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Menores migrantes El largo camino hacia la inclusión: "Yo tenía la sensación de que no existía"

Abdellatif y Farah fueron dos chavales que migraron solos y cuya historia en la península ibérica empezó a pie de calle.

Abdellatif Laquiasse
Abdellatif Laquiasse, joven marroquí que llegó a España atravesando el Estrecho en patera a los 15 años. Cedida

Ana Rojas

/ Fundación por Causa

Abdellatif y Farah son dos jóvenes marroquíes que emprendieron su viaje a España solos y siendo menores de edad. Él ahora tiene 32 años y trabaja como educador social en Córdoba, donde ayuda a menores no acompañados a construir un proyecto de vida. Por otro lado, la joven Farah, de 19 años, vive en un piso de mujeres en el que espera a recibir los papeles mientras hace voluntariado y talleres para seguir formándose. Algún día le gustaría ser mediadora cultural y trabajar con otros jóvenes como ella. Ambos tienen en común algo fundamental: sus historias en suelo español empiezan a pie de calle y sin garantías.

Era otoño de 2003 cuando Abdellatif Laquiasse cruzó el Estrecho desde Marruecos en patera con solo 15 años. Tenía apalabrado con un familiar que podría vivir con él en Almería, pero no pudo ser. Tuvo que afrontar solo lo que tenía por delante en esa supuesta tierra de las oportunidades por la que se había jugado la vida. Aplazó algunas semanas la idea de llamar a su familia: "Con que uno ya lo pase mal, es suficiente", dice.

En la actualidad miles de niños se quedan fuera del sistema de protección y muchos viven en la calle. En 2018 la Junta de Andalucía acogió a 7.783 chavales, de los cuales el Defensor del Pueblo señala que sólo 2.290 se encontraban atendidos a final de año. En el caso de Abdellatif, no había cumplido los 16 cuando empezó a vivir en la calle durante casi dos años. Viajó sin decidir nunca su destino.

"Yo nunca he robado y el que robaba lo hacía para comer"

"Estuve en Almería, Madrid, Alicante, Murcia…Tú no piensas dónde vas a ir porque vas con el grupo", comenta. Este grupo estaba formado por jóvenes de la calle que habían decidido permanecer juntos. "En Córdoba me acogieron en una casa okupa en la que no había ni luz ni agua y había hasta ratas", confiesa entre risas. Allí vivía con otros 15 jóvenes, entre los que reinaba la ley del más fuerte: "El fuerte es el que come o el que tiene el mejor sitio para dormir y es el primero en todo", declara. Explica también que "alguno tenía que jugársela" para que pudieran sobrevivir. "Había alguno que cogía comida por ahí y la compartía. Se nos empujaba a eso porque no había otra opción", asegura. "Yo nunca he robado y el que robaba lo hacía para comer. Nunca he visto a ninguno de estos chavales ir en contra de nadie para quitarle nada", afirma.

El joven confiesa que no quería acudir a un centro por miedo a que las autoridades le deportaran. "Pensaba que yendo a la Policía me iban a devolver porque era algo que, estando allí (en Marruecos), ya habíamos visto", explica. Pasó de los 15 a los 16 años sin que nadie le parara por la calle para preguntarle qué hacía un niño solo por ahí. "Yo tenía la sensación de que no existía", sentencia.

Con el paso del tiempo, perdía la esperanza de prosperar: "La calle te anula, piensas que no vales y que no mereces estar ahí y dejas de pelear". Tras una identificación policial le llevaron a un centro de menores de Córdoba, donde su experiencia fue muy positiva. "Todas las personas que me encontré han hecho que yo tenga la vida que tengo hoy, pero eso depende de la suerte y la intervención que se haya hecho", comenta.

Precisamente, el informe de UNICEF muestra cómo el proceso de integración en el sistema de protección puede determinar la vida de los jóvenes. Sin embargo, había algo que persistía en él: el miedo. "No terminas de creerte que te estén dando todo eso... Sentía que lo hacían para calmarme y que luego me iban a devolver", confiesa.

"Después, un día sales, y necesitas un trabajo", resume. Él lo consiguió antes de salir, pero explica que muchos otros no, y afrontan la mayoría de edad totalmente desamparados. Las restricciones impuestas por la Ley de Extranjería dificultan que los jóvenes puedan optar a un permiso de trabajo. "Te piden condiciones imposibles incluso para los chavales de aquí, como que acredites el primer año unas ganancias de 7.000 euros y el segundo casi 26.000", detalla.

A pesar de las recientes iniciativas del Gobierno para regularizar la situación de los jóvenes migrantes que trabajan en el campo, los requisitos para poder adquirir el permiso de residencia son muy difíciles de conseguir.

Cuando se le pregunta por qué ha elegido convertirse en educador social, Abdellatif sonríe. "Me hubiera gustado tener a alguien que entendiera cómo podía sentirme yo cuando estuve en esa situación, así que decidí ser esa persona", responde satisfecho. Sin embargo, no quiere ser modelo. "Mi prioridad era trabajar y estudiar, pero no todos tienen esa posibilidad. Para mí el modelo de éxito es cualquier persona que llega y es buena haciendo algo, ya sea camarero, pintor, carpintero... No es sólo el de la universidad el que triunfa", puntualiza.

¿Dónde están las chicas?

Cuando se habla de menores no acompañados apenas se habla de las chicas, pero existen. Farah es una de ellas. Sin decir nada a su familia para no preocuparles, decidió emprender su viaje cruzando el Estrecho en patera y consiguió llegar a Cádiz. Allí, la Guardia Civil la llevó a un centro de menores, del que se fugó cuatro días después.

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Farah, joven marroquí de 19 años que llegó a Cádiz en patera en 2018. cedida

"Quería ir a Madrid porque conocía a amigos allí que me habían hablado de la vida aquí. Pero no tenía nada que ver con lo que me imaginaba, yo no esperaba nada de esto", asegura la joven, refiriéndose a la precariedad y a la forma en la que se siente desde que ha llegado. "Te ven como si fueras un bicho raro porque eres marroquí", afirma.

Tras la fuga, Farah recorrió las calles gaditanas preguntando a la gente hasta que consiguió llegar en autobús a la capital. No había pensado dónde iba a vivir ni había contemplado la posibilidad de quedarse en la calle, solo sabía que quería llegar, sin pensar siquiera en que los peligros a los que podía enfrentarse son muy diferentes para una chica que para los chicos.

"Madrid no tenía nada que ver con lo que me imaginaba"

En Madrid fue trasladada al centro de Primera Acogida de Hortaleza. "Era difícil que nos ayudaran porque éramos 130 personas para pocos educadores" explica. En Madrid, los recursos de primera acogida se encuentran generalmente saturados. Ismail El Majdoubi, integrante del colectivo "ex-menas", explica que alrededor de 20 chavales no acompañados del centro de Hortaleza viven ahora en la calle por haber cumplido la mayoría de edad.

Farah asegura que cuando vivía ahí, solo había 15 chicas, una matriz de género que tiene diversas explicaciones: "Hay pocas chicas porque en Marruecos suelen estar más con las familias. Se espera que no se vayan fuera. Yo he estado siempre con mis padres."

Esto también se debe a la alta probabilidad de ser captadas por redes criminales de trata o explotación, antes y después de llegar a los lugares de destino. En la actualidad, Farah vive en un piso para mujeres y comenta que aún no tiene papeles. Los están tramitando desde julio, asegura. Tampoco tiene tarjeta sanitaria. "No puedes hacer nada sin documentación, ni estudiar, ni trabajar", lamenta. A pesar de esa situación, también habla de que ha conocido a mucha gente en los centros que le ha ayudado y que incluso se ha reencontrado con gente de su barrio de Tánger. "En el centro estábamos todo el día juntos, éramos como una familia",  dice.

Las historias de Abdellatif y Farah son ejemplos de jóvenes que comienzan su vida en España a pie de calle. Durante mucho tiempo dependieron sólo de ellos mismos y de su habilidad y fuerza para seguir adelante en un sistema en el que ya no eran considerados niños. Cuando se les pregunta qué consejos le darían a un joven que pueda identificarse con sus historias, ambos responden desde la cautela. "Que tenga cuidado", recomienda Farah. "Que se forme y que no se confronte", aconseja Abdellatif. Ambos son el reflejo de una vida construida a contracorriente y en silencio, en mitad del ruido de las grandes ciudades.

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