Este artículo se publicó hace 4 años.
Migrantes atrapados en MelillaMarlaska ignora al Supremo y deja bloqueados en Melilla a cientos de migrantes
Hace tres meses que el Alto Tribunal obligó a Interior a permitir la libre circulación por España de los solicitantes de asilo atrapados en Ceuta y Melilla, pero los migrantes insisten en que no pueden embarcar después de comprar un billete de ferry. En pleno repunte de la pandemia, cientos de personas malviven en un centro atestado, una plaza de toros improvisada y un hotel para los casos vulnerables.
Melilla--Actualizado a
"Estoy pensando seriamente en pedir el retorno voluntario a mi país, aunque haya una guerra", afirma desesperado Burham, un solicitante de asilo yemení que lleva ocho meses viviendo en el atestado Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla, que lleva meses al doble de su capacidad. De estatura corta y con unos pequeños ojos casi ocultos tras una mascarilla de camuflaje con banderita de España, a este hombre, cuya mujer e hijos siguen a merced de los bombardeos sauditas en Yemen, solo le queda hacer aspavientos para expresar sus quejas, hasta que encuentra la frase más gráfica para expresar su sufrimiento. "Cuando llegué aquí tenía el pelo negro, en el CETI se me ha puesto blanco", sentencia acariciando la mata gris de su coronilla.
¿Qué ocurre en Melilla para que alguien que cruza medio planeta huyendo de las bombas prefiera regresar a un país en el que ya ni siquiera queda en pie su casa? Nada. Y ese es el problema, que no pasa absolutamente nada. Salvo el tiempo, cuya quietud le desquicia, le desespera y le deprime mientras la pandemia agudiza los ya profundos problemas de la población migrante.
La ciudad, como ya ocurrió en 2005 con los refugiados sirios, vuelve a ser un punto muerto en el mapa de Europa para migrantes y solicitantes de asilo, que solo entienden que Melilla todavía es África cuando ya están encerrados entre vallas cada vez más altas y un pedazo de mar inexpugnable para quien no tiene permiso del Ministerio del Interior. La estrategia es idéntica a la que Marlaska practica en Canarias, aunque con un menor flujo de llegadas pero mucho más control policial en puertos y aeropuertos, ya que Melilla es territorio Schengen, pero con régimen excepcional.
Prohibido coger el ferry
"Me fui de Yemen porque había una guerra. Ahora estoy atrapado en otra, en una guerra psicológica", reflexiona este arquitecto yemení. Su compatriota Aref, de la misma estatura, aunque con algunos años menos, es de gesto más tranquilo. Con abatimiento, muestra en su teléfono la foto de un billete de ferry que compró el 12 de agosto con destino a Málaga. La Policía fronteriza no le dejó embarcar. Le dijeron que su traslado no estaba autorizado y que esa tarjeta roja que portaba —la identificación que acredita que es demandante de protección internacional— no servía para salir de la ciudad autónoma.
"Me fui de Yemen porque había una guerra. Ahora estoy atrapado en otra, en una psicológica"
Aref no lo entiende. Y no es el único. Se enteró de que el Tribunal Supremo había confirmado una sentencia que ya habían emitido previamente varios tribunales de Madrid y Andalucía. El alto tribunal ordenaba el pasado julio al departamento de Fernando Grande-Marlaska que permitiera la libre circulación de los solicitantes de asilo por todo el país, tal y como reconoce la propia Ley de Asilo española.
Pero Melilla, como Ceuta, son lugares de excepción en los que el Gobierno —sea del color que sea— retuerce y reinterpreta las leyes para convertir los enclaves en un gran tapón migratorio. Por eso, las tarjetas rojas expedidas ahí solo eran válidas en esas ciudades, donde las salidas a península eran autorizadas con cuentagotas, hasta que la pandemia cerró el grifo por completo.
"Excusas de mal pagador"
Tras años de litigio por parte de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) y del Servicio Jesuita al Migrante (SJM), el tapón parecía aflojarse con dos sentencias claras del Supremo que reconocían la libertad deambulatoria de los solicitantes de asilo, "pero Interior está poniendo excusas de mal pagador", opina Pep Bouades, del SJM, que apunta a posibles "presiones diplomáticas" de otros países europeos, objetivo final de casi todos los migrantes que pasan por Melilla.
La más común de esas "excusas", explican fuentes de Interior a Público, es la falta de un domicilio acreditado en la península. Por eso no se autoriza a ningún solicitante de asilo la salida, ya sea con traslados aprobados por el ministerio o por cuenta propia de los afectados. "Estamos ultimando varias directrices para acomodar la sentencia", asegura Interior tres meses después del fallo, aunque no precisa si esas "directrices" a sus policías serán más o menos restrictivas que hasta ahora.
"El único problema es que la Policía autorice las salidas, y no lo hace porque Interior no quiere"
"Es indignante que un ministro, que además es magistrado, tenga la desfachatez de incumplir dos sentencias de un modo tan claro", sostiene Bouades, que se ha topado por innumerables problemas, cuando no con un silencio total a sus solicitudes formales ante la Comisaría General de Extranjería y Fronteras de Melilla. En la misma línea se manifiesta Paloma Favieres, abogada de CEAR.
"Lo de acreditar un domicilio no es ningún problema para ellos. Algunos tienen familiares en España o cuentan con la sede de las ONG que les asisten. Eso cuando no tienen una plaza de acogida del Ministerio de Inclusión, Migraciones y Seguridad Social", explica la letrada. "El único problema es que la Policía autorice esas salidas, y no lo hace porque Interior no quiere, así de claro. Es un incumplimiento flagrante de la ley. Ponen unos requisitos contrarios a derecho que, además, no están recogidos por ningún sitio en las sentencias del Supremo", añade.
Por eso, tanto CEAR como SJM barajan tomar medidas legales, aunque ello requiera un largo estudio. Es decir, tiempo que gana Interior bloqueando a todos los demandantes de asilo cuyas peticiones, seguramente, serán rechazas en el futuro. "Es una forma de tenerlos controlados y encerrados para una posible expulsión", comenta Bouades, que recuerda los recientes viajes de Marlaska a Mauritania y Túnez; de Sánchez a Argelia y de González Laya, ministra de Exteriores, a Egipto para negociar las deportaciones que la pandemia o la falta de acuerdos bilaterales está imponiendo.
La tortura de vivir en un CETI desbordado
Pero eso implica la vulneración de derechos de miles de personas. Tantas que, durante la pandemia, en Melilla se tuvieron que improvisar otros recursos para la acogida de migrantes que habían desbordado el CETI, con capacidad para menos de 800 personas y que llegó a superar las 1.700, de 19 nacionalidades distintas. Actualmente hay unas 1.400, según fuentes oficiales
Ahmed, un espigado argelino de 20 años que acabó trabajando de taxista después de licenciarse en Literatura Inglesa, prefiere alejarse del centro para hablar con la prensa. Los idiomas se le dan bien. Cuando llegó, no tenía ni idea de castellano y, casi dos años después, hace de traductor improvisado en los alrededores del CETI, que califica de "infierno". Ya había asumido que tardaría un tiempo en conseguir un permiso de residencia, pero a los seis meses perdió "todas las esperanzas".
"Aquí hay mucha tensión, muchas peleas, robos. Es imposible vivir"
Ahora tiene dos denegaciones de asilo, es carne de expulsión, pero nadie contaba con el huracán covid. No solo les ha dejado atrapados, sino que un inevitable brote del virus amenazó con el cierre del centro. Hubo altercados, sobre todo por parte de los más de 700 tunecinos que hay allí encerrados desde antes del estado de alarma, un estallido que recuerda al incendio del campo de Moria, en la isla griega de Lesbos, otro pedazo de tierra europea reconvertida en cárcel de migrantes. "Aquí hay mucha tensión, muchas peleas, muchos robos. Es imposible vivir", dice.
Por eso, él intenta pasar fuera el mayor tiempo posible. "Cuando ya no aguanto más la depresión, salgo a correr", confiesa. No tiene mucho más que hacer. "Mi plan es ser paciente, pero es difícil", apunta. "Aquí no se puede encontrar trabajo", resume, mientras mueve el pie para espantar la jauría de moscas que se le posan en una herida en carne viva. "Esto es peor que una prisión. En la cárcel todavía puede hacer cosas, puedes estudiar, formarte. Aquí no hay nada", lamenta mientras intenta sin éxito alejarse del voraz mosquerío que reina en el reguero de basuras y aguas turbias que circunvalan CETI y el paralelo campo de golf, que ya ni siquiera conserva el verde fresco de la hierba.
El hotel del drama
Hartos del hacinamiento, la insalubridad y los conflictos, algunos migrantes prefieren vivir en chabolas precarias, no muy lejos del centro. Otros han tenido más suerte y han sido alojados en otros lugares. Aunque quizás no sea adecuado llamar fortuna a padecer una enfermedad crónica, a tener hijos menores en medio de la selva del CETI o a vivir con pánico entre la homofobia árabe, como le sucede a los migrantes homosexuales y trans. En estos casos, y ante el desborde y las medidas sanitarias de la covid, la ciudad y la Secretaría de Estado de Migraciones alojaron a 48 residentes con estos perfiles en el Hotel Nacional, reconvertido en cajón de dramas donde Interior mantiene a los más vulnerables.
"No hemos venido Melilla a comer y a dormir. Hemos venido a cruzar a Europa"
"Esto es otra cosa, más cómodo que el CETI. Comemos bien, dormimos bien, pero no hemos venido aquí a comer y a dormir. Hemos venido a cruzar a Europa. Quiero quedarme en España y trabajar, rehacer mi vida. Tengo derecho a ello". Nisa, nombre ficticio a petición de la entrevistada, de 36 años, llegó de Túnez el pasado diciembre y pidió asilo por razones que prefiere no revelar, pero que han servido para que su solicitud sea admitida a trámite. Vino con su hijo de cinco años, a quien las malas condiciones del CETI le provocaron varias reacciones alérgicas, por lo que se decidió su traslado al hotel. Pero el niño, afirma su madre, "tiene una depresión muy grande" después de casi un año "en una habitación, sin más entretenimiento que el teléfono móvil". No quiere ni ir a la playa, apenas sale del cuarto, "ni siquiera puede ir al colegio", sostiene. Porque en Melilla, por increíble que parezca, hay cientos de niños de padres migrantes a los que se les niega este derecho por parte del Gobierno autónomo.
Nisa no necesita a nadie para salir adelante, como tampoco lo necesitó para llegar hasta Melilla desde Túnez. Es licenciada y radióloga y tiene recursos para empezar de cero, pero su billete de barco a Málaga, donde quiere asentarse, tampoco le ha servido. "Contraté un abogado que me explicó que podía irme de la ciudad con mi tarjeta roja, pero la Policía no me deja subir al barco. Hemos preguntado en comisaría qué necesitamos y nos lo han dicho. He llevado todo lo que pide la Policía, pero tampoco me han dejado. Estoy desesperada, creo que voy a volverme loca en esta ciudad. Siento que no soy libre", narra con una sonrisa de resignación que, bajo la mascarilla, solo se intuye por la expresión de sus ojos claros.
A 15 kilómetros de su maltratador
El traductor improvisado de Nisa también vive en el hotel. Le llamaremos Nader, porque solo tiene 13 años, pero ya habla con la madurez y el aplomo adquirido tras un año y un mes siendo el portavoz oficial de su madre y de sus dos hermanos pequeños. La mujer, que no domina el idioma, confiesa con orgullo que su hijo aprendió español viendo Clan, el canal infantil de TVE. Son de Nador, la ciudad marroquí más próxima a Melilla, a apenas 15 kilómetros. Por eso se le ocurrió a Nader que era el mejor refugio posible para una víctima de violencia machista en Marruecos, donde "no está bien visto que la mujer deje a su marido", explica. No avisaron a nadie, ni a su propia abuela, temerosos de la reacción familiar.
Quizás fue por puro instinto de vida, pero la mujer no se lo pensó. Al fin y al cabo, sus tres hijos nacieron aquí, donde a diferencia de Marruecos, parir en el hospital es gratis. "Hice como si llevara a los niños al colegio, cogimos el pasaporte, el libro de familia y las partidas de nacimiento y nos vinimos aquí", resume la madre. Su petición de asilo fue admitida a trámite y, después de seis meses en el CETI, fueron traslados al hotel debido a las numerosas crisis de asma de la mujer. Ahí llevan siete meses, "con mucho aburrimiento", señala el chico.
"No sabemos qué pasará", comenta Nader, ya impaciente por poder ir al colegio. "Corremos peligro aquí, pero no nos dejan salir. Mi padre sabe que estamos en Melilla. Antes del cierre de fronteras lo hemos visto varias veces en la puerta del CETI. Nos esperaba para insultarnos y amenazarnos. En Melilla viven familiares suyos, por eso tenemos miedo de salir a por la comida. Solo vamos a sitios donde hay mucha gente, por si nos hacen algo", cuenta el chico.
Llegadas a Melilla, en mínimos
Son las víctimas involuntarias de un bloqueo que Interior mantiene a pesar de que las llegadas de migrantes se han desplomado hasta números nunca vistos. Los datos oficiales hablan de 1.276 los migrantes llegados este año a la ciudad por tierra, un 64 % menos que en el mismo periodo de 2019, debido sobre todo al cierre de la frontera con Marruecos y a la nueva valla que ya está instalada en varios puntos del perímetro. Por mar, solo han logrado llegar nueve personas en todo el año, muy lejos de las 470 que llegaron por estas fechas de 2019.
"Algunos logran cruzar a nado desde puntos de Marruecos, son varias horas"
"Algunos logran cruzar a nado desde puntos de Marruecos, son varias horas", comenta José Palazón, activista de referencia en la ciudad a quien la experiencia ya se le nota en las arrugas y en el discurso lento y contundente de quien lo ha repetido sin éxito durante décadas. Según dice, este volumen de migrantes es tan pequeño que no sería un problema si pudieran pasar a la red de acogida estatal, pero eso pasa por permitir los traslados. Y Marlaska, si algo ha demostrado desde que llegó al cargo, es que las directrices de Bruselas en materia migratoria están por encima de los derechos humanos. Al menos a diez metros de altura por encima, lo que mide en algunos tramos la nueva valla con la que está sustituyendo las brutales concertinas.
Un CETI improvisado en la plaza de toros
Pero sigue habiendo un goteo de cruces irregulares en las porosas fronteras melillenses. Algunos a través de las vallas, otros nadando. Sea como fuere, más de 600 personas sobreviven como pueden en los pasillos de la Plaza de Toros de la ciudad. Un lugar improvisado ante la falta de espacio en el CETI donde se mezclan subsaharianos, egipcios, marroquíes, argelinos y menores no acompañados de diferentes países y que han cumplido los 18 años durante la pandemia. Muchos han sido trasladados ahí desde el centro de menores de La Purísima.
En los alrededores del coso pueden verse a varios subsaharianos limpiando con esmero y por tres euros varios coches de alta gama. Sus dueños se enfadan si los fotografías, aunque los migrantes no ponen pegas. Otros cuantos esperan con paciencia un cliente, con una ristra de garrafas de agua preparadas. "Yo he venido a trabajar", zanja uno de ellos, que prefiere no identificarse.
Otros, como Mohamed Mossallem, pasan las horas al sol conversando con sus compañeros hasta que les dejen salir de la ratonera en la que Melilla se ha convertido. Él ya sabe que hay mejores formas de ganarse la vida en Europa que limpiando coches por tres euros. Desde 2009, este egipcio, de 26 años y unos ojos azules que casi brillan cuando el sol le achica las pupilas, vivió en Francia. Allí le iba bien, "trabajando duro en la construcción" a pesar de no tener papeles. Hasta que la Policía le pilló conduciendo sin carné y con un coche que no estaba a su nombre. No tardaron en deportarle a Egipto, pero volvió a huir. "Llevo huyendo de allí toda mi vida por problemas familiares", comenta.
Ahora ha pedido asilo y su solicitud ha sido admitida a estudio. Solo quiere salir de la plaza de toros para localizar a un empresario español para quien ya trabajó en Francia. Para eso ha cruzado Egipto, el agujero negro de Libia, la árida e inestable Argelia y se ha montado en una pequeña barca de la que saltó a los pocos minutos de zarpar desde la costa marroquí. Mellilla les costó unas cuantas brazadas y 1.500 euros. El resto del viaje, alrededor de 5.000.
Cinco meses después, solo ha conocido los sucios baños de la plaza de toros. "No voy a volver ahora. Vendré otra vez si me echan, tarde lo que tarde", asegura muy convencido, fumando un cigarrillo en la calle del General Millán-Astray. Ahí seguirá, desafiando al tiempo en una ciudad donde el reloj parece haberse detenido en los años 50.
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