Este artículo se publicó hace 12 años.
Sánchez Prado, el santo rojo
El historiador Sánchez Montoya rescata la figura de este médico sevillano, diputado y alcalde de Ceuta durante la II República, todo un símbolo en la ciudad autónoma
Fue médico, diputado y alcalde. Pero por encima de todo, Antonio López Sánchez Prado (Sevilla, 1888) fue un hombre humilde defensor de los más desfavorecidos, de la democracia y de las libertades. Un rebelde que luchó contra la miseria, la incultura y la sumisión. Hoy, el último alcalde republicano de Ceuta, donde se instaló en 1924 hasta que fue fusilado por los franquistas en 1936, por esas mismas cualidades, es venerado como un santo. Un santo rojo.
“Muchísimos ceutíes guardan en sus carteras su retrato y visitan el cementerio, le llevan claveles rojos y le rezan o le piden algo cuando algún familiar está enfermo. Los mayores siempre destacan que, además de visitar a los enfermos y no cobrarles, les dejaba bajo la almohada dinero para las medicinas”, explica el historiador Francisco Sánchez Montoya, que ha recuperado su figura en el libro Sánchez Prado. Médico, diputado y alcalde de Ceuta durante la II República española (Natívola).
En sus primeros destinos como médico, en los pueblos sevillanos de Gilena y Herrera, convivió con las epidemias y la realidad de una Andalucía negra. Atendió a los jornaleros de la aceituna y tomó conciencia de la extrema necesidad. Siempre militó en la izquierda: fue presidente de Unión Republicana en 1931; como diputado, militó en el Partido Republicano Radical Socialista; y tras el triunfo del Frente Popular en 1936, simpatizó con el Partido Comunista. Además, perteneció a la logia masónica de Ceuta Hércules.
Su figura ha resistido al olvido pese al miedo. “Durante los primeros años de posguerra y buena parte del franquismo, numerosos ceutíes acudían a su tumba para depositar flores, pero con la mirada alerta para que nadie les observara. Se intentó ocultar su memoria bajo un escalofriante silencio y no pudieron. Los ceutíes hablaban de él en casa, en tertulias”, añade Sánchez Montoya. La calle del Ayuntamiento lleva hoy su nombre y una escultura le rinde homenaje. Fue inaugurada por el alcalde de Ceuta, Juan Jesús Vivas (PP). “Su memoria está por encima de las peleas políticas”, resume el historiador, quien destaca la labor de Vivas a favor de la memoria histórica: adecentó la fosa común y dedicó una calle a cada alcalde republicano.
Su familiaSánchez Prado pudo haber huido a Tánger, pero decidió permanecer junto a su pueblo. Siempre apoyó la legalidad de la República con fuerza: en sus discursos, en su forma de actuar e incluso simbólicamente, insertando anuncios de su consulta en periódicos de izquierdas. Los pobres también le ayudaron: mientras estuvo preso, un morfinómano al que trataba de su adicción, le llevó ropa, comida y cartas. Su mujer, Dolores Escacena, tenía cuatro hijos pequeños. Cuando fusilaron a su marido, regresó a Sevilla, donde regentó una pensión.
Según el autor, fue engañada por una policía que se hizo pasar por una militante de izquierdas. Su afán por no olvidar la memoria de su marido, la llevó a reunirse con la resistencia al golpe y a esa falsa militante le dio decenas de nombres, luego detenidos, incluso el de su propio hermano.
Ella misma y su hija Carmen fueron encarceladas. “Carmen, que murió por las condiciones de la prisión, trabajó en las oficinas de El Correo de Andalucía. No era periodista, pero cuando supieron del pasado de su padre la echaron”, cuenta el historiador.
Sánchez Montoya refleja también en su libro la represión sufrida por las mujeres en el franquismo. Un claro ejemplo en Ceuta fue el de la doctora Antonia Castillo, una eminencia, la primera mujer colegiada en la ciudad, en los años 20, que arrebató la plaza de tocóloga municipal a cuatro hombres en unas oposiciones, entre ellos el propio Sánchez Prado. “Su conciencia social le llevaba a implicarse con los más necesitados”, sostiene Sánchez Montoya. En 1936 se casó con el catedrático del Instituto de Ceuta Luis Abad Carretero, presidente de Izquierda Republicana en la ciudad y, tras el golpe, la doctora tuvo que pagar por su pecado: la acusaron injustificadamente de “negligencia en su trabajo” –falta de atención a sus pacientes– y tuvo que exiliarse a México. Posteriormente viajó a Nueva York y allí, según Sánchez Montoya, fue pionera en el estudio del cáncer.
Su marido, tras pasar por los campos de concentración de Argelia, se reencontró con ella en 1953. Regresaron a España en 1966 y, cuatro años después, fallecieron los dos. Según el historiador, en Ceuta fueron fusiladas 268 personas, entre ellas dos mujeres. “Pero otras muchas sufrieron la represión y fueron encarceladas en un fortín llamado El Sarchal, sólo para ellas”, concluye el autor.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.