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Laura Tremosa, una de las primeras españolas que se tituló como ingeniera: "Cuando recibía una carta de trabajo, se dirigían a mí como señor Lauro"
Su vida se resume demasiado habitualmente con ese hito que la situó como única mujer en una profesión, hasta entonces, atiborrada de hombres. Pero hay mucho más. Ampurdanesa, lectora, ingeniera, feminista, represaliada, madre, militante del PSUC. Laura Tr
Barcelona--Actualizado a
—Todo esto no es muy serio, ¿eh?
Y sin embargo, pensándolo un poco, lo es.
—Nada, nada. No hagas caso.
Y se ríe.
Laura Tremosa Bonavía, 85 años, la voz precisa, como un latido, sabe esquivar los cumplidos.
Murmura la radio a lo lejos, en algún lugar de la casa. Una melodía distante, un manojo de palabras indistinguibles.
—La tengo puesta siempre. Más que escucharla, muchas veces simplemente la oigo. Cuando vives sola, agradeces un poco de ruido.
La tele casi no la usa. Si mira una serie, lo hace en el ordenador. Aunque básicamente lee. Novela negra, una detrás de otra. Por las mañanas, se somete al tacto seco de las hojas del periódico. Pero tiene que confesar, con algo de pudor, que se ha pasado al libro electrónico. No le cabe uno más en las enormes estanterías que amurallan el comedor. También relee. Recula al pasado.
—Hace poco volví a coger La montaña mágica de Thomas Mann. Lo había leído con 22 años. Eso de volver a una historia después de tanto tiempo es impresionante, ¿eh?
Y se ríe.
Con Tremosa se corre un riesgo. Hay un dato biográfico que deslumbra y tapa a los demás. La segunda mujer catalana que obtuvo el título de ingeniera industrial, la tercera del Estado. Sin embargo, quedarse ahí es como entrar a un palacio y no pasar del recibidor.
—Nací en Espolla, en el Ampurdán. En plena Guerra Civil. Mi abuela era de allí, y mis padres huyeron de Barcelona. Tenía una hermana mayor, pero murió muy pronto. Es curioso: no recuerdo nada de ella. Siempre digo que mi patria es la tramontana, porque lo que más recuerdo de mi infancia es el viento.
La casa está templada, los grados exactos. Hay un vestíbulo. Un pasillo con dos alfombras. Unas escaleras que suben al piso de arriba. La cocina. La mesa. El comedor. El enjambre de libros en las paredes. El suelo de baldosas ajedrezadas, cuadrados rojos y blancos. Al final de todo, el jardín, colmado de plantas. Un poco antes, la estancia principal. Dos mesillas desnudas, dos sillones y dos sofás rodeándolas. Laura está sentada en uno de estos últimos. Las gafas sujetas en el pelo. Los ojos limpios, imposibles, de un azul elegante, como un mar tranquilo en un sábado soleado. La calle es Carrasco i Formiguera. Estamos en Sarrià, Barcelona.
—Me vine a los siete años. A los diez, mis padres me llevaron a un colegio de monjas. Si algo les tengo que agradecer es que también me pusieran a un profesor de clases particulares. Era uno de esos maestros de la República que lo sabían todo. El senyor Boixadós. Cada tarde iba a verlo. No me ayudaba a hacer los deberes. Más bien hacíamos lo que le daba la gana. Si hablábamos de álgebra, el tío me empezaba a contar los árabes. O me prestaba un libro. Él me dio la inquietud intelectual.
Si decidió estudiar ingeniería después de acabar el bachillerato fue porque en su casa siempre llevaba la contraria. En aquellos años, Tremosa se hizo con una camiseta en la que ponía "no" con letras muy grandes. Como en la mesa, si replicabas a la autoridad paterna, podías tener problemas, se sentaba a comer con esa camiseta puesta y no decía nada.
Al sacar mejores notas en ciencias que en letras, el plan de los padres era que la niña se apuntara a Farmacia. "Eso de tener una tienda les debía parecer, supongo, más femenino". Ella seguía rumiándolo.
—Hasta que un día mi padre, que era ingeniero, se acercó y me dijo: "Estudia lo que quieras, menos ingeniería". Y yo inmediatamente pensé: "Ya lo tengo". Fui una adolescente bastante insoportable.
Para preparar las pruebas de acceso a la Escola d'Enginyers, en lugar de llevarla a la academia como el resto de chicos, la obligaron a estudiar en casa. Pensaron que de esa manera la idea se le quitaría de la cabeza. Pero Tremosa aguantó. Y aprobó. Y estiró tanto el pulso que a su padre le empezó a hacer gracia y todo que se quisiera dedicar a lo mismo que él.
Enrolla un cigarro muy fino, acciona el mechero, le da una calada inofensiva. Ya no vuelve a fumar más durante un buen rato. El pitillo, apagado, queda atrapado en su mano, que se mueve serena en el aire, dibujando espirales invisibles, mientras ella sigue hablando. Lleva puesto un jersey amarillo, cruza las piernas con una agilidad que el paso del tiempo no ha logrado extinguir del todo. Pese a hacer carrera en las ciencias duras, Laura siguió leyendo e interesándose por las humanidades.
—Esto de separar las dos culturas, la de los números y la de las letras, me parece un poco siniestro. Pitágoras era filósofo, ¿no? A cualquier persona que no conozca a Cervantes se la considera una inculta. Si no sabe diferenciar los vatios de los voltios, no.
Los primeros días fueron los más duros de la carrera. Era la única chica en el inmenso hall al que daban todas las aulas. Se quedaba sola, en un rincón. Los chicos no le dirigían la palabra. El primero que lo hizo fue Alfonso Carlos Comín, el político. Iba un curso por encima. La invitó a tomar algo en el bar. Poco a poco, todo se fue normalizando.
Con los profesores costó un poco más. La mayoría la trataba bien, pero la convertían en la muleta de sus gracietas. El único que se pasó de estúpido fue el de Metalurgia. Tenían un examen oral. Le dijo: "He hablado con el claustro y me han dicho que tiene todo el derecho a ser ingeniero, que no se lo puedo prohibir, pero lo que no haré será examinarla; le pongo la nota mínima, y si no le convence, se va". Tremosa le dijo entusiasmada que se quedaba con el 5.
Así lo cuenta. Y se ríe.
—La de ingeniero era una profesión de mucho prestigio en España. Por eso las mujeres estudiaban otras carreras. En aquellos años descubrí que en la Unión Soviética sí que había muchas ingenieras, pero porque allí los que estaban bien vistos eran los físicos. Así nos iba a nosotras: éramos animales desprestigitadores.
La sonrisa, juvenil, diáfana, viene y va, como una intermitencia inevitable. Laura es una mujer siempre al margen de su tiempo. Antes, rodeada de varones con barbas incipientes y hojas de cálculo. Ahora, armada con un humor fino y un aire jovial que no se marchitan con la edad.
Pese a casarse justo al acabar la universidad, y tener cuatro hijos prácticamente seguidos, se puso a buscar trabajo desde el día uno. Costó lo suyo.
—Yo mandaba una carta para pedir el puesto y a los pocos días me la contestaban dirigiéndose a mí como "señor Lauro". Ya no te digo si me presentaba en el sitio. Directamente me decían que eso no era para mí.
A regañadientes, aceptó entrar en la oficina técnica de su padre. Más tarde saltó a otra. Eran dos delineantes, tres ingenieros y una secretaria. Una vez, la secretaria se puso enferma. Y entonces se dio por supuesto que Tremosa tenía que coger las llamadas y recibir a las visitas. Del rebote que pilló, fue a entrevistarse con el jefe de redacción de una editorial inglesa que estaba buscando a alguien para que dirigiera una revista sobre el sector industrial. Ella no sabía ni cómo funcionaba una imprenta. En el despacho del tipo, justo detrás de él, habían colgado una fotografía de Pavlov. "Ah, ¿así que usted prefiere Pavlov a Freud?", soltó ella al verla. El hombre se quedó parado. Le preguntó si de verdad era ingeniera. Al instante le dijo que la contrataba.
Además del trabajo, y del ocio, y de la familia, Tremosa siguió estudiando. Primero Psicología, después Psiquiatría Social. Gran parte de sus amigas, ya con hijos, empezaban a entregarse a la vida doméstica.
—Si hay que valorar las madres por lo que se esperaba de ellas en ese momento, yo he sido una mala madre. Esto hay que ponerlo en mi biografía. Quería a mis hijos, claro que los quería, pero les dedicaba una atención normal.
Abandona el cigarrillo definitivamente en el cenicero, busca con la espalda el brazo del sofá para cambiar la pose.
—Mi única dedicación no era la maternidad, lo digo sin ninguna mala conciencia.
La ONU declaró 1975 el Año Internacional de la Mujer. Tremosa estuvo en la sección que se encargó de organizar los distintos actos reivindicativos en Barcelona. Si la llamaron, entre otras cosas, fue por su pasado. Aquí se abre otra página de unas memorias que parecen no tener fin.
Recién titulados, a Tremosa y a un compañero se les ocurrió crear una comisión de cultura en el Col·legi d'Enginyers. Era 1960. La decisión tenía sentido. La Policía estaba muy pendiente de los movimientos estudiantiles, pero nunca sospecharía de la facultad de Ingeniería. Allí había una grieta. Supieron aprovecharla. Con la dosis justa de camuflaje, presentándolas como cursos, llevaron a muchos antifranquistas a dar conferencias. Por allí pasó López Aranguren, entre otros filósofos, escritores y exiliados, sancionado en la Universidad de Madrid por liderar una marcha de protesta por la falta de la libertad de asociación.
—Los cursos siempre tenían unos títulos bastante complicados. "La hermenéutica del lenguaje", por ejemplo. Yo era la que iba al Gobierno civil a pedir el permiso. Me arreglaba, eso era muy importante. Tenía que parecer una pija licenciada.
A partir de esos encuentros entra en contacto con el mundillo intelectual barcelonés. Josep Maria Castellet, Carlos Castilla del Pino, Dolors Calvet, Núria Pompeia, Manuel Vázquez Montalbán... Organizaban charlas. Se pasaban libros. Tomaban copas. Corrían delante de los grises. Tremosa suele decir que contra Franco todos se conocían, porque el círculo todavía no era tan amplio. En el Col·legi consiguieron incluso organizar un congreso de comunicación. Invitaron a los periodistas, que nunca habían podido montar algo similar en su facultad. Aquello fue muy movido, y acabó mal, con la Policía entrando. Al cabo de un tiempo, se hizo una segunda edición. Pero a esa, ella ya no pudo acudir.
Laura Tremosa entró en la cárcel en 1973. Todo vino por la Assamblea de Catalunya. "La de entonces, no la de ahora". Fue un intento, muy protagonizado por el PSUC, de reunir a gente de diferentes organizaciones políticas y activistas para sentar las bases de un escrito fundacional. Se hacían quedadas clandestinas, en iglesias y conventos. Hasta que en una de ellas los pillaron y los detuvieron. A Tremosa la encerraron en la prisión para mujeres de la Trinitat. Primero estuvo tres semanas, hasta que la dejaron salir con la libertad condicional. Al cabo de 24 horas, la pusieron en búsqueda y captura por reincidente.
—Mis hijos siempre se han reído de esto. Resulta que, cuando hubo el juicio de Burgos contra los dieciséis miembros de ETA, me fui a una manifestación que consistía en bajar en coche desde el Peu del Funicular hasta el centro. Cuando la Policía apareció, todos nos dispersamos, pero nos cogieron la matrícula. Así que mi reincidencia fue "tocar la bocina por la calle Balmes". Aunque lo mejor vino después. Cuando supimos que nos buscaban, algunos nos fuimos a Madrid. Pero cada día acudían a nuestras casas o las de nuestros padres, así que decidimos volver y entregarnos en la jefatura de Via Laietana. En esas que llegamos allí un mediodía, con las maletas y todo, y los pobres polis que nos reciben no saben ni quienes somos ni de qué les estamos hablando. Los jefes habían salido a comer. Uno nos suelta: "Miren, como en esta zona hay muchos bares, vayan a tomar algo y en una hora vuelven". Y eso fue lo que hicimos. En total, estuve presa tres meses.
En esos años frenéticos, Tremosa también se involucró con los grupos de mujeres que trataban de estructurar el feminismo, todavía muy incipiente como movimiento. Formaron distintas comisiones. Dona i treball. Dona i lleis. Dona i sexualitat. Dona i cultura. Quedaban en esta misma casa. Ella ya se había separado de su marido. Cenaban y preparaban las ponencias. En 1976, con el dictador muerto, hicieron las Jornades Catalanes de la Dona en la Universidad de Barcelona. Gracias a la implicación de los partidos de izquierdas y de Comisiones Obreras, el mensaje se extendió a los barrios, y ese día asistieron 2.000 mujeres. Ellas mismas se sorprendieron del éxito de la convocatoria. Las consignas feministas acaban de dar un paso muy importante. Ya no darían marcha atrás.
Tremosa entró tarde al PSUC. Admite que aceptó el carnet del partido "más por hacer un favor que otra cosa". También que fue divertido introducir nuevos debates en una organización que, como tantas otras, no tenía nada de feminista. Por más que aguantó hasta que echaron el cierre, y que incluso estuvo un tiempo en el Comité Central, su militancia nunca fue la más convencional. Prefería tomarse los asuntos importantes con una cierta ironía, como ha hecho siempre.
—Es que tienes que tener en cuenta que nada de esto era muy serio, ¿eh?
La luz de la lámpara cubre el salón con un manto ligeramente anaranjado. Laura, doctora en Ingeniería Industrial y en Tecnologías, toda una carrera dedicada a la prensa técnica, la mirada de océano, el gesto profundo de quien ha conseguido ir mucho más allá de lo previsto y ha vuelto, se recoloca las gafas en el cabello. Dice:
—Yo lo tenía todo por ganar, porque, como mujer, nadie esperaba nada de mí. En cambio, los hombres, pobrecitos, lo tenían más difícil para no sentirse unos fracasados, porque todo el mundo esperaba que acabaran de presidentes del Gobierno, y claro, así era imposible que llegaran a ser las personas que sus mamás querían que fueran.
Y se vuelve a reír.
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