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La aritmética no falla. La habitual asepsia de los números confiere a los titulares una contundencia que las palabras no siempre alcanzan. Para muestra un botón: En 2016, el 1% más rico tendrá más que el resto de la población mundial. El dato –hecho público por la organización OXFAM y replicado incansablemente por agencias y diarios de medio mundo–, evidencia con claridad meridiana lo que, a buen seguro, más de uno ya intuía, a saber; que alguien se lo está llevando crudo. Si extrapolamos estos datos al mercado del lujo, todo cuadra. Entre 1995 y 2012, dicho mercado pasó de facturar 77.000 millones de euros a 212.000 millones anuales.
Sin embargo, estas cifras, por disparatadas que parezcan en una coyuntura de crisis, no son más que una mera aproximación ya que se limitan a aquellos productos que habitualmente han caído bajo la categoría de lujo: moda, productos de belleza, perfumes, joyas o relojes. Como apunta el filósofo Yves Michaud en su último ensayo El nuevo lujo. Experiencias, arrogancia y autenticidad (Taurus), en las últimas décadas ha aparecido una nueva forma de lujo al que bautiza como “lujo de experiencia” en contraposición al tradicional “lujo de objeto”.
Hablamos de un señor que quiere ver una película en su playa privada pero al que le molesta la arena y ordena a sus mayordomos que le alfombren el camino a la proyección, hablamos de ser el primer turista espacial de la historia, hablamos de comprar islas o monumentos precolombinos, hablamos de que Christina Aguilera cante en el cumpleaños de tu hija, hablamos –atención al desvarío– de comprar un trozo de tierra junto al nicho de Marilyn Monroe para enterrar a tu cabra. Como ya supondrán, la facturación anual de ese lujo ya no es de 190.000 o 200.000 millones de euros sino, según algunas estimaciones, de un billón de euros al año.
La facturación anual de ese lujo ya no es de 200.000 millones de euros sino de un billón de euros al año
Michaud apunta que más allá de la mecánica del capitalismo y del frenesí consumista que nos lleva a la veneración de la ostentación y la arrogancia, lo que verdaderamente subyace en el fondo es “un individuo obsesionado por el placer, la necesidad de existir y de ser visible”. Pero, ¿de dónde surge esa necesidad? El filósofo pone el foco en la fragilidad del individuo contemporáneo, “el éxito de las industrias del lujo –explica el académico– radica en que han sabido detectar su malestar con la identidad y sus estrategias para superarlo”.
El hedonismo en parte lo consigue, solo así se puede explicar que el regalo estrella de estas navidades haya sido un palo para hacerse ‘selfies’, el selfie stick para ser exactos. Salvoconducto ideal para practicar lo que el profesor Michaud denomina “vía de la ostentación narcisista”, o lo que es lo mismo, si no tienes un paparazzi a mano que te asedie tras las esquinas, fotografíate a ti mismo y practica el “yo-estuve-ahí-y-tú-no”. Porque, tal y como indica el profesor, ya no basta con “ser alguien”, ahora también se valora “dar envidia”.
Por otra parte, también la experiencia puede paliar los sinsabores de una maltrecha identidad. Una experiencia que, como se suele decir, “no tiene precio” pero que aún así se compra, faltaría más. Se trata, al fin y al cabo, de una ficción que le hace sentir al consumidor que vive intensamente, que tiene una vida auténtica. Ahora bien, la pregunta del millón, ¿qué se supone que es la autenticidad? La noción de autenticidad no tiene substancia, mejor dicho, lo auténtico es lo que se cree auténtico, por lo que lo realmente importante es que la experiencia coincida con la idea que tenemos de autenticidad. En definitiva, “el verdadero lujo es el que nos siguen haciendo creer que lo es, cuando lo consiguen. Lo único que cuenta es que las ventas no decaigan”, zanja el profesor.
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