Este artículo se publicó hace 2 años.
Acoge un plato: refugiados que tienden puentes gastronómicos para superar fronteras
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“¿Es que no somos todos humanos? ¿Acaso no tenemos sopas, cucharas, palillos, tenedores? ¿Gusto, sabores, especias, sentidos, afectos? Nutridos por la misma comida. Sentados en la misma mesa. Sujetos a la misma gastroenteritis…”
Cuando acoges a una persona que ha tenido que huir de su país, no solo acoges el pálpito de su esperanza y miedo… acoges su historia, sus sabores, el recuerdo de su abuela, madre y padre, la fotografía de sus tías, tíos y primos, reunidos alrededor de la mesa, la mesa que ya no está.
Da igual de dónde venga. Siempre es así.
Recibes en realidad un reflejo de ti, solo que en el lado adverso de esa mesa que llamamos azar. Acoges, por ejemplo, las flores de azúcar de Lisbeth Sotillo, refugiada venezolana, repostera profesional, que tuvo que huir por la persecución política.
Recibes los recuerdos de Lionel Zukam, refugiado camerunés que añora los platos de arroz (no se acostumbra al pan), y que siempre quiso ser cocinero, aunque en su país su padre no le dejara “porque era cosa de mujeres”.
Ambos cocinarán en unos talleres en Madrid dentro de la iniciativa Acoge un plato, impulsada por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), que comienza hoy en el Mercado de la Paz a las 19.00 horas.
La idea es sencilla: mostrarán y dejarán probar al público las recetas que han edificado sus afectos, porque la gastronomía nos une y vincula, supera las fronteras. Es un puente que, a pesar de las especias, nos iguala. Prueba de ello es que -como hemos hecho al principio del texto- podemos con ella parafrasear el discurso de la película Ser o no ser, del director Ernst Lubitsch, celebrada sátira contra el nazismo.
Allí, tal vez lo recuerden, un polaco se revuelve frente a los nazis y les dice, parafraseando a su vez a Shakespeare: “¿No nos alimenta la misma comida, no nos hieren con las mismas armas, no estamos expuestos a las mismas enfermedades?”
¿Es que no somos todos humanos?
La propuesta Acoge un plato busca que recordemos algo. Busca que nos acerquemos a sabores lejanos para comprender así la cercanía que nos une. Es, en cierta forma, un bufet de emociones.
Funciona en doble dirección: ayuda a estas personas a hacerse un camino en la cocina y hacia una vida mejor; ayuda a los vecinos que los acogen a comprender y apreciar su cultura, a recorrer el mapa de añoranzas que sobrevuela el olor de las especias.
Desde el año 2018, CEAR favorece con este proyecto la inclusión de las personas refugiadas. Tras el parón de la pandemia, hoy vuelven a Madrid con el taller Cocina de Camerún, a manos del cocinero Lionel Zukam, que preparará durante dos horas varios platos de su país.
Lionel enseñará y dejará degustar a quien quiera asistir al taller (35 euros el menú) no solo las recetas, su elaboración e ingredientes, sino que les transmitirá sus recuerdos, el significado de esa comida que dejó atrás.
Cuando le pregunta el periodista, Lionel no quiere hablar del motivo que lo obligó a huir de Camerún. Quiere hablar de la comida, de lo positivo, de lo que nos une. Asegura que guisar debe hacerse con “amor, con corazón, si quieres que salga bien”. Nuestras abuelas decían lo mismo. La abuela de Lionel seguro que también.
Preparará en el Mercado de la Paz platos típicos de su país, propios de celebraciones y días de fiesta. El primero será el Ndolé, receta nacional, un estofado de carne de ternera, gambas, cacahuetes, y las hojas amargas de una planta de África occidental que le da el nombre y un gusto especial. “Se tiene que limpiar muy bien, porque tiene un sabor amargo”, explica.
Luego hará el Pollo DG, un guiso “que lleva pollo, plátano macho, zanahoria, y más cosas, y que debes cocinarlo también con paciencia”, asegura. Lo cerrará con un postre de buñuelos o “beignets”, el dulce más consumido en su país.
Son platos especiales, contundentes, sabrosos, que buscaban en su origen alimentar a muchos. Platos de una comunidad partida por las olas de un futuro incierto. Platos que pueden ser nuestra paella, fabada, o cocidos… al otro lado de la mesa.
Lionel aprendió a cocinar al llegar a España hace seis años, tras solicitar la residencia por arraigo social, dejando atrás a su familia y un negocio de ropa. Ahora trabaja como primer cocinero en las cocinas centrales de CEAR en Getafe y sueña con abrir algún día su propio restaurante de comida de Camerún.
El segundo taller se celebrará el 31 de marzo en el Mercado de Prosperidad y estará dedicado a la cocina venezolana. Será a cargo de Lisbeth Carolina Sotillo, quien llegó a España cinco años atrás desde Caracas, tras tener que escapar con su madre y su hija. Actualmente también trabaja como cocinera en las cocinas de CEAR.
Lisbeth tiene voz de repostera. En su país era una profesional, “maestra de azúcar”, y está especializada en "botánica de flores" (crea artesanalmente adornos florales hechos de dulce que luego se comercializan en los pasteles). Pero su anterior vida se truncó y tuvo que empezar de nuevo. Un viaje en avión, cinco maletas, su instrumental de repostería, la ilusión de regresar en pocos meses…
En el taller preparará un plato similar a una tortilla (aunque más elaborada, con muchos ingredientes y muy nutritiva). Se llama cuajado de pescado y es una receta típica de Semana Santa en Venezuela. Allí, antiguamente, por influencia colonial, tampoco comían carne en la Cuaresma. “Se puede hacer con cazón o con bacalao, y lleva también plátanos maduros, aceitunas y otros ingredientes”, asegura. Un plato mestizo, criollo, sincrético: mezcla de muchos mundos.
Pero, por encima de todo, este cuajado le sabe a nostalgia infinita. Nostalgia de una familia grande que ya no puede reunirse, el gusto de haberse criado en medio de muchos tíos, tías y abuelos. En el cuajado está el vínculo de Lisbeth. Está la celebración, la unión, el amor, la necesidad del ser querido, la generosidad, el desgarro, el vacío oceánico, el regalo de compartir y nutrir…
Cuando se juntaban en Venezuela, recuerda, todos llevaban sus tortillas y las compartían en la mesa grande. Cada tortilla sabía distinta, tenía la huella de alguna de sus tías. En ese cuajado hay entonces un universo. “Hay tías, abuelas, que se quedaron allá, hay un momento de familia, hay algo que fuimos recibiendo de generación en generación”, asegura.
La mejor forma de conocer a un extraño es comiendo con él. Esto se sabe de antiguo, cuando la hospitalidad se servía con vino o té. Sea yuca, pan o arroz, el alimento es intercambiable cuando hablamos de la emoción. Todos los pueblos tienen su gastronomía. Todos los pueblos aman a alguien.
“Estos talleres hacen que les transmitamos a las personas que van cuáles son nuestros orígenes, lo que nos trajo aquí, compartir nuestra cultura, nuestros platos típicos, y que sepan que venimos por unas circunstancias, unos por guerras, otros por situaciones económicas, pero también a ayudar, a fortalecer una economía, a hacer un aporte a la sociedad”, dice Lisbeth.
Cuando acogemos a alguien también recibimos su llegada a un nuevo mundo sin sus sabores elementales. Un mundo que sabe extraño. Acogemos las ganas de recuperarlos y de compartirlos, las ganas de formar una nueva mesa.
La comida es como un espíritu que te llevas por el mundo, un sentido extrañado en la diáspora. Cada receta es como un artefacto que se transmite de padres a hijos, un artefacto que, cuando burbujea en el guiso, tiene la capacidad, como El Aleph de Borges, de contener todos los afectos del mundo.
“Es algo que conecta con eso que tú dejaste pero que está allí”, concluye Lisbeth.
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