BARCELONA
Actualizado:El Centro Penitenciario de Hombres de Barcelona, más conocido como La Modelo, cerró definitivamente en 2017. Después de décadas de quejas de los vecinos, promesas de los políticos y atascos administrativos, el penal, empotrado en el centro de la ciudad, casi un exotismo, trasladó a los últimos reclusos y cesó la actividad. Había sido inaugurado en 1904. Llevaba más de un siglo camuflado en el paisaje urbano. Por aquel entonces, cuando se levantó, se situaba en la frontera que separaba el Eixample de las primeras casas de Sants o Sarrià. Desde el punto más alto del panóptico, el vigilante, si miraba hacia la periferia, divisaba huertos y descampados. Era otra postal.
Cuentan que los niños que vivían cerca jugaban en el interior de la cárcel. Hasta que el ritmo trepidante de la construcción la engulló y la dejó atrancada como un ancla al fondo del barrio. Prácticamente hasta el final, fueron comunes las escenas de familiares o amigos acercándose a la fachada de la prisión para hablar con los presos a través de las ventanas. Después de todo, no tenían que caminar mucho para llegar hasta allí. Y era una forma de hacer más corta la espera entre una visita y la siguiente.
El 14 de julio de 1984, pasadas las once de la noche, una mujer, de nombre Antoinette, se acercó a la pared de La Modelo que daba a la calle Provença y llamó a su marido con un grito. Ya lo había hecho en otras ocasiones. El hombre, Raymond Vaccarizzi, 33 años, también hizo lo que otras veces. Colocar una silla entre la cama y el muro de su celda, la 314, en la tercera galería, y asomarse al exterior. Era oscuro y hacía calor. La mayoría de los presos miraban la película que daban por televisión. Los dos amantes intercambiaron algunas palabras. Hasta que unos ruidos muy fuertes cortaron la conversación. Uno, dos, tres disparos. El cuerpo de Vaccarizzi, reventado, cayó hacia atrás con un movimiento brusco. Y Jean Paul Abbato, su compañero en la estancia, se abalanzó sobre las camas para apagar la luz y no exponerse a un cuarto balazo.
La tranquilidad de la noche estalló en mil pedazos. Antoinette huyó corriendo, probablemente espantada. El patio de la cárcel se llenó del eco de las voces y los pasos agitados de los internos, que no sabían qué era lo que había pasado pero habían reconocido los sonidos. Se escucharon sirenas, llantos, insultos, celadores, rumor de gente acercándose al edificio. El caos duró un buen rato. Los funcionarios ordenaron a todo el mundo que volviera a sus celdas. Obedecieron todos menos los de la cuarta galería, dónde ingresaban los multirreincidentes, que se negaron e incluso protagonizaron un intento de motín. La dirección tuvo que acabar llamando a la Policía Nacional para que entrara y actuara. Hasta las doce y media de la madrugada no se recuperó la calma.
En la década de 1980, los crímenes violentos no eran excepcionales dentro de los penales. En ocasiones, ocurrían. Pero, ese sábado, lo inesperado fue que el asesino no fuera un recluso, sino alguien que había actuado desde el otro lado, apostado en la terraza de uno de los bloques que rodeaban La Modelo. ¿Un francotirador colando tres balas entre los barrotes y volándole la cabeza a un preso desde el exterior de la cárcel? No era una película, pero lo parecía.
Unas horas después de lo sucedido, unos agentes accedieron a la azotea desde la que se habían producido los disparos, en el número 30 de la calle Provença, justo encima de un piso deshabitado. "Hemos encontrado dos pequeñas tuercas de una mira telescópica junto a dos casquillos de bala del calibre 7,62", informaron. Concretamente, se había utilizado un Tikka M65, un tipo de rifle que entonces se empleaba en las cacerías de elefantes. El comunicado policial añadía que "las balas eran explosivas", algo que corroboró José María Nieto, director en funciones de la cárcel, diciendo a la prensa que el aspecto que presentaba el cadáver cuando lo encontraron "era horrible, ya que los disparos le habían destrozado el pecho y la cabeza, con pérdida de masa encefálica". Todos los indicios apuntaban en una misma dirección. Aquello no lo podía haber hecho cualquiera. Aquello era obra de un profesional.
En medio de la conmoción, con la noticia saltando a las primeras páginas de los periódicos, los cuerpos de seguridad del Estado también adelantaron que las primeras investigaciones descartaban que la esposa del muerto tuviera relación con el caso. Sus sospechas eran otras. Partían, sin ir más lejos, de la propia identidad del fallecido. Raymond Vaccarizzi no era un preso cualquiera. Nacido el 15 de septiembre de 1950 en Argelia, aunque con nacionalidad francesa, había sido detenido por la Interpol en Barcelona el 17 de marzo de 1983, después de un tiempo desaparecido. La acusación de triple asesinato, una veintena de atracos y proxenetismo dibujaba a grandes rasgos quién era ese tipo que se había escondido en España con sus hombres de confianza y documentación falsa huyendo de la Justicia del país vecino: uno de los gangsters más peligrosos de Europa.
Vaccarizzi era el jefe de la mafia que había controlado la prostitución y las casas de juego en Lyon en las décadas anteriores. "El grupo fue desarticulado en la Navidad de 1982, cuando la Policía logró detener a treinta y tres de sus componentes", explicaba La Vanguardia el día posterior al homicidio. Vaccarizzi, "el enemigo público número uno de Francia", según ese mismo periódico, sorteó esa redada, y volvería a sortear otra unos meses después, cuando dieciséis coches patrulla lo acorralaron en la pequeña población de Charvieu-Chavagneux y salió de su escondite descargando una lluvia de balas con una metralleta en cada mano antes de esfumarse de nuevo. Cuando perdió la vida en la celda de La Modelo, el Gobierno francés estaba a punto de conseguir su extradición. Y ese detalle era el que más interesaba a los investigadores.
Las teorías
En realidad, nunca se ha llegado a conocer el motivo exacto por el que lo mataron. La mayoría de las teorías apuntan a que los jefes de un clan rival contrataron a un sicario con buena puntería antes de que su enemigo regresara a territorio francés y pudiera hablar más de la cuenta. Otras insinúan que el mafioso estaba planeando fugarse de la cárcel para vengarse de aquellos que, en su ausencia, se habían apoderado de sus negocios, y que alguien decidió pararle los pies.
También se pudo tratar del clásico ajuste de cuentas entre familias enfrentadas. Lo que sí se supo más tarde es que el encarcelamiento de Vaccarizzi en Barcelona desencadenó una guerra entre dos hombres, René Nivois y George Manoukian, que trataron de aprovechar el vacío de poder para hacerse con el control de los bajos fondos lioneses. El segundo aparecería muerto a los pocos meses. Estaba claro que Vacca era una pieza que pesaba en el tablero. Cuando cayó, se produjeron a la vez varios movimientos sísmicos, aunque no todos fueron detectados por las autoridades. Hay cosas que solo conocen quienes se mueven entre sombras. Una semana después de que el francotirador apretara el gatillo en la azotea, dos guardias civiles y dos transeúntes resultaron heridos en el tiroteo que siguió a un intento de escapada de seis presos de La Modelo. Entre ellos estaba Robert Beraza, de la banda de Vaccarizzi. Era imposible pensar que aquella fuga no estuviera relacionada con el asesinato del capo. También era casi imposible demostrarlo.
Andreu Martín, escritor: "Desde ese instante, pudimos considerar que el crimen organizado ya era una realidad en nuestro país"
Leyes del silencio, códigos secretos, traiciones, vendettas, guerras entre clanes, francotiradores a sueldo. Aquello, en nuestro país, parecía que nos quedaba grande. Como si no supiéramos qué hacer con un caso de esas dimensiones en las manos. "Hasta que liquidaron a Vaccarizzi, cuando aquí hablabas de estos temas con un juez, un abogado o un inspector siempre te decían lo mismo: este país es tan desorganizado que no puede tener ni crimen organizado", expone a Público Andreu Martín, escritor de novela negra, conocedor de la historia hasta el punto de dedicarle el guion de un largometraje y un libro (Barcelona Connection) y comisario de la exposición Crim i delicte, inaugurada recientemente en el Museu d'Història de Catalunya, que reflexiona sobre el modus operandi criminal que se estilaba en la España gris y achacosa del franquismo, y cómo cambió para siempre ese imaginario a causa de ciertos acontecimientos.
El año 1984 fue clave para que el relato diera un giro. Por un lado, por aquellos proyectiles que se introdujeron entre las rejas de La Modelo. Por el otro, por la detención en Madrid de Antonio Bardellino, destacado capo de la camorra italiana, que fue puesto en libertad bajo fianza por dos jueces, huyó y poco después se supo que los magistrados habían sido sobornados. "Fueron dos escándalos notables", recuerda Martín. "Desde ese instante, pudimos considerar que el crimen organizado ya era una realidad en nuestro país. Al menos, el crimen organizado internacional, que es el primero en el que pensamos".
Porque crimen organizado, entendido como el que ejercen aquellos grupos de personas que se juntan para delinquir, siempre había habido en España. Quizá funcionara a otra escala, por otras motivaciones y con otra clase de malhechores. Quizá nadie se atreviera a catalogarlo como tal. Lo que ocurrió a mediados de la década de los 80 es que la ciudadanía entendió que esa otra forma de hacer el mal, la que le habían dicho que solo existía en las películas, mientras se engordaba el mito del gangster con sombrero oscuro, acento extranjero y los cajones de casa llenos de armas y billetes, estaba más cerca de lo que nunca había imaginado.
La mafia se extendía por el mundo como una enorme mancha negra. Sin descanso. Los primeros en entrar en España lo hacían atraídos por el sol, para esquivar la Justicia o con la intención de invertir su dinero ilícito en inmobiliarias. Pronto asumirían que era un país que podía consumir tanta cocaína o heroína como cualquier otro, que tenía una situación privilegiada en la ruta mundial del tráfico de armas y drogas y que poseía sus zonas turbias. Era cuestión de tiempo que todo aquello explotara y apareciera en la superficie.
Los medios de comunicación también transformaron por completo su manera de abordar el tema. Hasta entonces, cualquier crimen que pudiera relacionarse con esas grandes organizaciones se contaba como un hecho aislado, casi como algo estrafalario, una nota curiosa al pie de la página. Ocurría algo parecido en las tesis de los mandos policiales. Con el asesinato de Vaccarizzi, en pleno centro de Barcelona, el discurso ya fue otro.
En esa misma época, Bruno Espósito, unos de los cabecillas del hampa marsellesa, también caería tiroteado en Sitges. "Todos sabíamos que tarde o temprano las cosas empezarían a llamarse por su nombre. No es que a partir de aquel crimen en La Modelo toda la mafia llegara a España, es que a partir de aquel momento ya tuvimos permiso para hablar de lo que hacían esos grupos en nuestras ciudades de manera verosímil, sin que pareciera que nos lo estuviéramos inventando", cuenta el escritor. Varias de las principales cabeceras del país publicaron conjuntamente un editorial que llevaba por título La mafia en casa, y que señalaba que "para nada necesitamos que la mafia de los demás países se instale en España y que Barcelona merece mejores vecinos que los jefes de las poderosas organizaciones de diversas zonas del Mediterráneo que aprecian la situación, a una hora de la frontera francesa, con aeropuerto, puerto de mar, las ventajas de una gran ciudad y, hasta hace un tiempo, la inadvertencia o la indiferencia con que sus pasos, repasos y acomodos habían sido contemplados por nuestra Policía".
Tendrían que pasar unos cuantos años para que se esclarecieran los hechos de la calle Provença. O para que se embrollaran un poco más. La Policía francesa sostenía que el encargado de abatir al reo fue Gerald Montreuil, miembro de un club de tiro de Lyon, quien, al ser detenido, confesó los nombres de las personas que le habían pagado. En septiembre de 1987, René Nivois, George Collin y Julio Balader fueron condenados en España a 36 años de prisión por orquestar el asesinato de Vaccarizzi y por tenencia ilícita de armas. Los tres cargaban con un amplio historial delictivo en sus espaldas, y alguno incluso había sido lugarteniente de la víctima en el pasado. En 1989, sin embargo, el Tribunal Supremo los absolvió al considerar que se había vulnerado su presunción de inocencia durante el proceso judicial. Balader, por cierto, volvería a ser detenido tiempo después, en 2016, en la localidad catalana de Gavà, acusado de haber matado a una mujer como sicario cinco años antes en El Puerto de Santa María (Cádiz).
A partir de ese sábado de julio, cambió la manera que tenía un país entero de relacionarse con la mafia
La historia nunca se cerró, al no pagar todos los culpables. Pero sí que dejó una cicatriz en la memoria colectiva, a modo de recordatorio. La prueba de que, a partir de ese sábado de julio, cambió la manera que tenía un país entero de relacionarse con la mafia. Superando el mito cinematográfico. Comprendiendo cómo de largos y reales llegaban a ser sus tentáculos. Para algunos, esos disparos a la ventana de la celda 314 de La Modelo supusieron una revelación, una alarma, un temor extremo. Para otros, como para Andreu Martín, una toma de consciencia definitiva, la gota que colmó el vaso. "Para mí, la noticia fue que ya éramos como el resto del mundo, y que yo, como escritor de novela negra, ya podía escribir como el resto de escritores del mundo".
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