Este artículo se publicó hace 5 años.
Menores extranjeros no acompañadosDe niños a migrantes: así es el periplo de los menores que llegan solos a Melilla
Samir, Amin, Ibrahim y Bilal representan las diferentes etapas por las que pasan los chicos que migran solos hacia Europa por la frontera sur: así es su vida desde que llegan a España hasta que se convierten en adultos.
Irene Quirante
Melilla--Actualizado a
Melilla se ha convertido en una de las principales ciudades de tránsito para los menores extranjeros que, como Samir, Amin, Ibrahim o Bilal (los dos primeros, nombres ficticios), quieren llegar a Europa. Los motivos que les empujan a abandonar sus países son varios: quieren ayudar económicamente a sus familias, labrarse un futuro, probar suerte, escapar de un hogar inestable, de un entorno de violencia… Sólo en 2018, la Policía Nacional llegó a reseñar a 1.070 menores de origen extranjero en Melilla, según datos de la Delegación de Gobierno en la Ciudad Autónoma. Aunque la llegada de estos niños se produzca de forma diaria a Melilla, también es continuo el goteo de menores que se marchan de la ciudad sin que nadie lo perciba: se van como polizones, escondidos en barcos que van a la península. Lo llaman "hacer riscky" (arriesgarse), y muchas veces, las consecuencias son fatales.
La Consejería de Bienestar Social de Melilla acoge actualmente a casi 900 niños y adolescentes en cuatro centros de protección: el que tiene mayor ocupación es el de La Purísima, que a día de hoy alberga a 660 chicos, todos varones, aunque su capacidad es de 180 plazas. Por otro lado, medio centenar de menores se encuentra viviendo en situación de calle: quieren escapar de Melilla antes de cumplir los 18 porque no confían en obtener la documentación. Desde que salen de sus casas, emprenden un camino en el que se ven forzados a madurar aceleradamente para no caer en malas decisiones que puedan truncar sus planes de futuro. Así ha sido el recorrido de Samir, Amin, Ibrahim y Bilal, cuatro niños que llegaron solos a Melilla.
Samir, 14 años, Rabat (Marruecos): “Muchos niños venimos a Melilla para olvidar”
Hay dos pensamientos que rondan continuamente por la mente de Samir (nombre ficticio), de 14 años: el primero, que tiene que cuidar de sus dos hermanos pequeños, con los que llegó a Melilla tras escapar de casa hace cuatro años. “Soy el mayor así que tengo que vigilar que se porten bien, que no fumen ni beban y no se metan en líos”, explica. Su otra preocupación es que su permiso de residencia esté en regla cuando cumpla la mayoría de edad. “El futuro es el papel”, dice riendo, consciente de lo mucho que hay en juego.
Samir tenía diez años cuando cogió a sus hermanos, que entonces tenían nueve y siete años, para poner rumbo a la ciudad autónoma desde Rabat. “Muchos niños venimos a Melilla porque queremos olvidar lo que hemos vivido en Marruecos”, comenta distraído mientras dibuja calaveras en una libreta. En su caso, lo que buscaba era alejarse lo máximo posible de las peleas entre sus padres. Con el dedo se señala una cicatriz de la frente: “Una vez, discutían tan fuerte que me empecé a dar cabezazos para que parasen”.
La vida de Samir y sus hermanos dio un giro al cruzar la frontera e ingresar en el centro de menores La Purísima. “Estar en Melilla se me hizo un poco difícil al principio, aunque me gustaba porque los chicos del centro, como me veían pequeñito, me cuidaban y me protegían”, relata. Al cabo de unos meses, los tres hermanos pasaron a otro centro con menor ocupación conocido como Gota de Leche, que es al que suelen ir los menores de edades más cortas. “Se está mejor: dan dinero para ropa y hay menos niños”, resume.
"En mi habitación dormimos ocho niños: seis en camas y
dos en el suelo”
Aunque le gustase más que el primero, Samir no estuvo mucho tiempo en este segundo centro. No quiere contar lo que pasó, pero explica que tuvo “un problema” con un educador y, como castigo, volvieron a trasladarle a La Purísima, que es donde continúa residiendo actualmente. “Ahora hay muchísimos más niños de los que había antes, aunque yo estoy en una habitación en la que dormimos ocho: seis en camas y dos en el suelo”, detalla.
Samir intenta pasar el menor tiempo posible en su centro de acogida. “Hay gente buena y gente mala, gente que te trata bien y gente que te quiere buscar la ruina”, explica. Por eso, abandona La Purísima nada más terminar su desayuno y procura no regresar hasta que es de noche para dormir. “Lo que más me gustaría es que me dejasen volver a la Gota de Leche y poder estar con mis hermanos, soy el mayor y me paso el día entero preocupado por ellos”, mantiene.
Amin, 17 años, Fez (Marruecos): “Desde que llegué a Melilla he estado en la calle”
No todos los menores migrantes se quedan en los masificados centros. Las malas condiciones, el hacinamiento y el trato con los educadores son algunas de las razones que empujan a muchos a alejarse de un sistema de protección que, en Melilla, tiene graves carencias. Amin es un niño que ha crecido en las calles de la ciudad autónoma, en las que lleva tanto tiempo que es incapaz de recordar con exactitud cuántos hermanos tiene. “No tengo padre y mi madre no tiene mucho dinero, por eso me fui de Fez, porque no quería pedirle nada cuando necesitaba algo”, afirma el menor, de 17 años. Cree que llegó a la ciudad autónoma teniendo solo diez, después de coger un tren que lo dejó cerca de la frontera de Beni-Enzar, donde estuvo varios días hasta que logró sortear los controles policiales.
"He estado en la calle desde que llegué", sostiene Amin, quien reniega de La Purísima. “No puedo aguantar allí porque hay muchos niños chulos y eso da lugar a problemas”, explica. Según cuenta, desde hace varias semanas duerme en una casa abandonada con otros niños que tampoco quieren ir al centro. “He intentado hacer riski –así se refiere al intento de colarse en un barco como polizón– millones de veces para ir a la Península, pero todavía no he tenido suerte”, añade con voz apagada.
“Temo que no me den la documentación con 18 años y quedarme aquí atrapado"
Los únicos meses que Amin ha estado apartado de la calle los pasó en el Centro de Menores Infractores Baluarte, donde cumplió su castigo por pelearse con otro menor. “Lo pasé mal allí dentro, pero también me vino muy bien porque aprendí castellano y me ayudó a dejar de consumir”, resume el joven, quien admite que hasta entonces se encontraba sumido en una espiral por su adicción al pegamento y a las pastillas, sustancias con las que, dice, se evadía de su realidad.
Desde que salió del reformatorio, la rutina de Amin siempre es la misma. Si tiene hambre, deambula por las calles en busca de personas que le den dinero o le compren algo de comida. “En eso consiste mi día, en buscarme la vida”, resume el chico. “Hoy me ha ido bien: he tomado churros con té, galletas con leche, un huevo cocido, un quesito, un pan y una manzana”, comenta, convencido de que la suerte estaba de su parte.
A unos meses de cumplir la mayoría de edad, Amin se debate entre dar el paso e ir al centro o continuar con sus intentos de llegar a la Península oculto en un barco, poniendo en riesgo su integridad física. “Me da miedo que no me den la documentación con 18 años y quedarme aquí atrapado, le ha pasado a muchos chavales”, se justifica. Piensa que todos sus planes de futuro se verían truncados si eso ocurriera. “Lo único que quiero es trabajar para vivir, para ayudar a mi madre y comprarle una casa algún día”.
Ibrahim, 18 años, Idlib (Siria): "Cuando tenga mi residencia, iré a Alemania para pedir asilo"
El ejército de Bashar Al-Assad arrebató la vida al padre de Ibrahim, un joven que llegó a Melilla hace diez meses. “Escapé de Siria con mi tío cuando tenía once años para huir de la guerra”, relata el joven, que señala haber tardado seis años en llegar a la ciudad autónoma. “Mi tío y yo nos quedábamos sin dinero para continuar el viaje y había que trabajar para pagar a las mafias que nos ayudaban a cruzar de un país a otro”, cuenta. Sólo para salir de Libia tuvieron que pagar cerca de 500 euros, sostiene.
"Tenía que compartir cama con dos o tres niños, no nos daban ropa"
Ibrahim era menor de edad cuando entró a Melilla después de entregar 50 euros a un agente en la frontera marroquí. Una vez en la ciudad, fue trasladado a La Purísima, donde estuvo acogido unos ocho meses. “Tenía que compartir la cama con dos o tres niños, las duchas muchas veces estaban rotas y tampoco me daban ropa”, recuerda. Según expone, en el tiempo que estuvo bajo la tutela del Gobierno local no llegó a realizar ningún curso ni fue escolarizado.
“Lo único que hacía era pasar el día dando vueltas en la calle. Solo iba para dormir para evitar meterme en problemas”, resume Ibrahim. El mismo día que cumplió los 18 años, hace dos meses, fue reubicado en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), donde continúa a la espera de que se tramite su permiso de residencia de forma favorable.
El joven no quiere solicitar asilo en España: su intención es llegar a Alemania, donde trabaja un tío suyo, para reunirse con él y solicitar allí protección internacional. Para ello es necesario que obtenga la residencia y tiene una cita en la Oficina de Extranjería el próximo 4 de marzo. “Insh’Allah –término árabe con el que indica esperanza en un acontecimiento– salga todo bien”, reza.
Ibrahim no pierde la calma y, mientras espera a que se resuelva su procedimiento, trata de ahorrar algo de dinero para su futuro viaje limpiando los coches que aparcan en la calle. “Los días que más trabajo tengo puedo llegar a ganar unos 15 euros”, apunta. Por lo pronto, su mente está puesta en Alemania, aunque tampoco se olvida de su país: “Ahora mismo sé que es imposible, pero ojalá algún día pueda regresar a Siria”.
Bilal, 24 años, Farhana (Marruecos): “Ya he aprobado los exámenes para la nacionalidad”
Antes de que Bilal entrase a La Purísima, con 15 años, cruzaba la frontera a diario para acudir a la Residencia de Estudiantes Marroquíes Musulmanes, una escuela que, pese a estar en Melilla, es a la que van los niños de las regiones alauitas que limitan con la ciudad autónoma. “Conmigo somos cinco hermanos y, aunque mi padre trabajaba, me di cuenta de que ya estaba mayor y no ganaba tanto como para mantenernos”, relata el joven. Por eso, hubo un día, en septiembre de 2009, en el que no regresó a su casa en Farhana después de clase.
"Fue una decisión difícil, la verdad, y los primeros meses en el centro fueron un poco duros: había robos, peleas… muchos niños”, rememora. Sin embargo, asegura que guarda muy buenos recuerdos de La Purísima, donde más adelante viviría con su hermano. “Iba al colegio y por las tardes realizaba un curso de carpintería”, señala Bilal. Lo mejor que pudo pasarle siendo menor fue cursar su formación el hostelería. Así fue como logró acceder al restaurante en el que actualmente trabaja como segundo encargado.
"Mi jefe apostó por mí y, tras dos años peleando, logró que se arreglara mi situación legal"
Cumplió la mayoría de edad cuando todavía estaba de prácticas en el establecimiento. “Lo pasé fatal porque me ponían problemas para darme la residencia”, dice Bilal. Aunque su situación documental no estuviera en orden, su jefe no quiso prescindir de él. “Apostó por mí y, después de dos años peleando, fue quien consiguió que se arreglase mi situación: mostró a la responsable de Extranjería todas mis nóminas, mi padrón… yo cumplía todos los requisitos para el permiso”, cuenta.
Después de cuatro años con su documentación, Bilal está iniciando los trámites para obtener la nacionalidad. Por lo pronto, ya ha superado los exámenes. Además de acudir a su puesto de trabajo en el restaurante, el joven va por las tardes a clase para terminar de sacarse la ESO. “Aunque me he esforzado mucho para llegar a esto, tengo que agradecérselo a mi jefe: él ha cuidado de mí como si fuera de su familia”.
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* Este reportaje forma parte de la serie Radiografía de los menores migrantes, elaborada por Público en colaboración con PorCausa.
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