En 1492, los Reyes Católicos expulsaron de España a judíos y musulmanes. Los primeros habían capilarizado la Península Ibérica desde la época romana, mientras que los segundos llegaron en oleadas con la invasión de bereberes y árabes a través del Estrecho de Gibraltar en el año 711. Tras la expulsión, algunos se quedaron bajo la condición de convertirse al cristianismo.
Lo que la expulsión no pudo borrar es una herencia que permanece viva, transmitiéndose de padres a hijos en cada generación. En la década de 1960, Luca Cavalli-Sforza fundó lo que llamó geografía genética, el mapa y la evolución del paisaje humano a través de la huella que sus genes han sembrado durante la historia de sus migraciones.
Hoy los genetistas de poblaciones humanas tratan de unir los puntos de la odisea humana a través de este rastro genético que, a falta de registros documentales, puede iluminar lo sucedido en tiempos prehistóricos.
Pero no todo quedó atado en la prehistoria. Según Mark Jobling, de la Universidad de Leicester (Reino Unido), “las migraciones e invasiones en tiempos históricos también tienen profundos efectos en los paisajes genéticos”. Desde hace años, Jobling ha afrontado estos estudios tomando como testigo el cromosoma masculino Y, que se transmite de padre a hijo varón. En Leicester participó en estos trabajos la investigadora Elena Bosch, hoy en la Unidad de Biología Evolutiva de la Universidad Pompeu Fabra (UPF).
En colaboración con otros grupos de España, Portugal, Francia e Israel, los científicos han analizado 1.140 muestras de hombres de la Península y Baleares para rastrear la huella genética de norteafricanos y sefardíes en el cromosoma Y.
Para establecer los patrones, determinaron los rasgos genéticos propios de estas poblaciones en sus enclaves actuales y los compararon con el perfil de los vascos, la comunidad ibérica que históricamente ha mantenido un mayor aislamiento genético.
Según publica hoy American Journal of Human Genetics, el resultado global arroja un 10,6% de ADN norteafricano y un 19,8% de herencia sefardí en la población hispano-portuguesa. En total, casi un tercio del patrimonio genético ibérico.
Francesc Calafell, codirector del proyecto en la UPF, explica a Público: “La cifra de los sefardíes puede estar sobreestimada, ya que en estos genes hay mucha diversidad y quizá absorbieron otros genes de Oriente Medio”. No ocurre igual con los genes norteafricanos, más uniformes, como corresponde a una colonización más reciente y explosiva.
La distribución regional rompe tópicos. Dejando aparte a los vascos, elegidos como metro de platino e iridio de los genes ibéricos, la Península se parte en dos, pero no a lo ancho, sino a lo largo; la herencia africana y sefardí es mayor a la izquierda de la divisoria y, por ejemplo, la huella africana es mínima en Andalucía Oriental.
Los genes norteafricanos están más presentes en Castilla occidental, Galicia y Menorca, mientras que el rastro judío iguala al ibérico en Asturias y es notable en el sur de Portugal, Aragón e Ibiza.
Calafell señala que el patrón obedece a movimientos forzados: “A mediados del siglo XVI, tras la revuelta en las Alpujarras, los moriscos de Granada fueron deportados a Castilla; dejaban, por ejemplo, 300 en Ávila, 250 en Valladolid... Hoy detectamos ese rastro”.
¿La historia escrita con las cuatro letras del ADN? “No pretendemos eso, la historia es segura; lo que hacen los datos es hablarnos de su persistencia”.
Frente al interés del estudio, sorprende el análisis de Calafell: “Es un campo que se acaba, porque las preguntas que podíamos responder ya están respondidas”. Un ejemplo: “Si dentro de 3.000 años buscamos genes andaluces en los catalanes, no los encontraremos, porque las diferencias se diluyen con el tiempo”. ¿Pone en duda Calafell la validez de los tests de ancestros? “Están bien para los americanos, nosotros ya sabemos de dónde venimos”. “El futuro de la genómica está en las aplicaciones biomédicas”, concluye.
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