Este artículo se publicó hace 6 años.
Madrid"Nadie quiere vivir bajo un puente, pero no me queda otro remedio"
Ben Charles no tiene papeles. Sin ellos, asegura, tampoco tendrá curro ni casa. Su vida es una novela que lleva su propia firma
Madrid-
Bajo el viaducto de Segovia, vive Benjamin Charles. “¿Que cómo es vivir debajo de un puente? Pues como lo ves: así”.
Hay cuatro tiendas de campaña. Otras tantas sillas y una mesa, sobre la que despliega un aluvión de móviles: viejos cacharros y teléfonos inteligentes que se atontaron en un par de años. “Mira lo que nos han traído”. Regalos de los vecinos que luego vende en el Rastro. El otro día, dice, se sacó cien euros.
Todo lo que se dice aquí lo dice Benjamin, aunque él no tarda en apocopar su nombre: “Llámame Ben, porque Benjamin suena a chiquitín”. La carcajada se le escapa por el hueco de la dentadura, a cuyo frontispicio le faltan dos piezas. “Vendo muchas más cosas. Ven, acércate”. Una maraña electrónica, entre la que se advierten cargadores y cables. Un televisor. Y un carro de supermercado tapado con una manta: “Éste es mi Ferrari”.
Levanta el pañuelo y descubre la carrocería. No hay ningún conejo, pero sí un muñeco: “¡Mira, un hijo!”. Luego confesará que tiene dos, de carne y hueso, en su país. “Son mayores que éste”. Señala a Santiago, un vigués trotamundos de veintiséis años que asoma la cabeza tras verse zarandeado por tanta cháchara durante la siesta. Un cartón protege su tienda del sol desde que el termómetro se ha desbocado en Madrid. Él, en cambio, despliega una sombrilla. “Y en invierno entra la lluvia: aquí nos quejamos del frío y del calor”.
Ben sigue exhibiendo su muestrario: una radio, un bolso, una CPU, unos zapatos, una maleta… “Todo lo que puedo ofrecer por ahí o subir a Wallapop”. Con lo que saca, va al súper, explica mientras muestra el último tique de la compra: “Cuando tengo dinero, lo invierto en comida. Y vuelta a empezar”. A veces le sale alguna chapuza: “Esta noche voy con unos albañiles a reformar un bar. Un trabajo temporal de tres días, aunque tenemos que currar de madrugada”.
No da más explicaciones. Ben no tiene papeles. Su último pasaporte era liberiano, mas en algún momento se volatilizó. “Sin documentación no puedo trabajar, ni acceder a ayudas sociales, ni siquiera cumplir los requisitos para dormir en un albergue. Nada que me permita buscarme la vida”. ¿Pero qué fue del pasaporte? “El mundo de la droga tiene mucha historia”, susurra, críptico.
La vida de Ben, una novela que lleva su propia firma. Pueden leer aquí un adelanto:
“Nací en un pueblo de un país africano cuyo nombre no importa. Pasé por muchos estados europeos, hasta que me que quedé en España. Bueno, en realidad viajaba al sitio que me mandaban, porque era un correo de la droga. Y fue aquí donde me pillaron en 1991. Llevaba casi tres kilos de heroína en la maleta y me metieron nueve años de cárcel. Estuve en Carabanchel, Valdemoro, Topas, Daroca y Dueñas. Cuando salí en libertad, ya no era la misma España. No tenía trabajo ni dinero: aquí, para hacerte rico hay que meterse en política. En cuanto puse un pie en el exterior, sin pasaporte no podía dormir en una pensión ni alquilar un piso. Después de tres días sin pegar ojo, me senté en un banco a comer un bocadillo y me quedé dormido. Al despertarme, me habían robado veinte mil euros. Mis paisanos me estafaron y, cuando me vine a Madrid en busca de algún colega, ya no quedaba ninguno de la vieja guardia. Al final, me quedé en esta ciudad, buscándome la vida. Y, desde diciembre de 2016, no me he movido de aquí. ¿Que cómo es vivir debajo de un puente? Pues...”.
Frente a las cuatro tiendas camina de vez en cuando algún grupo de jóvenes y vecinos que pasean sus mascotas. “Nos llevamos bien con ellos”, deja claro Santiago. “Sin embargo, esto es muy duro, sobre todo cuando te acosan los policías. A veces, llaman al Servicio de Limpieza Urgente (Selur), aunque nosotros barremos y lo mantenemos limpito”, añade este vigués errante. “Los municipales son unos mandados. Si algún vecino se queja, es normal que vengan, pero nosotros no nos metemos con nadie”, tercia Ben. Calle arriba, los responsables de varios establecimientos comerciales reconocen que no ha habido ningún incidente. “No se mueven de ahí, ni molestan a nadie”, afirma uno. “Ningún roce con ellos. Bastante tienen con vivir en la calle”, responde el otro. Santi comenta que el camarero de un bar cercano a veces hasta les lleva comida. El dueño de la terraza situada a escasos metros de las tiendas de campaña suscribe sus palabras: “No hemos tenido ningún problema, estamos encantados con ellos”.
Pasa un hombre con dos perros. “Hola, señor, buenas tardes”, saluda Santiago. “Buenas tardes, don”, saluda Ben.
“Son muy tranquilos y agradecidos”, afirma Karina Fache, voluntaria de la asociación Granito a Granito. Todos los lunes les llevan bocadillos, fruta, yogures y zumos, aunque su labor, en el fondo, pretende ir más allá. “Intentamos echarles una mano en todo lo que necesitan, moviéndonos en cadena con otras entidades, desde redactarles un currículo hasta buscarles piso o trabajo”.
He aquí el problema: el techo y el tajo. Solidarios para el Desarrollo critica que el sistema de protección sea insuficiente y considera que las administraciones deberían dar la caña en vez del pez. “Los recursos están claramente enfocados a la emergencia, o sea, a la cobertura de las necesidades básicas inmediatas. Es una cuestión de enfoque ideológico, porque no construyen puentes que sirvan para integrarlos socialmente, como facilitarles el acceso a un puesto laboral y a una vivienda a un precio razonable”, explica Jesús Sandín, coordinador del programa de Personas sin Hogar de la ONG.
Ben asegura que no hay alternativa. “Nadie quiere estar en esta situación, pero no me queda otro remedio. Claro que lo cambiaría por un curro, una casa y un plato de comida”.
“Aquí no tienes intimidad, y eso que he estado en sitios mucho peores”, lo interrumpe Santi. “Así es la vida pública, hermano”.
Hoy ha tocado ducha en los baños públicos de la glorieta de Embajadores: cincuenta céntimos. La colada en una lavandería les sale por dos euros, si bien a veces recurren a una fuente cercana, donde también se proveen de agua: Ben luce los bíceps que transportan las garrafas de diez litros, cuya capacidad dobla las que trasiega su colega. Cuando la necesidad aprieta, usan los servicios del aparcamiento de la plaza de la Cebada.
“Charles ha sido capaz de generar unas condiciones bastante buenas en comparación con otra gente en su misma situación. Como lleva mucho tiempo en la calle, cuenta con cierto amparo del Samur Social. Además, dispone de un espacio organizado, aunque en las últimas semanas lo han presionado más. A cualquier hora, incluso de madrugada, se presentan los municipales y el Selur para que se vayan”, comenta Sandín, quien reconoce que en ocasiones algunos sin techo rechazan ir a un albergue porque no quieren abandonar su ecosistema.
Pese a los más reticentes, las personas sin hogar atendidas este invierno por los servicios sociales del Ayuntamiento han aumentado un 18% respecto a la anterior campaña de frío. Para dar servicio a 2.016 ciudadanos en cinco centros, se habilitaron dos centenares de nuevas plazas, hasta alcanzar las 2.103. El 89% de los usuarios fueron varones, según los datos ofrecidos por el Área de Equidad, Derechos Sociales y Empleo, que reflejan un incremento de extranjeros (24%) y jóvenes entre dieciocho y veinticinco años (10%). Dos albergues de la campaña, desarrollada de noviembre a marzo, permanecen abiertos a disposición de los solicitantes de asilo —la mayoría, de origen venezolano y sirio— y de los inmigrantes llegados a Madrid procedentes de las costas españolas.
Ben, sin embargo, ha tejido una red humana y establecido un vínculo con las personas que viven junto a él, explica el técnico de Solidarios para el Desarrollo. “Si bien los centros de acogida de Madrid son espacios bastante dignos, los usuarios no tienen intimidad, están sujetos a horarios, no pueden elegir a sus compañeros de habitación y, al final, su vida se pierde. Tendría lógica que, debido a sus capacidades, Charles no quisiera vivir allí, por lo que quizás habría que ofrecerle otro tipo de recursos, más allá de un albergue”, cree Sandín, quien insiste en que es “un tío bastante razonable que no da problemas” y rechaza el estereotipo de que las personas sin hogar sean agresivas. “Al contrario, por instinto de supervivencia, no se meten en líos con los comerciantes ni con los vecinos. Quizás estos, antes de llamar a la policía, deberían de hablar con ellos para resolver los problemas”.
¿Qué le pides a la vida, Ben? “Le pido una casa”. Y un trabajo: “Estoy intentando empadronarme con la ayuda del Samur Social”. Y dejarías el puente: “Me iría ahora mismo a un piso”. Siempre en Madrid: “Me gusta esta ciudad”. ¿Y nunca has pensado en volver a tu pueblo? “Bueno, cuando pueda. Quizás algún día”.
Santiago, a su lado, entorna los ojos, procurándole buena sombra a sus sueños. Tras viajar por toda España y Europa, con algún salto a Latinoamérica y al sudeste asiático, espera encontrar un curro estable después de trampear por medio mundo. “O cobrar la renta mínima de inserción para poder estudiar Física o Matemáticas en la UNED”.
Ben se calla que, pese a su vigoroso aspecto, hace poco tuvo que ingresar en el hospital por unos problemas respiratorios. Tampoco cuenta hasta el final que tiene una orden de expulsión, aunque no ha llegado a estar encerrado en el Centro de Internamiento de Extranjeros. “Una vez fui al CIE de Aluche y les dije que me diesen documentos o que me expulsasen, pero no me hicieron caso. En la comisaría también pasaron de mí. Mientras esto no cambie, seguiré aquí, bajo el viaducto, porque sin el NIE no puedo trabajar ni cobrar”.
La burocracia de la sigla: a falta del Número de Identidad de Extranjero (NIE), esgrime el Número de Identificación Sistemática (NIS) que le asignó Instituciones Penitenciarias. “Ya no le tengo miedo a nada. Con cincuenta y cuatro años, ¿cuánto me queda de vida?”.
Datos del interno:
Apellidos: Charles.
Nombre: Ben.
También hay una foto, una huella dactilar y un escudo difuminado de España. El carné podría ilustrar la portada de la novela de su vida, a la que le falta por escribir la última frase:
“Dentro de poco tendré mucho dinero y seré el alcalde del puente”.
O, si lo prefieren, ésta:
“Me vendieron otra cosa, porque si supiera que Europa era esto no hubiese venido”.
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