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Destellos de genialidad

La vida del inventor del limpiaparabrisas, que Hollywood ha llevado
al cine, desvela el duro día a día de los pequeños creadores 

NUÑO DOMÍNGUEZ

El limpiaparabrisas de un coche parece un aparato de lo más prosaico. Pero este dispositivo provocó una batalla histórica en la que dos gigantes del automóvil fueron derrotados por un modesto inventor de Detroit. Esas dos varillas que permiten ver la carretera en un día de lluvia son la versión americana de la historia de David contra Goliat.

En 1964, Bob Kearns, un ingeniero cuyo primer invento fue un peine que dispensaba tónico capilar, creó en el garaje de su casa el prototipo del limpiaparabrisas actual. Hasta entonces, estos aparatos funcionaban sin pausas, lo que en ocasiones dificultaba la visibilidad. En cambio, el modelo de Kearns era como un ojo, es decir, parpadeaba cada cierto tiempo. El papel de Goliat lo encarnaron sucesivamente Ford y Chrysler, a quienes Kearns denunció cuando descubrió que le habían robado su invento.

'La gente como Kearns tiende a no rendirse cuando tienen una idea', señala el periodista y escritor John Seabrook. Desde los años noventa, el autor se ha especializado en seguir los pasos de inventores desconocidos para el gran público y narrar sus historias. Su artículo sobre el inventor del limpiaparabrisas encabeza una recopilación de sus mejores artículos, recién publicada en EEUU y llamada Flash of Genius (St Martin's Press), algo así como destellos de genialidad. La historia de Kearns ha llegado también a Hollywood con Flash of Genius, una biografía algo dulcificada, protagonizada por Greg Kinnear, que se acaba de estrenar.


'Nunca tuve claro si ésta es una historia de éxito o de fracaso', confiesa Seabrook. De niño, Kearns quedó fascinado por la descomunal planta que Ford tenía en Detroit cuando esta ciudad era la capital mundial del automóvil. Su sueño siempre fue trabajar para ellos, así que, cuando inventó el limpiaparabrisas, no dudó en mostrar su idea a Ford. La compañía, que estaba investigando la manera de fabricar limpiaparabrisas intermitentes por su cuenta, primero se interesó pero después desechó el modelo de Kearns. Poco después, Ford sacó al mercado el primer coche con limpiaparabrisas intermitentes. Un modelo muy parecido al de Kearns. Durante los años setenta, el producto se popularizó y otros fabricantes estadounidenses y europeos lo incluyeron en sus coches. Kearns se sintió traicionado y denunció a Ford por vulnerar su patente en 1978.

Casi 15 años después, y tras un largo proceso legal en el que el ingeniero se representó a sí mismo, Kearns ganó el juicio. Ford le pagó 10 millones de dólares como compensación y, dos años después, el ingeniero recibió más de 15 millones tras ganar otro juicio contra Chrysler. Pero el inventor nunca consiguió lo que realmente deseaba: el reconocimiento por parte de Ford de que le había robado su invento.

El de Kearns es sólo un ejemplo del enorme poder que tienen en EEUU los inventores, o mejor dicho, sus patentes, reflexiona Seabrook. La ley de patentes es un arma de doble filo cuyo proyecto de reforma está estancado en el Senado. Mientras muchos inventores defienden la ley por la amplia protección que les ofrece, las principales compañías tecnológicas opinan que es un obstáculo para la innovación. Y es que la ley también ampara a aquellos cuya principal fuente de ingresos es acumular patentes, sin ninguna intención de desarrollarlas, y denunciar luego a cualquier empresa que las ponga en marcha. El mundo corporativo los llama patent trolls, los ogros de las patentes.

El caso más destacado lo representa el ingeniero Jerome Lemelson, el segundo inventor estadounidense más prolífico tras Thomas Edison. Autor de más de 600 patentes, es para unos el héroe de los inventores anónimos y, para otros, poco menos que un estafador. Sus patentes eran como peajes en una carretera que compañías como Sony, Apple, Sanyo o Siemens tuvieron que pagar, cuenta Seabrook. Lemelson no materializaba la mayoría de sus patentes sino que esperaba a que fueran otros los que lo hicieran. Cuando sus ideas sobre teléfonos, reproductores de vídeo o faxes eran utilizadas por grandes compañías, Lemelson acudía a los tribunales con su patente bajo el brazo. El inventor ganó así más de 1.000 millones de dólares y antes de su muerte, en 1997, creó una fundación para ayudar a pequeños inventores.

También hay abogados especializados en comprar ideas y sacar cuantiosas sumas a grandes compañías por utilizarlas. Sus únicas armas son unos cuantos folios registrados en la Oficina de Patentes de EEUU. En 2006, RIM, fabricante de la Blackberry (líder en el mercado de teléfonos inteligentes en EEUU) pagó más de 600 millones de dólares a una pequeña compañía que poseía una patente sobre el envío de correos electrónicos. Pero el primer ogro de las patentes es un abogado de Chicago llamado Ray Niro, quien recibió ese mote durante un juicio contra Intel, el gigante de los microchips. Héroe o villano, Niro lleva casi 40 años enfrentándose a poderosas compañías y ganando sumas astronómicas en muchos casos. El abogado defiende su reputación diciendo que, en EEUU, nadie llama 'ogros inmobiliarios' a la gente que compra y vende terrenos.



'Yo simpatizo con los inventores que trabajan solos pero es tan fácil abusar del sistema que es necesario reformarlo', señala el escritor. La reforma de la ley de patentes es una patata caliente que ha estado dando vueltas durante años. El año pasado comenzó a debatirse en el Congreso un nuevo borrador que reduciría el número de juicios y frenaría a los ogros. La ley la apoyaban empresas cuyo negocio se basa en tecnologías en constante evolución como Google o Microsoft. En el otro lado se encuentran las grandes empresas farmacéuticas, que viven de sus patentes sobre medicamentos.

Y, ante la crisis económica y con las elecciones a la vuelta de la esquina, no parece que éste vaya a ser un tema primordial en los próximos meses. 'Es muy fácil abusar del sistema de patentes porque es difícil definir qué es exactamente un invento. Y siempre ha sido así', concluye Seabrook.

De no ser por los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, en los que murieron casi 3.000 personas, el estadounidense Leslie Robertson hubiera permanecido en el relativo anonimato de los ingenieros estructurales. Mientras los arquitectos se llevan casi toda la fama, especialistas como Robertson diseñan la estructura interna de los edificios. Este experto trabajó en rascacielos como el World Financial Center de Shangai, la torre del Banco de China en Hong Kong y la Torre Europa de Madrid. Pero fue su papel como ingeniero jefe de las Torres Gemelas, en el World Trace Center de Nueva York lo que le hizo saltar para siempre a una fama tan grande como dolorosa.
“No puedo quitarme de la cabeza a la gente que murió allí. Cuando veo los escombros imagino que las torres están aún en pie, ardiendo. Soy incapaz de borrar esa imagen de mi mente”, declaró Robertson en 2002.

La imagen de Manhattan
El ingeniero fue extremadamente cauto en el diseño de las torres, que se inauguraron en 1972 y 1973 y desde entonces marcaron el skyline de Manhattan. “Soy una persona metódica, así que hice una lista de todos los problemas que podían ocurrir e intenté hacer que el edificio las resistiera”, dijo el ingeniero en una entrevista, con John Seabrook (el autor de Flash of Genius) en 2001, poco después de los atentados. Robertson incluso contempló la posibilidad de que un avión se estrellase contra su edificio y lo reforzó para que aguantara el impacto de un avión comercial de la época, el Boeing 707.

Pero los ataques terroristas del 11-S no estaban en su lista de problemas probables a evitar. De hecho, hubiera sido muy difícil para Robertson calcular el efecto de la gran bola de fuego causada por los Boeing 767 –más grandes y rápidos que un 707– que se estrellaron contra las torres. Asimismo, la propia estructura del edificio pudo contribuir a la catástrofe, señala Seabrook. Las torres gemelas eran un ejemplo de una nueva generación de edificios que usa materiales más ligeros y una estructura de tubo para crear espacios diáfanos. Al contrario que  rascacielos de épocas anteriores como el Empire State (1931), que se sustentan en pilares internos cubiertos de cemento, las Torres Gemelas estaban sostenidas por un gran pilar central y numerosos pilares en la fachada. El fuego hizo que los pisos superiores se derrumbasen sobre los inferiores, debilitando el equilibrio entre los pilares y causando la catástrofe final. “Es una responsabilidad tremenda ser ingeniero”, dijo Robertson durante su entrevista. “En una tarea imperfecta, no tan bella como la ciencia”.

 

En 1994, un grupo de investigadores estadounidenses pensaba revolucionar el mercado con su último invento: un tomate.
“Vamos a vender un montón de tomates, y los agricultores, los vendedores y nuestros accionistas, todos ellos, se van a hacer ricos”, le comentó un ejecutivo de la compañía Calgene a John Seabrook ese mismo año. La empresa californiana había desarrollado el primer organismo modificado genéticamente del mercado y aprobado para el consumo humano, el tomate Fravr Savr.Los creadores del Flavr Savr habían modificado el ADN de su tomate para que tardase más en madurar. Su objetivo era conseguir que el fruto pudiese permanecer más tiempo en el campo, ya que la mayoría de tomates se cosechan cuando aún están verdes para que no lleguen podridos al punto de venta, lo que lo haría más sabroso y duro.

La FDA (Food and Drug Administration, el organismo que controla el consumo de alimentos y fármacos en EEUU) decidió que no era necesario etiquetar este tomate como genéticamente modificado, ya que no había riesgos conocidos para la salud y el aporte nutricional era el mismo que el de un tomate natural. La decisión fue duramente criticada por grupos ecologistas, que consideraban el producto como una bomba de relojería para la salud humana y la conservación del medio ambiente. Las ONG medioambientalistas siguen rechazando de plano la producción de transgénicos.

En todo caso, el arreglo genético desarrollado por Calgene no funcionó del todo, y las remesas de los tomates Flavr Savr tenían la piel blanda y un sabor extraño. El producto fue retirado del mercado en 1997. Calgene hizo historia, pero el elevado coste de desarrollar Fravr Savr casi la arruina y, finalmente, la compañía
acabó en manos del gigante de este mercado, Monsanto.

La historia de Fravr Savr, a pesar de fracasar, abrió el camino a muchos otros transgénicos presentes hoy en día en mercados de todo el mundo. En la actualidad, el 75% de los alimentos procesados en EEUU contiene transgénicos, según la Asociación de Productores de Hortalizas de ese país.

En Europa, la polémica de los organismos modificados está sobre la mesa de la Comisión Europea, que ha decidido aplazar la decisión de autorizar el cultivo de nuevos transgénicos. Ahora, sólo se permite la plantación del maíz Bt contra el taladro, del que España es el principal productor con cerca de 80.000 hectáreas anuales de las 107.000 en Europa.

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