas de tus hijos. Tu curro puede ser una mierda y tu pareja no quererte, pero si mantienes a tus hijos en un espacio de luz consideras que es un éxito y que tu vida tiene un sentido. Y, al revés, aunque te vaya muy bien, si ves que tu hija no es feliz te cagas de miedo, porque consideras que tu vida está siendo un fracaso.
Lo bueno de tener hijos es que siempre hay un hueco para la esperanza, porque si los salvas, tú también te has salvado. Las adolescencias nos dan miedo porque son como un túnel de lavado, donde entran por un lado y no sabes cómo saldrán por el otro.
"Los hijos se tienen porque quieres volver a esa edad".
En la vida también nos define lo que no estamos dispuestos a tirar, porque habla de tu infancia y de un momento en el que fuiste feliz. Por eso tenemos los trasteros llenos de objetos que hablan de nosotros. De algún modo, tener hijos es repasar todas esas costuras, regresar a la casilla de salida y volver a mirar a 75 centímetros de altura. Entonces vuelves a recorrer el mundo con los ojos de un niño y te paras delante un hormiguero porque ahí está sucediendo algo excepcional. En cambio, sin hijos, no reparas en esa bahía donde fuiste feliz, y a la que ya no vuelves.
¿Estamos siendo mejores padres que los nuestros?
Tengo muchísimas dudas. Creo que no, y eso habla mal de nosotros, de la sociedad, de los medios de comunicación... Siempre levanto como una bandera la palabra austeridad, como algo que tiene que ver con la generosidad, con empoderar a tu hijo, con decirle que a veces menos es más, con enseñarle la gimnasia de que puede ser feliz teniendo menos y de que, cuando vengan mal dadas, él se tiene que manejar en ese ring. Si no hay austeridad en la crianza, le faltará un engranaje muy importante para su supervivencia.
Al final no ha desvelado los dos grandes traumas de la novela.
El libro tiene dos historias encubiertas basadas en datos periodísticos brutales. Lo que más me llena de alegría es que mucha gente concernida por ambos traumas me ha confesado que son exactamente así.
Este libro es el segundo de una trilogía que podría cerrarse con la relación de unos hijos adultos con unos padres ancianos.
Quería hacer una trilogía que fuera una crónica sentimental de los baby boomers, hablando primero de aquellos viajes en el Simca 1000, del medio rural al urbano; luego de los viajes actuales, en los que tu hija va callada en el asiento de al lado mientras mira el móvil; y, finalmente, del viaje de unos hijos como nosotros para ver a sus padres en una residencia de ancianos. Tengo 51 años y las conversaciones con mis amigos oscilan entre las incomprensiones con los hijos adolescentes y el estado en el que están nuestros mayores, por lo que me gustaría profundizar en ese debate.
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