Rodrigo Cortés: "Uno se hace mayor cuando empieza a sentirse joven"
El cineasta y escritor publica 'Cuentos telúricos', una antología de relatos donde aúna la fantasía, lo cotidiano y el humor.
Madrid--Actualizado a
Habla tan bien como escribe. A veces, como el mago de sus cuentos, saca las respuestas de la chistera antes de que las preguntas cobren forma, como si hubiese presagiado el interrogante. Cineasta, locutor, guionista, literato, compositor y un para ya en el que siempre brilla.
En persona, todavía es más encantador, en todas las acepciones del término, porque cautiva pero también hechiza, como sus Cuentos telúricos (Random House), que tanto tienen de ilusionismo y encantamiento, aunque luego juega a rebajar la magia con un bocado de realidad —apunte doméstico o referencia pop— que desconcierta y magnetiza a sus lectores.
Si el niño de San Agustín intentaba vaciar toda el agua del mar en un hoyo excavado en la arena, no se imaginan lo que puede hacer el crío de Rodrigo Cortés (Cenlle, Ourense, 1973) en una playa con su inocente pala, protagonista de uno de los relatos tan fantásticos —también en todas sus acepciones, excepto en la de presuntuoso y entonado, pues el escritor es afable y cercano, al tiempo que erudito y renacentista— como humorísticos, donde resuenan los ecos de Kafka, Cunqueiro o los escritores que hacen bum.
En la antesala del libro, toda una declaración de intenciones: una mención a 'Merlín y familia'. Más que una sentencia, una cita.
Nada en el libro es una sentencia. Si hay alguna fábula, viene sin moraleja. Soy poco amigo de las lecciones, los consejos y las reconvenciones. La cita de Álvaro Cunqueiro viene a tiempo porque es un maestro a la hora de unir lo mágico a lo pedestre, casi a lo costumbrista, con una naturalidad extrema y con una prosa de una belleza casi inefable.
Iba a decir doméstico, pero casi mejor pedestre o, incluso, su híbrido: de andar por casa. Un ingrediente que desdramatiza los relatos, que no son rotundos, sino flexibles y abiertos.
Me doy toda la libertad al escribir, ni siquiera me pongo una meta. Parto de una frase, que puede ser cualquiera, y voy desenredando el ovillo, tirando del hilo, hasta ir conformando una forma de energía y de vibración, más que de historia, que me lleve a alguna parte.
Eso le pone muy difícil al lector adelantarse al texto y, efectivamente, le corresponde a él unir los puntos, porque los cuentos no dan respuesta y dejan un eco resonante con el que el lector hace lo que quiere: paladea una frecuencia y muchas veces vuelve a hacerlo para asegurarse de que exprime el texto, pero nunca hay rotundidad, por la misma razón por la que escribo la solemnidad de forma muy consciente.
Es decir, no me siento a ser divertido, sino que los textos resultan divertidos porque emergen de una mirada; ni tampoco me siento a ser mágico, sino que los textos resultan casi mágicos porque me doy toda la libertad del mundo y no necesariamente respetan las leyes de la física. Sin embargo, lo que sí que eludo conscientemente es la solemnidad y la gravedad, que me producen erupciones.
Y, para ello, también calza los relatos con cuñas irónicas y humorísticas.
Me pongo accidentes y trampas todo el rato, porque acojo cualquier idea o imagen por irracional que sea su origen. Y en cuanto algo se acerca a la solemnidad, enseguida la oralidad nos salva.
En ocasiones, impongo al relato un giro contraintuitivo para ver qué hago con ello, para ver si soy capaz de sobrevivir; o acojo nombres, por discordantes que sean de los personajes, para ver si soy capaz de seguir adelante a pesar de que tales elecciones suponen un problema objetivo.
Por ejemplo, en el cuento más largo, terrorífico, cruel y denso del libro, Gente serpiente, uno de los personajes se llama señor Silla, que es un buen nombre para una marioneta, no para un personaje que habita una zona tan perturbadora; una niña se llama Ángel; el cura se llama Consuelo; y el niño más terrorífico del relato, que me da miedo incluso a mí, se llama sin embargo Loli [risas]. Son trampas que me obligan a mantenerme alerta, y también al lector.
¿Todo está en la cabeza de un niño?
De algún modo sí, porque me he dado cuenta con el tiempo de que me impongo la vigilancia de un niño inespecífico de ocho años, que se hace policía de mi prosa. No escribo para niños, ni recomiendo necesariamente a un niño que lo lea, pero imagino a un niño robando el libro de la biblioteca de sus padres, como lo hacía yo. Y quiero que si tal cosa sucede, se entere o no de lo que pasa, nada lo expulse del libro.
¿Y qué leyó usted a esa edad en la que no podía leer eso que leyó?
Leí La metamorfosis a los nueve años y empecé a leer a Kafka con regularidad a los once. No me enteraba de nada, pero me divertía mucho. Para mí no había tanta diferencia entre Kafka y Poe, y sentía que había una especie de mirada burlona por encima de todo lo que sucedía [Rodrigo Cortés enumera otros libros prohibidos que leyó en su infancia, como ¡Viven!, Trópico de Cáncer o Trópico de Capricornio, atraído por sus "picardías", aunque lo abandonó en la página veinte].
Algo de Kafka —como ese guiño burocrático— y de Cunqueiro hay en sus cuentos, por no citar a otros referentes, como Wenceslao Fernández Flórez.
Yo no soy tan consciente, aunque esas referencias son ineludibles y fundamentales en mi vida, porque conforman una determinada visión. Podemos hablar también de Guy de Maupassant, de Jardiel Poncela, de Chéjov, de Salinger, de Roald Dahl y hasta de Stephen King. Pero también es igual de influyente una película de Tarzán que vi un sábado a mediodía, un niño al que conocí en el recreo que era tal vez más cruel de la cuenta o un camarero gracioso que no sabía que lo era. Somos lo que comemos.
Hablando de gastronomía, contaba Abraham García, el chef del desaparecido Viridiana, que García Márquez reservaba la mesa a nombre de Aureliano Buendía.
Cuando conocí a Robert de Niro, su hombre en clave en el hotel era Benjamin. Y así lo llamamos durante toda la preproducción para que nadie supiera que estábamos hablando de él. Todos los grandes actores tienen un nombre en clave en los hoteles.
¿Algunos actores se han metido tanto en su papel que se han quedado encerrados en él?
Lo desconozco. En gran medida, todos somos actores todo el rato y un personaje diferente para cada persona con la que hablamos. Dado que los actores tienen ese dominio de forma directamente profesional y un control muy grande de sus emociones y de su aura magnética, es inevitable que en su relación pública manejen esas armas hasta cierto punto. No sé si se ven atrapados por ellos mismos: supongo que algunos no paran de actuar de la mañana a la noche y otros son gente muy simple en el trato directo.
¿Se ha encontrado a intérpretes españoles más caprichosos que los de Hollywood?
Me he encontrado muy pocos actores caprichosos. Tengo la impresión de que depende mucho de cómo se encuentren, del ambiente que perciben alrededor y de si sienten que la nave va guiada o no, porque su trabajo está muy expuesto. A veces, como se ven en la necesidad de protegerse, las cosas se pueden torcer.
He percibido más tentaciones de capricho en actores jóvenes que aún no han cruzado determinados túneles que en aquellos que ya lo han vivido todo, que han estado arriba y abajo, que han sido muchas cosas y que han empezado a moderar su relación ante la vida conteniendo sus euforias y sus depresiones.
Pese a que ha llegado a actuar en sus cortos, a usted le gusta dirigir, aunque sea el rumbo de un cuento.
Bueno, no soy un actor en absoluto... De alguna manera dirigir es casi lo opuesto a actuar. El actor no debe observarse a sí mismo, debe ser. No puede simplemente fingir emociones, tiene que invocarlas y sentirlas de forma real durante un tiempo. Y eso pasa en gran medida por no pensar: tiene que entrar en un estado de flujo.
Al director, en cambio, le corresponde observar la jugada y estar en una situación de constante observación y autoobservación. Son armas completamente distintas. Hay actores que son buenos directores y al revés, pero usan herramientas diferentes cuando se ponen una gorra u otra.
En todo caso, usted prefiere dirigir a que lo dirijan, es decir, a estar a las órdenes de otro.
Por una cuestión de carácter, mi tendencia es a tener el control y a buscar el control. Dirigir es en gran medida dirigir el tráfico, porque tienes que marcar la dirección literalmente de muchos elementos. La razón por la que no interpreto es porque no sería suficientemente bueno. El truco para que los demás crean que lo haces todo bien es hacer en público solo lo que sabes hacer.
Ya que alude al truco, si fuese mago, ¿a quién haría desaparecer?
Un director de cine es necesariamente un prestidigitador, porque usa las mismas armas. Trata de jugar con los mecanismos de asunción del espectador para desviar su mirada, para guiarla, para hacerle creer que ha visto lo que no ha visto o para hacerle mirar donde le conviene. En cualquier caso, si pudiera hacer desaparecer a alguien, sin duda me eligiría a mí mismo, durante períodos perfectamente controlados.
¿Y a quién sacaría de la chistera?
Hay un viejo aforismo del mago que dice que para sacar un conejo de la chistera, lo primero que hay que hacer es meterlo dentro.
Parece que siempre tiene respuesta para todo, aunque a veces no responda concretamente a la pregunta.
En eso soy plenamente gallego. Entre otras cosas, porque soy gallego por decisión materna y, por lo tanto, por mandato lunar. No es un accidente: mi madre fue a casa a dar a luz, algo muy propio de las gallegas [ella vivía en Madrid, pero quiso parir en su aldea natal para que su hijo fuese gallego]. Mis profesores de literatura decían en el instituto que mis textos tenían una mala leche lúcida. Desde el primer momento, detecté que eso formaba parte de mi mandato.
Aunque se crio en Salamanca, nació en la aldea de Pazos Hermos, perteneciente a la parroquia de San Lourenzo da Pena, en el Concello de Cenlle, comarca de O Ribeiro, provincia de Ourense, y mejor no sigo... ¿No le parece mágica la división territorial y la organización administrativa, con base eclesiástica, de Galicia?
Mágica e incomprensible. Es el terreno del minifundio y la microtoponimia, de las peleas nimias por centímetros de linde, y eso determina un carácter que es imposible de desbrozar para cualquiera que tenga que manejarse con más de dos metros cuadrados de tierra.
Hay casos fronterizos que desbordan lo racional. Y, en la cima de esos limbos o tierras de nadie, tenemos los relatos 'arraianos' de Méndez Ferrín, cuyo género podría ser catalogado como realismo trágico —y tan mágico, claro—.
Galicia tiene una exuberancia en la prosa inexplicable. Una fecundidad que no tiene comparación. Desconozco el motivo, tal vez la propia exuberancia de su paisaje telúrico y esa convivencia entre lo mágico y lo terrenal que desdibujan sus fronteras. No solo Cunqueiro, sino también Wenceslao Fernández Flórez, Emilia Pardo Bazán, Valle-Inclán... Resulta muy difícil encontrar un lugar con plumas tan exquisitas.
En 'Cuentos telúricos' escribe que a los gallegos, justo antes de salir de viaje, les sobreviene la morriña cuando pisan el portal de su casa e incluso en el ascensor, "y al resto del mundo cuando se acaba una serie". Aunque usted no es muy nostálgico, ¿con qué serie ha sentido esa melancolía o esa 'saudade'?
Soy muy poco melancólico y descreo mucho de la nostalgia mecánica que se evoca con una canción o con un olor, y que dispara recuerdos que son necesariamente idealizados y, por tanto, falsos. Así que me mantengo muy alerta para permanecer en el presente. Cuando acaba algo, lo acepto como un hecho de la vida. Y, en general, si acaba bien, me alegro mucho de que no se haya alargado lo suficiente como para entregarse a la decadencia. Así que me he entristecido mucho más con series que se han prolongado más allá de lo recomendable, que con las que han acabado a tiempo.
Rodó su primer corto a los dieciséis años, su ópera prima, 'Concursante', a los 34, y la aclamada 'Buried', tres años después. David Trueba escribió en un relato que la juventud termina el día en que tu jugador de fútbol favorito es más joven que tú.
Yo lo veo de una forma ligeramente distinta, aunque complementaria: uno se hace mayor cuando empieza a sentirse joven.
Para rodar 'Buried', tuvo que adaptarse a las circunstancias, incluidas las presupuestarias. Muy Hitchcock, aunque él necesitó un espacio un poquito mayor que un ataúd para contar la Segunda Guerra Mundial: una piscina.
Hitchcock es una referencia absoluta e ineludible para Buried, no solo por el manejo de la tensión ni porque en una ocasión dijo que se veía capaz de hacer una película dentro de una cabina de teléfono, sino también por lo que hizo en Náufragos —en una barca en mitad del océano— o en La soga —ese reto en el que la película se vertebra en muy pocas tomas, sin apenas cortes—.
Sin embargo, paradójicamente, la verdadera referencia hitchcockiana para mí es Con la muerte en los talones, porque trataba de conseguir que ese personaje avanzara y avanzara, que se moviera kilómetros, que se arrastrara, que escapara de habitaciones menguantes llenas de pinchos o que esquivara leones en el último segundo, aunque no se moviera de esa caja.
Entiendo que, más allá del acto de escribir, publicar libros también podría ser una forma de seguir materializando historias a falta de una cámara, o sea, de una película a la vista.
No, es una forma directa de expresión que amo desde la infancia y que es muy pura y natural en mí. Adoro la palabra: con seis años, ya respondía de forma instintiva a la arquitectura de una frase. La literatura y el cine son los dos lenguajes que más amo, pero son radicalmente distintos, no los confundo y me gusta explotarlos al máximo para tratar de descubrir cuáles son sus límites sin que se rompan.
Es más neumático que válvula (de escape).
Sería así [válvula de escape o sucedáneo de un filme] si hiciera novelas narrativas o thrillers que, en el fondo, fueran falsos guiones espolvoreados de adjetivos. Es decir, la versión barata o asumible de una película.
Sin contar el tacto ni el olfato, ¿qué sentido preferiría perder?
Sin duda, preferiría perder el gusto y mantener la vista y el oído. Ahora bien, no es un deseo: estoy muy a gusto con el gusto.
Otra anécdota para paladares literarios, en este caso un tanto escatológica y protagonizada por Miguel Delibes [para no extendernos, pueden leerla en esta entrevista].
Hermosa anécdota de Delibes, muy cunqueiriana a su manera.
Precisamente, ahora se está representando 'Las guerras de nuestros antepasados' en el Teatro Bellas Artes, protagonizada por Carmelo Gómez y, en su día, por José Sacristán, quien figura en el reparto de su próxima película, 'Escape'.
Es una fortuna poder contar con él. Hace poco, en ese mismo teatro, representó Señora de rojo sobre fondo gris, también de Miguel Delibes. O sea, que todo queda en casa.
Pasan los años y José Sacristán suena a la voz de la conciencia del país.
Pepe es un ejemplo único. Tiene 86 años, que parecen veinte menos. Mantiene una lucidez enorme y, efectivamente, se ha convertido en esa especie de conciencia, entre otras cosas porque, a pesar de que su posición [política] es obvia, tiene muy claro que España somos todos y se dirige a todos de una forma muy cariñosa y ecuánime, por eso es tan querido. En un lugar tan lleno de zanjas, José Sacristán es una especie de sutura necesaria que hace simplemente desde el respeto a su oficio.
'Escape', que se estrenará el 31 de octubre, presenta a un hombre que quiere vivir en la cárcel. Ya hemos visto, tanto en la ficción como en la realidad, a personas que no le encuentran sentido a la vida una vez que salen de prisión. ¿La libertad puede ser un presidio?
A menudo lo es, porque libertad es prácticamente sinónimo de responsabilidad, y no es fácil hacerse cargo de la propia vida. En general, aseguramos querer ser libres, pero lo que de verdad queremos es estar cómodos, sean cuales sean las circunstancias que lo propicien.
Por otro lado, se me dan mal las moralejas, y la propia película no tiene una interpretación unívoca. Uno se puede sentir muy identificado con alguien que quiere bajarse de la vida, dejar de tomar decisiones y entrar en la cárcel, porque asume que tiene tanto derecho como el que más. Pero esa decisión se puede tomar también por razones egoístas y cobardes, por lucidez o como acto de libertad.
A usted la inspiración le pilla siempre trabajando. Podríamos decir que las probabilidades de que se le ilumine la bombilla son muchas, porque no para: columnas, pódcast, bandas sonoras y todo lo demás.
No niego la existencia de las musas, porque lo he comprobado empíricamente, pero no se presentan solas. Hay que invocarlas y, generalmente, es a través del esfuerzo.
Además de 'Aquí hay dragones', interviene en el exitoso pódcast 'Todopoderosos', dirigido por Arturo González-Campos y con la presencia del inimitable Javier Cansado y de Juan Gómez-Jurado. Sin acritud: hay quien aborrece al autor de 'Reina roja', pero el programa no sería el mismo sin él…
Es el único insustituible de los cuatro. Si Juan se fuera, se perdería toda la conexión de los demás, que no sabríamos qué decir. Además, Juan interpreta un personaje, o sea, hace de sí mismo. Hasta cierto punto, en radio todo el mundo elige una de las caras de su personalidad, que es la que desarrolla, como a su manera hacemos todos con cada persona. O sea, somos un personaje elegido para la persona con la que nos relacionamos. La generosidad de Juan Gómez-Jurado es prácticamente indescriptible, y en el programa también.
¿Hay algún actor aclamado por la crítica y el público que le genere rechazo?
No, pero me pasó una temporada, durante mi adolescencia, con Donald Sutherland, por algo tan superficial como su rostro. Del mismo modo que, cuando era pequeño, me costaba escuchar a Louis Armstrong porque me entraban ganas de aclararme la garganta todo el rato —y luego eso es lo que más me gustó de su voz—, a Donald Sutherland le veía una cara de memo que me impedía acceder más allá.
Cuando logré hacerlo y superé ese prejuicio mecánico y superficial, descubrí a un actor lleno de matices que se me hizo directamente simpático. Por eso digo que estas reacciones son mecánicas y dicen mucho más de nosotros mismos que de quien tenemos enfrente.
Su comentario sobre el gallego que siente morriña antes de salir de viaje me ha recordado aquella vez que se quedó atrapado con Carlos Boyero en un ascensor.
Boyero, en contra de lo que la gente piensa, en persona es el ser más entrañable y encantador del mundo. Es un rabito de nube. Si lo paras por la calle, te sonríe como un cachorro de chihuahua y te atiende con toda la amabilidad del mundo. Es pura dulzura.
Pero cuando se pone sus gafas de sol de crítico, se convierte en un ser implacable que no conoce a nadie. Conmigo siempre ha sido extremadamente amable y yo diría que ha hablado mal de todas mis películas, con la posible extensión de Buried, de la que habló bien para poder hablar mal, por comparación, de otra. Me lo encontré en una terraza el miércoles, sin ir más lejos, y te aseguro que es entrañable.
¿Le gustan sus críticas desde las tripas o prefiere las técnicas y analíticas?
Como lector solo entiendo y solo me interesa la crítica como análisis. Sin embargo, está muriendo, porque ni siquiera hay espacio para poder desarrollar un análisis en una crítica, y acaba siendo la expresión del gusto personal de un crítico. En ese sentido, puede ser útil si uno encuentra a alguien con gustos similares a los propios, y eso puede servir como guía, pero la crítica es otra cosa. Decía Rafael Azcona, con su mordacidad habitual, que los críticos son críticos frustrados.
De su sección en el 'ABC' salió un libro precioso, 'Verbolario'. ¿Escribir corto es más difícil?
No, eso es un mito muy extendido. En primer lugar, lo difícil es hacerlo bien, lo que sea. Y en segundo lugar, escribir en corto no es fácil, pero uno puede concentrarse mucho en la jugada y darle muchas vueltas al objeto, hasta que lo encuentra plenamente pulido.
El cuento tiene una dificultad: tienes que llegar tarde a un sitio, irte pronto y elegir un trozo de vida que sea lo suficientemente representativo de la vida misma y que resulte interesante de principio a fin, sin grandes introducciones ni angulosas despedidas.
Sin embargo, lo más difícil de todo es la novela, porque hay que conseguir que muchas más cosas funcionen durante mucho más tiempo; hay que mantener el estado de forma durante mucho más tiempo; y no valen las explosiones o, al menos, no bastan.
¿Por qué en España los libros de relatos no tienen el prestigio de la novela, que usted practicó con éxito en 'Los años extraordinarios'? ¿O, si lo prefiere, por qué las editoriales son más reacias a publicarlos?
Sí que tienen prestigio, aunque venden menos. El cuento es un género muy prestigiado desde Chéjov, Kafka, Salinger, Hemingway, Cortázar, Borges... Eran extraordinarios cuentistas. El prestigio lo mantienen impoluto, pero no las ventas. En general, los libros de cuentos se venden poco. No hay un motivo objetivo, sino probablemente varios, que tal vez sean una racionalizaciones a posteriori.
Uno: cuando lees una novela, sus dos primeros capítulos son una especie de bruma, porque tienes que ir conformando poco a poco contornos y perfiles, hasta que por fin aterrizas ese universo y empiezas a avanzar con fluidez. De algún modo, un libro de cuentos tiene que volver a arrancar el universo cada veinte páginas.
Otro: hay un tipo de lector que se siente complacido ante los libros de 700 páginas en los que siente que aprende algo: cómo se construyeron las catedrales, cómo era un cirujano en la guerra de Secesión, etcétera.
Y el vocabulario puro de la sensorialidad y de la evocación tal vez sea más apetecible para un lector algo más sensible, dispuesto a arrancar viajes que no prometan nada. Pero insisto en que no hay leyes inamovibles al respecto, del mismo modo que no encuentro ninguna razón real para que los libros de relatos no se vendan. Cuentos telúricos, sin ir más lejos, parece haber encontrado una brecha en Matrix y se está vendiendo igual de bien que Los años extraordinarios.
¿Qué música escucha mientras escribe? ¿Qué le hace concentrarse y qué le distrae?
Depende de aquello sobre lo que esté escribiendo, pero el barroco tiene una construcción casi matemática que me ayuda a entrar en determinada sintonía. A veces es música renacentista, otras son formas de minimalismo que no resulte particularmente percutido e intrusivo.
Lo cierto es que, cuando entras en ese estado de flujo, el mundo desaparece. Escribir no es el momento adecuado para escuchar música, pues en ese instante funciona más como un catalizador de una frecuencia vibratoria que como algo con lo que deleitarse. Cuando escucho música, solo escucho música. Fuera de eso, no me distrae casi nada y escribo muy cómodamente en cafeterías, incluso rodeado de ruido.
Ganó el Premio Mariano de Cavia por su columna 'La tortilla, ¿con tilde o sin tilde?', publicada en el 'ABC'. ¿Cree que hay autores que, aun partidarios de la tilde en 'solo' y en otras palabras que antes la llevaban, han dejado de ponerla no para cumplir la ley, sino para demostrar que conocen la nueva regla?
Por un lado, la lengua evoluciona y las reglas tratan de ser lo menos arbitrarias posible y ajustarse con sencillez a la mayor claridad posible. Gran parte de esta rebeldía tiene que ver simplemente con el apego a aquello que aprendimos nosotros. No soy un rebelde de la Academia y, en general, esas decisiones las toman lexicógrafos y gramáticos que se rigen por criterios muy poco arbitrarios.
Una de mis resistencias es la tilde en sólo, que sigo defendiendo hasta la última gota de sangre aun en el barro, porque me parece una de las pocas excepciones que admiten mantener la tilde diacrítica. Entiendo perfectamente las razones objetivas por las que ha desaparecido y entiendo que no tiene sentido separar un adjetivo de un adverbio con una tilde cuando no hay diferencia entre palabras átonas y tónicas.
Sin embargo, en el caso concreto de sólo se genera tanta confusión cuando no se diferencian con la tilde, tantas veces es interpretable la frase, tantas veces una misma formulación podría significar dos cosas distintas, que me mantengo aún firme en esa defensa, que por otro lado es más bien callada, y simplemente he pedido a la editorial y al periódico que la mantenga.
La tortilla, ¿con o sin cebolla?
Me es indiferente. En mi casa siempre la hemos tomado sin cebolla y me gusta así. Ojalá eso fuera todo lo que nos dividiera, incluyendo la tilde.
Y los libros, ¿con faja o sin faja?
Sin duda, sin faja. La faja es un elemento de venta, no sé si útil o no —está por demostrar—. Se ha acabado por convertir en un subgénero literario y son un sinnúmero los recomendadores que no han leído el propio libro. Una vez comprado, deshazte cuanto antes de la faja. Hazle ese favor al diseñador, al ilustrador de la cubierta y al autor, y úsala —eso sí, convenientemente doblada— para marcar la página del libro en la que has detenido la lectura.
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