Este artículo se publicó hace 15 años.
El Club
Yo ya estoy apartado de las camas dijo.
Y alguien rió obediente, casi masculino.
Eso no era un jardín, era un territorio extendido a los pies de los poderosos de Motoras; no faltaba nadie, era la cita anual y no podía faltar nadie. Llenar la vida con obligaciones siempre ayuda a cumplir con una existencia tan incierta. El calendario señalaba lunes, pero no allí.
Juanita, la minuciosa Juanita, había invitado incluso a los muertos, cuatro urnas funerarias, sutilmente dispuestas sobre lechos flotantes de nenúfares amarillos vagaban por el lago. En cada una, las cenizas todavía calientes de un miembro del Club fallecido durante el último año, varones todos y uno más que todos juntos. Las urnas, inequívocamente repujadas en oro, vencidas de esmeraldas, se bamboleaban como taciturnos cisnes mientras seguían llegando invitados. Era la novedad, nadie se resistía al aplauso cuando tras la definitiva vuelta del ambiguo camino de entrada, se abría diáfana la visión del lago en su esplendor.
Excelente idea la de Juanita, la muerte es un acto insignificante, no puede separarnos; a nosotros, no dijo.
Se celebraba el cincuenta aniversario de la fundación del Club, la luz del ocaso confundía los destellos de los tacones de aguja con la súbita irrupción de los primeros cocuyos sobre el imposible fondo de orquídeas. No correteaban niños, los estatutos de la institución prohibían su aparición en las veladas nocturnas; así que lo que parecía un murmullo marino de risas infantiles debía atribuirse a cualquier otra desconocida presencia, quizás fueran caballos; en el Club abundaban, un caballo por socio. Socio y bestia compartían nombre de pila, en el caso del caballo se añadía el apelativo júnior, así se había procedido desde la fundación. Muerto el socio, se sacrificaba el caballo.
Las cuadras quedaban en el extremo opuesto del lago, un relincho lejano mecido por el vaivén de los castaños tenía muchas posibilidades de convertirse en risa de niño, sobre todo al atardecer.
Juanita, la minuciosa Juanita, había invitado incluso a los muertosAlguien supo que el último socio había hecho su entrada, cerraron las verjas y se dispuso el prólogo sin faltar a la tradición: los perfumes de las frutas partidas a hemisferio trazaban seductoras estelas al paso de las camareras. Las damas se confundían con la naturaleza, todo en ellas era ofrenda. Ni siquiera estaban obligadas a ser bellas; eran perfectas. Los caballeros encendieron cigarrillos; en la distancia del crepúsculo resaltaba esa llamita entre sus aferrados labios.
Un protocolo no escrito permitía tomar asiento en los acaudalados sillones dispuestos delante de la fachada oeste del pabellón principal según un orden jerárquico.
A Pablo le gustaba esta vista. Todos recordamos cómo año tras año hacía traer desde la finca la jirafa de su colección y mandaba amarrarla a contraluz, delante del círculo del sol. El resultado se parecía tanto a esos inicios de documental geográfico. Deberíamos haber mandado traer una jirafa, o una pareja. Me sentaré dijo.
Desde ese preciso instante se disparó entre los presentes el vidrioso cálculo de poderes. Valía más no cometer la torpeza de sentarse fuera de rango. No era suficiente aventurar las fortunas acumuladas, había otros ingredientes mucho menos contables: la capacidad de ser creído en la mentira se valoraba extraordinariamente entre los varones, mientras que en las damas se apreciaba con insistencia no haberlas visto nunca descalzas. Nunca significaba nunca. También contaban los enemigos eliminados desde navidad. Valía todo.
El servicio liberó de sus celdas de marfil cincuenta crisálidas que con respetuosa devoción se transformaron ipso facto en mariposas conmemorativas. Cada detalle encontraba su lugar. Don Tarso silenció con un gesto el ímpetu de la espontánea ovación, sólo en silencio podrían disfrutar del abanico aleteante de frágiles colores.
Estaba a punto de anochecer. Un rumor de sapos ritmaba el inicio de las elípticas conversaciones. Nadie tenía prisa por conversar, tan generosa se aventuraba la madrugada, ni por sentarse, así de ajustada era la memoria.
Las urnas no ofrecían resistencia al destino trazado por las leves olas del lago. La perfección del paisaje invitaba a creer en la resurrección.
No conozco a esa joven dijo.
Y el azul del cielo se detuvo implacable para que don Tarso pudiera verme sin necesidad de que algunos de sus escoltas alumbrara mi rostro con lámpara de odontológica precisión. Regresaron las risas infantiles de los caballos, amplificaron el universal silencio con el que los distinguidos socios habían acogido las últimas palabras del Presidente, ello sin desperdiciar un hálito para seguir acomodándose por estricto orden entre cojines de seda vertebrados de bambú. La temperatura devolvía la esperanza en el paraíso.
Era la única que todavía permanecía de pie, la distribución circular de sofás y chaise longues evitaba las segundas filas, el Club entero descargaba su mirada sobre mi cuerpo inmóvil. No tuve que avanzar demasiado.
Juanita, desconocía que los estatutos permitieran la entrada de diosas al Club dijo.
Juanita aceptó la alusión mitológica del esposo. El resto de damas se sorprendieron pinzando al unísono el hielo de los combinados, las sortijas empapadas de triple seco y de lágrimas por venir.
¿Vas a contarnos quién eres? dijo.
Los caballeros cambiaron las copas alzadas a sus izquierdas manos y se palparon con la derecha el recinto del corazón; la simultaneidad del gesto reveló el poderoso encanto de las coreografías rituales.
Cantó el ruiseñor, ese pájaro que nunca estuvo aquí.
Soy tu nieta dije.
Es posible dijo. Me gustaría que te arrodillaras ahí, donde Pablo amarraba la jirafa. Sé que todos ustedes pensaban que durante mi presidencia no podría superar la espléndida imagen del africano animal, que esta nueva etapa no resplandecería como la de mi antecesor. Ya ven, la providencia nos ofrece lo que nosotros somos incapaces de propiciarnos. Soy hombre de fe. Hoy empieza una nueva era. Mi nieta es el anuncio.
No voy a arrodillarmedije.
La desobediencia no está contemplada en los estatutos dijo.
No pertenezco al Club dije.
¡Bastarda! dijo.
No todo lo que hubieras deseado dije.
Calló el ruiseñor y se quebró el bosque, las cuatro urnas funerarias estallaron al tiempo, el lago se cubrió de azotadas llamas de un verde exento de toda responsabilidad. Ardió hasta el pasado. Quedaron los nenúfares intactos, artificiales, europeos e ignífugos.
Los caballeros se precipitaron en torno al terminal sillón de don Tarso, buscando refugio y relevo. Sólo encontraron bajo su esmoquin de raso el resto de una oblicua erección parecida a un desganado saludo militar. El presidente yacía.
No se atrevieron ni a disparar.
Las damas palparon la incertidumbre de sus pechos. Se han dado casos.
Juanita lloró de humo y descanso. Nos cogimos de la mano y fuimos alejándonos en dirección a las cuadras, con la misma lentitud con la que habíamos vivido desde el asesinato de mi madre, llenas de espalda y de valor.
Volvió a cantar el ruiseñor, ese pájaro que nunca ha estado aquí.
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