El último aliento del surrealismo se apagó. Leonora Carrington, la única surrealista viva, falleció la madrugada de ayer a los 94 años en la Ciudad de México. Se fue con el viento a otro lado. Como siempre hacía. El propio Max Ernst, su gran amor, la bautizó como “la novia del viento” por su desarraigo.
Ya de niña, Carrington decía que era “un caballo”, como recuerda en sus memorias publicadas este año por Elena Poniatowska, Leonora (Seix Barral, 2011). Y, como buen caballo, huyó de la rigidez de una familia provinciana y adinerada de la Inglaterra del primer cuarto del siglo XX para estudiar artes plásticas. En Londres conoció a
Ernst y juntos se mudaron a París. A través de él, se integró en el surrealismo y se codeó con personajes como André Breton, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Remedios Varo, André Malraux y Luis Buñuel.
En la II Guerra Mundial, Ernst fue encerrado en un campo de concentración y Carrington enloqueció hasta el punto de acabar drogada en un manicomio de Santander. Finalmente recaló en Lisboa, donde conoció al escritor mexicano Renato Leduc, con quién llegó a México en los años cuarenta.
Desde entonces, Carrington guardó su caballo en este país, donde arreció el viento. Sin embargo, en su particular lenguaje pictórico, se mezclan todas estas influencias viajeras. Los mitos celtas y la psicología jungiana de los sueños se combinan con la cosmología maya e indígena. Con todo, la obra de Carrington habita en un universo delirante, encantado, donde se transluce una particular mirada y un rico mundo íntimo.
Sus cuadros nos obligan a reinventar nuestra mirada y dejarnos sentir, hasta adentrarnos en nuestros propios abismos. Así, sus animales fantásticos, de trazo delgado, nos recuerdan nuestros miedos y nuestras pasiones. Carrington nos invita a dejarnos fluir más allá de la domesticación de lo cotidiano. El Nobel mexicano Octavio Paz dijo de ella, que era “un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sombrilla que se convierte en un pájaro que se convierte después en pescado y desaparece”.
En sus lienzos se mezclan tiempo y espacio, las imágenes fluctúan entre el sueño y la vigilia, descubren viajes físicos y metafísicos, historias reales y míticas, realidades domésticas y trascendentales, imaginación y fantasía, como explica el crítico de arte Orlando Aguirre en la revista Arts Studio Magazine. Siempre repelió los focos, y por eso su obra y su persona no han tenido la repercusión que merecen.
Sin embargo, Carrington mantuvo la actividad hasta el final. Apenas hace un mes asistió a la inauguración de su última exposición, diez esculturas en bronce donde retoma su mundo onírico. Además de esta muestra, sus principales pinturas forman parte de la colección del Museo de Arte Moderno de México y un puñado de sus esculturas adornan el paseo de la Reforma, la arteria financiera de la capital.
Entre sus cuadros sobresalen La giganta, El despertar, Y entonces vi a la hija del minotauro y El juglar. También destacan cientos de dibujos, esculturas, cuentos, piezas de teatro, tapices y el mural El mundo mágico de los mayas. Carrington cultivó muchas facetas y fue una artista total. Y ahora, aunque el viento se la haya llevado a otro lado, su magia seguirá flotando en su prolífica y excepcional obra.
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