madrid
"No hay que arrastrar los pies ni agachar la cabeza". Con estas palabras ensalzaba el pasado sábado Pablo Casado el “legado” del PP valenciano. La frase, infausta en boca del presidente del Partido Popular, podría sintetizar —paradoja mediante— el espíritu de muchos jóvenes valencianos durante la última década. Un buen puñado de músicos y un público fiel que no claudicó ante el páramo cultural de Arévalos y Osbornes promovido por ese temporal de caspa que duró —se dice pronto— dos décadas.
“Un país a orillas del mediterráneo que comienza a ver la luz tras años de gaviota, garrote y mordaza. Vivimos tiempos difíciles pero dejemos que la canción mate la pena”, apuntaba un alegórico Toni Mejías, integrante de Los Chikos del Maíz en una reciente entrevista en Público. Un paulatino alumbramiento que ha terminado por destapar un ecosistema de grupos y solistas con el compromiso político, la defensa de la lengua y la identidad por bandera.
“Hubo un tiempo en el que de puertas hacia fuera podía parecer que esto era un paraíso del fascismo, pero al mismo tiempo aquí siempre ha habido todo un submundo cultural que se ha ido gestando muy poco a poco”, explica Antonio Sánchez ‘Panxo’, líder de ZOO, banda exponente de esa escena combativa levantina que tuvo a bien no “agachar la cabeza”. Un “submundo” que ahora emerge heterogéneo en lo estilístico y con la palabra afilada como punta de lanza.
En palabras de Flora Sempere, integrante de El Diluvi, formación que revitaliza el folk autóctono desde Castalla, “la música ha sido el nexo de unión, si nos comparamos con Catalunya o Euskadi aquí la juventud ha estado mucho más atomizada, afortunadamente la música ha servido para vehicular nuestra defensa identitaria”. En efecto, décadas de anestesia institucional con una televisión autonómica entregada al servilismo como paradigma, terminaron por hacer mella en una generación de jóvenes que encontraron en la música su baluarte.
Tradición sinfónica
Pero por qué en València. Quizá la razón se encuentre en la tupida red de asociaciones que combinan la práctica y el aprendizaje de la música. En el imaginario valenciano, junto al consabido —y un tanto maniqueo— caloret faller, late también una arraigada tradición musical cuyo origen se remonta a 1709 con la constitución del Círculo Musical Primitiva Albaidense, primera asociación musical censada en toda España. Un estudio fechado en 2013 realizado por el académico Pau Raussell cifraba en 529 las sociedades musicales, las cuales agrupaban a 138.753 socios y 39.015 músicos federados. El que siembra recoge.
“Aquí cuando tienes seis años es muy habitual empezar en el colegio y en solfeo”, apunta Natàlia Pons, integrante junto a Mireia Matoses y Joan Rodríguez del grupo de rap Pupil·les. “Muchos de nosotros hemos pasado por una banda municipal, la música está presente desde pequeños”. También Panxo pone el foco en la tradición: “Creo que es una de las claves para entender lo que ha sucedido en València, aquí históricamente la música ha estado muy presente en la cultura popular”.
Referentes ‘abriendo camino’
Y en esa amnesia generalizada que supusieron los 90, surgen las voces autorizadas. Ilustres de la canción protesta y del folk cuyo legado llega hasta nuestros días. Hablamos, cómo no, de los reverenciados Ovidi Montllor y Raimon, pero también de formaciones mucho más recientes como Obrint Pas o La Gossa Sorda. “Estos grupos nos demostraron que a pesar de las instituciones se podía hacer camino, ellos fueron los que fraguaron la actual eclosión hasta el punto de que se ha creado una industria cultural alternativa”.
Nombres y formas de hacer que inspiraron a muchos y supusieron un auténtico despertar en medio de ese páramo cultural de campos de golf y circuitos de Fórmula 1. “Imagínate que tu mundo es ver Canal Nou y de repente descubres a gente como La Gossa Sorda o Aspencat; de repente se te abre un mundo político a tus pies, fueron muy importantes”, evoca Pons.
Una lengua en peligro
El desamparo del idioma fue otro de los motores que animó a muchos a subirse a un escenario. La falta de inversión en determinadas políticas culturales llegó a poner en entredicho la propia supervivencia de este bien cultural. Como denuncia Sempere: “Hubo un tiempo en el que en Canal Nou era impensable escuchar a gente como Obrint Pas o La Gossa Sorda, algo que lejos de minarnos lo que ha conseguido es hacernos reaccionar, darnos cuenta de la importancia de cantar en nuestro idioma”.
Una defensa que, en palabras de Panxo, “habría sido imposible sin el papel jugado por la llamada Escola Valenciana, una entidad cívica que ha abogado desde siempre por la normalización de la lengua”. Ya sea a través de conciertos o de proyectos como La Gira, propuesta musical que dio la oportunidad a muchas jóvenes bandas a tocar en diferentes pueblos de su comarca. “Consiguieron que la gente escuchara en su pueblo música cantada en su idioma, no te imaginas lo importante que era conseguir eso”.
Anhelo de bullanga
"Es inevitable, nos gusta aunar a la gente y disfrutar de la noche y de la fiesta, ese componente festivo está en nuestro adn", explica Vera, componente del grupo Mafalda. Una idea que comparte también Natàlia Pons, integrante de Pupil·les: "Nos gusta pasarlo bien y disfrutamos de la convivencia, creo que esto ha beneficiado mucho a la escena porque se han ido generando sinergias".
Entre la reputación y la idiosincrasia, el espíritu jaranero es algo que siempre se le ha achacado al autóctono. Tal es así que no hay quorum en cuanto a su influencia directa en la música valenciana. En cualquier caso ha hecho un flaco favor a muchas bandas que han quedado encasilladas en lo festivo de su propuesta. Quizá por ello Panxo prefiere matizar esto último: "Creo que es una leyenda urbana, estamos inmersos en una subcultura del ocio que está destinada a ser consumida de noche y por lo general en festivales y verbenas, pero entiendo importante hacer hincapié en que hay una riqueza estilística brutal; aquí hay grupos que hacen reggae, folk, rock mestizo, rap...".
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