Gotelé de cerebros, charcos de sangre y juguetes sexuales: así trabaja un limpiador de escenas del crimen
Neal Smither está especializado en la limpieza de homicidios, suicidios y muertes accidentales. Hayley Campbell describe su oficio en el libro Todos los vivos y los muertos.
Madrid-
Cuando Neal Smither vio la escena de Pulp Fiction en la que Harvey Keitel les explica a John Travolta y Samuel L. Jackson cómo limpiar la parte trasera del coche, supo cuál sería el trabajo de su vida. Ya saben: Jules Winnfield conduce, a Vincent Vega se le dispara la pistola accidentalmente y el tiro impacta en la cabeza de Marvin, poniendo todo perdido.
Entonces recurren al Señor Lobo, quien les indica cómo proceder: “Tienen que ir al asiento trasero y recoger todos esos trocitos de cerebro y cráneo. Sáquenlo todo de allí. Después limpien la tapicería: no hace falta sacarle brillo, no se usa para comer, límpienla a conciencia una vez. Sobre todo, hay que cuidar las partes especialmente manchadas y los charcos de sangre que se hayan formado. Hay que recoger toda esa mierda”.
Mientras veía la película de Quentin Tarantino, es posible que Neal Smither recordara el día que tuvo que fregar el lateral de la casa donde veraneaba, impregnado de trozos de cerebro. Un vecino se había suicidado con un rifle y, como sus abuelos eran mayores, se encargó de adecentar la pared. Tenía solo doce años y todavía no se le había pasado por la cabeza convertirse en un limpiador de escenas del crimen.
Hoy regenta en California la empresa Crime Scene Cleaners y sale en programas como True Grime, un juego de palabras que combina el crimen real con la mugre verdadera, como la que él y sus ocho empleados deben quitar cuando reclaman sus servicios. No todos los encargos están relacionados con la muerte, porque también combaten las plagas de ratas y chinches, aunque el principal reclamo de su web y sus redes sociales es su especialización en la limpieza de homicidios, suicidios y muertes accidentales.
Así dio con él Hayley Campbell, autora de Todos los vivos y los muertos (Capitán Swing), un libro sobre personas que han hecho de la muerte su trabajo. Durante la pandemia, cuando los neoyorquinos hacían sonar las cacerolas desde sus ventanas en agradecimiento a los trabajadores esenciales, ella escribía su libro mientras lloraba por los trabajadores ocultos que, en ese mismo instante, se encargaban de organizar los funerales y de velar los cadáveres en las morgues temporales que surgieron por toda la ciudad.
Hay una industria de la muerte de cuya existencia no fuimos conscientes ni durante la pandemia. Neal Smither, un cincuentón bajito con pinta de porrero obsesionado con sacarle brillo a sus gafas, también ha desinfectado espacios y hogares con pacientes afectados por el coronavirus. Además, entre sus tareas figura vaciar casas de personas con síndrome de Diógenes, aunque a Hayley Campbell le interesaba su relación con la muerte, de la misma manera que había entrevistado a embalsamadores, verdugos o identificadores de víctimas de catástrofes.
“Hay tres cosas que casi siempre están presentes en la escena de un asesinato”, le espeta a la periodista británica. A saber: parafernalia porno, drogas y un arma. Luego detalla que no hay escena del crimen donde, si rebusca a conciencia, no encuentre un dildo. Una boutade que se le permite a alguien con un oficio tan inusual, quien no dudó en repartir flyers por la calle, en patrullar con la brigada de homicidios y en usar a su abuela como cebo para promocionar su negocio. La señora no corrió peligro: simplemente se hacía pasar por una clienta satisfecha que escribía cartas de recomendación a policías y forenses.
Con ganas y estómago, cualquiera podría limpiar la escena de un crimen, podrían pensar los lectores. Sin embargo, Neal Smither recuerda que los pies de las moscas “esparcirán la mierda por todas partes”, por lo que hay que limpiar cada rincón, no solo “eliminar el origen”. Por ejemplo, “una mancha de sangre en la alfombra es cuatro veces más grande debajo de ella”, desvela el propietario de Crime Scene Cleaners, fundada en 1996 y con sede en la ciudad de Orinda. “Si la mancha tiene el tamaño de un plato, vas a tener que cortar más de un metro de alfombra”.
Hayley Campbell recuerda la obsesión del artista Andy Warhol con la muerte, presente en su obra, y la omnipresencia del fotógrafo Weegee, siempre atento a la radio de la Policía de Nueva York, en los lugares donde se había producido un crimen. La periodista asocia sus cuadros y fotos con las imágenes que Neal Smither publica en su cuenta de Instagram, aunque en este caso no se trata de arte ni de periodismo. “Son simplemente gore sin sentido”. Pese a que no menciona la identidad de las víctimas, en ocasiones sus familiares lo insultan en los comentarios. Los asesinatos, como para Weegee, son su negocio. Y él lo promociona así.
Su trabajo, asegura, no le afecta. Tampoco los antecedentes o los móviles de los asesinatos. “No es asunto mío”, le responde a la autora de Todos los vivos y los muertos, quien trata de indagar en la memoria indeleble. ¿Qué visión se le ha quedado grabada a fuego en la retina? Quizás las huellas de un niño en un pasillo, estampadas en el suelo con la sangre de sus padres. “Durante los primeros cincuenta trabajos o así, todos queremos conocer la historia detrás de la escena, pero luego deja de importar y ni siquiera la vemos. En la mayoría de los casos, al salir de la casa ya nos hemos olvidado”.
Un cínico que siente asco hacia sus clientes —“me repugnan”—, quienes a veces no se preocupan por sus familiares hasta que les notifican su fallecimiento, acuden a su vivienda y rapiñan todo lo que tiene valor, explica. “Estoy limpiando y ellos andan revolviendo los cajones, buscando objetos que puedan quedarse como si les pertenecieran desde que nacieron. Odio cuando hacen eso”. Tampoco siente empatía con las víctimas.
“Su trabajo consiste en eliminar cualquier rastro de una persona en la escena, en deshumanizar literalmente la situación para que le sea más fácil vender la casa al primo lejano que anda revisando los cajones en la habitación de al lado”, escribe Hayley Campbell. “Pero ambos están en el mismo lugar por la misma razón y quizás eso es lo que en el fondo asquea tanto a Neal. Son buitres. Y él cobra por ello”.
Antes de que el dueño de Crime Scene Cleaners se suba a su camioneta —matriculada con el acrónimo de hemoglobina— para regresar al trabajo, la periodista le pregunta si le tiene miedo a morir. “Claro”, responde, aunque está convencido de que su fallecimiento nunca requerirá los servicios que él presta. Ha comprado una casa en Ohio en la que planea retirarse en breve y, cuando le llegue la hora, asegura que empleará su último aliento en subir una montaña para que lo devore un oso. Una muerte inmaculada.
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