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Mujer e igualdadIsabel Zendal, la enfermera que erradicó la viruela en medio mundo 'transportando' la vacuna en los brazos de 21 huérfanos
La rectora de la Casa de Expósitos del Hospital de Caridad de A Coruña protagonizó una gesta calificada por el padre de la inmunología, Edward Jenner, como un "ejemplo de filantropía". Sin embargo, su nombre permaneció silenciado dos siglos.
Madrid-Actualizado a
Sin la enfermera, no habría habido niños; sin críos, no habría habido vacunas; sin antígenos, no se habría emprendido la Real Expedición Filantrópica; sin la travesía intercontinental, no se habría erradicado la viruela en América, en Filipinas y en otras latitudes; sin tamaña proeza, España no habría figurado como el azote de una epidemia que había castigado a la humanidad con millones de muertes. Sin embargo, Isabel Zendal permaneció sumida en el olvido desde que el 30 de noviembre de 1803 la corbeta María Pita partió del puerto de A Coruña con veintiuna criaturas a bordo, quienes portaban la salvación en sus propios brazos, hasta que recientemente ha sido situada en el anaquel de la historia que le corresponde por méritos propios.
Isabel nació en 1773 en la parroquia ordense de Santa Mariña de Parada. Concretamente, en la aldea de A Agrela, a medio camino entre Santiago y A Coruña, hija de unos sufridos campesinos que concibieron a otros dos vástagos. "Su familia era pobre de solemnidad, hasta el punto de que sus progenitores fueron enterrados de caridad en sepulturas propiedad de la parroquia, sin testamento, pues no tenían nada que legar", explica Antonio López Mariño, autor de Isabel Zendal Gómez, en los archivos de Galicia.
El conde de Altamira no perdonaba un tributo, en moneda o en especie, como tampoco el cura, la autoridad provincial ni la Corona. "La inmensa mayoría llevaba sus labranzas en arriendo", mientras que otras explotaciones estaban cedidas "a ganancia del tercio o de la mitad", lo que condenaba a los paisanos —ya exprimidos por los impuestos oficiales— a una situación de "vasallaje" respecto a los propietarios de la tierra, escribe el periodista en el citado libro, editado el año pasado por el Parlamento de Galicia. La precariedad de una existencia sin posibles llevó a Zendal a buscarse la vida en la capital, donde en comenzó a trabajar en 1800 en la Casa de Expósitos del Hospital de Caridad.
La minuciosa investigación de López Mariño nos permite saber que ella era la única encargada de los huérfanos, pues en la contabilidad de la inclusa sólo consta un pago puntual a una hospiciana por "ayudar a la rectora en el cuidado" de los chavales. La recompensa: un corte de tela para un jubón y un vestido largo. Si les parece una insignificancia, fíjense en el magro salario que recibía Isabel como rectora del orfelinato: cincuenta reales. Aunque quizás la cifra no refleje la precariedad del estipendio si no se compara con el que se embolsaba el cura del hospital, ciento cincuenta reales, el triple que ella. O sea, que la jefa —y única trabajadora— cobraba menos que la lavandera, quien se llevaba cien, y que el aguador, retribuido con ochenta.
"Eso indica que el cargo lucía mucho más que la realidad económica", ironiza el periodista, quien relata las características de otro empleo íntimamente relacionado con los críos abandonados o sin padres. "Cada semana, en una ciudad que no llegaba a los quince mil habitantes, entraban dos niños por el torno. Hablamos de cien bebés al año, que eran dados a lactar al poco de llegar y regresaban a la inclusa cuando cumplían siete". Entonces, Isabel se hacía cargo de ellos hasta los trece o catorce, cuando las familias bien adoptaban a los más "espabilados". Otros eran encomendados a artesanos —"quienes probablemente no los tratarían con mucho cariño", especula López Mariño— y "al resto, vía", aunque muchos se enrolaron voluntariamente como tamborcitos del Ejército.
Las nodrizas que les daban de mamar recibían treinta reales al mes hasta que los pequeños tenían tres años y, durante los cuatro siguientes, las de segunda clase cobraban veinte reales por su manutención. "Aunque es posible que, durante ese tiempo, realizasen tareas domésticas, al igual que los propios hijos de las mujeres", relativiza el investigador. Cuando volvían al orfelinato, les enseñaban a leer y a escribir. Bueno, en realidad, esa suerte sólo la corrían los varones, pues ellas debían aprender a calcetar y a coser. La intención era que tanto unos como otras aprendiesen los cimientos de un oficio y no quedasen expuestos a la calle y a la mendicidad cuando tocaba dejar atrás la inclusa, donde nunca residían más de treinta expósitos, atendidos exclusivamente por Isabel, quien para redondear el sueldo se veía obligada a remendar ropa en sus ratos libres.
"Sin duda, es una historia de superación provocada por las necesidades económicas, porque escapó de la pobreza de la aldea y llegó a Coruña como una emigrante. Ese instinto para eludir la miseria le permitió cazar al vuelo las oportunidades laborales que se le presentaban, entre ellas embarcarse en la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna", cree López Mariño, una gesta ensalzada por el británico Edward Jenner —descubridor de la vacuna de la viruela en 1796—, quien sostenía que "no se imaginaba que los anales de la historia nos proporcionen otro ejemplo de filantropía tan noble y extenso como éste", recuerda el autor de Isabel Zendal Gómez, en los archivos de Galicia.
Actualmente, cuenta con un monumento y una calle que la homenajean en A Coruña; la televisión le ha brindado la película 22 ángeles, dirigida por Miguel Bardem y protagonizada por María Castro; hay abundante literatura —Javier Moro publicó la novela A flor de piel (Seix Barral) y Almudena de Arteaga, Ángeles Custodios (Ediciones B); María Solar escribió la novela juvenil Los niños de la viruela (Anaya), cuya edición en gallego, Os nenos da varíola (Galaxia), mereció el Premio Fervenzas Literarias en 2017—; el cómic también le ha puesto cara, pues nadie conocía las facciones de su rostro —El Primo Ramón, pseudónimo de Borja López y María Olmo, firma Novo Mundo: Isabel Zendal na Expedición de la Vacina (Bulubú)— y hasta una asociación, presidida por la exconselleira de Sanidade Pilar Farjas, lleva su nombre y abrillanta su recuerdo.
"Sin embargo, es un reconocimiento muy minoritario y sigue siendo una gran desconocida, sobre todo si se tiene en cuenta que la profesión de enfermera es una de las más valoradas por el conjunto de la ciudadanía. ¿Cómo es posible que sea ignorada cuando simboliza el estandarte del oficio?", se pregunta López Mariño. Porque, además de ejercer de rectora de la Casa de Expósitos, se la considera la primera enfermera en misión internacional: nueve años de navegación y rutas terrestres para inmunizar a sus coetáneos, en la que podría considerarse la primera campaña de vacunación universal de la historia de la humanidad. "Su proeza abrió los ojos al mundo y lo convenció de que podía combatirse un mal infectándose con ese mismo mal en dosis atenuadas, algo revolucionario para la época. Así, el planeta descubrió que era el método de inmunización perfecto contra la viruela y otras enfermedades contagiosas".
Si la expedición estaba dirigida por el médico cirujano Francisco Javier Balmis, ayudado por su colega José Salvany y Lleopart, ¿por qué la presencia de Isabel fue trascendental para que la aventura llegase a buen puerto? "Ella era la única mano experta para tratar a esos chavales, pues tenía mucha experiencia por sus años de trabajo en la Casa de Expósitos. Y los niños eran el elemento clave. Sin los críos, no habría remedio posible, porque ellos mismos eran la vacuna viva y activa", subraya el investigador. O sea, que los pequeños portaban en sus brazos la salvación. Otros intentos previos habían fracasado, porque los antígenos no se conservaban durante una larga travesía. Llevar vacas hubiese sido una locura: podrían sobrevivir al océano, pero los caminos se les harían cuesta arriba. "Para llegar a la población más desperdigada, el ganado era un incordio. ¿Cómo iban a atravesar los Andes? Habría sido un viaje lentísimo y podrían morir por el camino, mientras que los niños se desplazaban mejor y garantizaban una mayor eficacia".
Quizás convenga explicar lo de las vacas… Edward Jenner descubrió que las campesinas que ordeñaban las vacas eran inmunes, pues las protegía el contacto con el pus de las ampollas de las reses —portadoras del virus de la viruela bovina, menos agresiva que la humana—. El investigador británico tuvo entonces la ocurrencia de inocular en los brazos de un niño el pus de una lechera infectada, sin que sufriese más que una fiebre. Luego probó con una técnica que ya se usaba antes de que descubriese la vacuna, la variolización, que consistió en practicar una incisión en la piel del pequeño, introducir el polvo de las costras de la viruela y cerrar el corte. ¡Y funcionó! Aquel niño ya era inmune a la viruela, aunque lo curioso del hallazgo es que no hacía falta inocular directamente el pus directamente del ganado, sino que podía hacerse de persona a persona.
Ahora quizás se entienda que Balmis, Salvany y Zendal embarcasen a los niños rumbo al nuevo continente, con el objetivo de transmitirles la vacuna de dos en dos, hasta formar una cadena —o vacuna— humana que garantizaría el suministro hasta llegar a América. Sin embargo, aunque las crónicas hablan de veintidós niños, uno de ellos falleció antes de que partiese del puerto de A Coruña la corbeta María Pita, por lo que en realidad viajaron sólo veintiuno, pues no encontraron a otro para reemplazarlo. Niños a los que no quería nadie, excepto Isabel, quien llevó a su propio hijo, Benito Vélez, de diez años. Abandonados, aunque luego lo políticamente correcto los convirtió en expósitos. Los periódicos dejaron de redactar aquello de que "anteayer se echó en el torno de la inclusa a un niño a las tres de la mañana" y comenzaron escribir que la criatura "se expuso en el torno"; es decir, en la apertura, agujero o ventana que daba a la calle, donde eran depositados los bebés. Y, de tanta exposición, el verbo se convirtió en sustantivo y la lengua adoptó el eufemismo expósito. Todavía hoy pueden leerse en los muros de los antiguos orfelinatos inscripciones como ésta : "Mi padre y mi madre / me arrojan de sí. / La caridad divina / me recoge aquí".
No obstante, pese al descubrimiento de las inoculaciones brazo a brazo, las vacas —si en Galicia ya eran un animal sagrado, imagínense después de la invención de la vacuna: un término que deriva de vaca, claro— siguieron utilizándose en A Coruña hasta principios del siglo XX. "La calle Médico Rodríguez está dedicada a un doctor que practicaba la técnica desde la ternera hasta la persona. Y Ramón Pérez Costales, ministro de la I República y primer mecenas de Picasso durante los cuatro años que el pintor vivió en la ciudad, también tenía una clínica de vacunación animal", apunta López Mariño. La de José Rodríguez Martínez, también político y periodista, se llamaba Centro Jenner de Vacunación Animal, donde los pobres de solemnidad eran atendidos gratis.
¿Contó la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna con el apoyo del rey Carlos IV porque estaba sensibilizado por la muerte de su hija de tres años a causa de la viruela? López Mariño cree que la niña pudo infectarse y sufrir las erupciones, que podrían haberle dejado marcas, pero no que hubiese muerto. Quizás las causas no sean tan personales como materiales. "La mayor parte de los impuestos de la Corona eran indirectos, por lo que si una epidemia diezmaba a la población, se quedaba sin fondos para sus arcas", razona el investigador. "En todo caso, somos una monarquía borbónica gracias a la viruela. Al morir por esa causa el príncipe Baltasar Carlos —heredero al trono—, accede al poder Carlos II, el Hechizado. Como era estéril, el último de los Austrias falleció sin descendencia y, con él, se acabó su dinastía, comenzando en 1700 la borbónica con Felipe de Anjou como Felipe V. Y, desde entonces, la viruela siempre rondó a los Borbones y se cobró la vida de otros herederos".
Otra revelación de López Mariño que desmitifica más leyendas en torno a los motivaciones de los expedicionarios. Isabel Zendal tampoco estaba concienciada porque se hubiese llevado a su madre. El óbito de Ignacia Gómez se produjo el 31 de julio de 1788 y su partida de defunción no menciona la causa de la muerte. "Tampoco la de ningún vecino, pues el párroco nunca actuó como médico forense", ironiza el periodista. "Ahora bien, de trescientos parroquianos, en 1785 fallecieron tres vecinos, en 1786 cuatro, en 1787 cinco, en 1788 ocho y en 1789 dos. Fue este pico de defunciones en el año de la muerte de Ignacia el hecho real que llevó al novelista Javier Moro a recrear las verosímiles circunstancias de su muerte y, de esta manera, fijar una experiencia inolvidable —la lucha contra la viruela— en la memoria de la futura enfermera", añade el investigador, quien lo considera un elemento más novelesco que histórico. "Un truco narrativo para entender la personalidad y el derrotero vital de la protagonista".
El caso es que el doctor Balmis contrata a Zendal con un sueldo similar al de un varón de su categoría: tres mil reales en concepto de "ayuda de costa" con destino a su habilitación y el pago en Indias de un salario de 500 pesos anuales. La Real Orden de 14 de octubre de 1803 también establece que será contratada como enfermera para la inoculación de la vacuna y para que cuide durante la navegación de los niños "y cese la repugnancia que se experimenta en algunos padres de fiar sus hijos al cuidado de aquellos —los enfermeros que ya había seleccionado Balmis—, sin el alivio de una mujer de probidad". El entrecomillado no necesita mayor explicación: debía velar por veintiún críos varones de entre tres y nueve años, aunque en realidad el más pequeño sólo tenía dos años y ocho meses. La corta edad puede sorprender, pero entonces era una garantía de que estaban sanos. Cuatro procedían de Madrid; cinco, de Santiago; y trece, de A Coruña, incluido el que murió antes del viaje.
Todos, al igual que la propia Isabel, ignorados, hasta que López Mariño y el también periodista coruñés Joaquín Pedrido les pusieron nombre en 2004. ¿Los grandes olvidados? "Bueno, tan olvidados que no se sabía ni quiénes eran". Con la intención de rescatarlos del doble abandono, la escritora compostelana María Solar les dedicó la novela juvenil Los niños de la viruela. "Sin ellos no se habría organizado la expedición. Y sin ésta la viruela no se habría erradicado. Balmis no solo llevó a América la vacuna: lo más importante es que dejó allí instaladas juntas de vacunación y, por primera vez, se implantó como un sistema de medicina preventiva. Y funcionó. Desde ese momento, la vacunación se ha utilizado en el mundo y, cuando en los setenta la Organización Mundial de la Salud (OMS) montó una gran campaña para erradicarla en todo el planeta, logró terminar con ella", explica la coordinadora de Cultura de la Radio Televisión de Galicia y directora del programa Zigzag Fin de Semana.
¿Pero fueron los chavales utilizados como conejillos de —en mayúscula— Indias? "En absoluto. Ellos ejercieron de vehículo de transporte de la vacuna, que ya estaba sobradamente probada y se sabía que funcionaba. En ese sentido, no eran cobayas de laboratorio, aunque hoy esto sería inviable y existen estrictos controles. Sólo se puede entender desde la perspectiva de la época, sus medios y el terror a la viruela, pues ha sido la enfermedad infecciosa que ha matado a más gente en la historia de la humanidad". Entre ellos, viajaba el propio hijo de Isabel, aunque Solar subraya que durante años fue una incógnita. "Hoy sabemos que era madre soltera y han aparecido los papeles de cómo se le amplió la paga que recibía —una parte, en especie— para él. La confusión viene de que el propio Balmis le proporcionó tras el viaje papeles de que era su hijo adoptivo, consiguiendo llegar a América como una mujer sin mancha".
Y como la primera enfermera de la historia en misión internacional de salud pública, como fue reconocida hace décadas por el Congreso Panamericano de Salud. Un mérito al que habría que sumar el Premio Nacional de Enfermería que desde 1975 concede el Gobierno mexicano en su honor. "Fue decisiva en el viaje, tal y como el propio Balmis dejó escrito. Incluso arriesgó su salud durante la expedición por cuidar a los niños día y noche. Tras el viaje del médico de Madrid a Coruña, al tratar con los primeros niños se dio cuenta de que sería imposible controlarlos y cuidarlos en el barco. Por eso, al llegar a la ciudad gallega decidió escoger chavales más pequeños —seis tenían apenas tres años— y enrolar a Zendal, pues conocía a buena parte de ellos", apunta Solar. "Hay que entender que por entonces la vacuna suponía contraer una enfermedad leve, pero al fin y al cabo acarreaba una indisposición para aquellos niños metidos en un barco durante un viaje a Ultramar".
Pese a los recientes aplausos de algunos organismos internacionales, la amnesia no fue sólo posterior, sino también contemporánea a la protagonista. "El mundo la olvidó y el propio Balmis, quien sí reconoció su extraordinaria labor, le dio seis apellidos distintos en sus escritos, algo que no sucedió con ningún hombre de la expedición. El reconocimiento le está llegando ahora, con más de doscientos años de retraso", se queja la periodista. "Que su nombre nos haya llegado de ¡treinta y cinco! formas diferentes ya revela que el mármol de la posteridad no estaba pensado para una mujer", escribe el columnista Jorge Bustos en el libro Vidas cipotudas (La Esfera). Cendal, Cendala, Sendales, Zendala, Sandalla… ¡Hasta la calle que le rendía homenaje en A Coruña se llamaba Isabel López Gandalia!
La misma que zarpó el 30 de noviembre de 1803 a bordo de la corbeta María Pita con veintiuna criaturas a bordo, de ahí el apodo de "madre de los galleguitos", y otros quince tripulantes y sanitarios, encabezados por los médicos militares Balmis —cirujano de Cámara Real— y Salvany —cirujano del Real Sitio de Aranjuez—. La cadena humana consistía en inocular la vacuna en el brazo de dos niños, quienes se la transmitirían a otra pareja a los diez días, y así sucesivamente.
La ruta: A Coruña, Santa Cruz de Tenerife, Puerto Rico —adonde arriban el 9 de febrero de 1804— y Puerto Cabello. En Venezuela, la expedición se divide en dos grupos: el de Balmis vacuna en Caracas, embarca en La Guaira rumbo a La Habana y continúa hasta Sisal-Yucatán y Veracruz (México), desde donde la corbeta María Pita retorna al puerto de A Coruña. Por tierra, llega a Ciudad de México y, desde Acapulco, viaja en el correo Magallanes hasta Manila (Filipinas). En su regreso a España, vacuna en Macao y Cantón (China), así como en Santa Elena —la isla inglesa donde sufriría prisión y destierro Napoleón Bonaparte—. El 14 de agosto de 1807, recala en Lisboa y, un mes más tarde, es recibido en la Corte por Carlos IV. Atrás quedan otros expedicionarios, continuando con las tareas de inmunización de los indígenas rebelados contra la Corona, quienes finalmente pondrían rumbo a Acapulco.
Por su parte, el grupo de Salvany ha cruzado Suramérica, desde Cartagena de Indias (Colombia) hasta Chiloé (Chile), pasando por Quito (Ecuador), Lima (Perú), La Paz (Bolivia) y Santiago. Luego, en 1812, regreso en barco a Lima, pero ya sin el joven cirujano, quien en 1810 fallecería a los treinta y dos años en Cochabamba (Bolivia). Es decir, el mérito se lo llevó Balmis, pero su compañero murió vacunando tres años después, mientras que sus acompañantes Manuel Grajales y Basilio Bolaños seguirían dos temporadas más haciendo lo propio en el archipiélago chileno, en su día conocido como Nova Galicia.
"Balmis era un moneda con dos caras, porque demuestra grandeza al proteger su causa, pero tiene un lado oscuro. Mientras que parte de su grupo sigue ejerciendo su tarea en Filipinas y José Salvany y Lleopart fallece cumpliendo con su labor en Bolivia, él regresa a España para coronarse como campeón de la filantropía. Y su colega quedó tan en la sombra que nadie habla de la expedición Balmis-Salvany", critica López Mariño. Tampoco, claro, de la Balmis-Salvany-Zendal. Más allá del afán de protagonismo, hay otros aspectos controvertidos en torno al director de la expedición. ¿Tenía muy mala leche? "Era un poco animal para las relaciones personales, pero amparaba su expedición, por lo que cualquier palo que le metiesen entre las ruedas lo sacaba de sus casillas. Era malencarado, pero defendía a muerte una causa que entendía como absolutamente legítima. Tuvo broncas con gobernadores, virreyes, capitanes de barco y con casi todo el personal. Reclamaba lo que creía que era justo para la misión y le fastidiaba que no entendiesen la grandeza de la empresa que tenía entre manos", justifica el periodista coruñés.
¿Hablamos de un Balmis ambicioso que anteponía el éxito a la ética? "Él no hubiese llevado a niños si pudiese llevar vacas. Desde el experimento de Jenner, se sabe que la inoculación de brazo a brazo no acarreaba ningún problema físico para la persona vacunada. De hecho, era el método más adelantado de la época", explica López Mariño, quien destaca que en México embarcaron veintiséis críos locales para portar la vacuna en sus brazos, quienes —excepto un par de expósitos— eran hijos de familias estructuradas, de ahí la importancia de Isabel. "Ella continúa la expedición de Acapulco a Manila porque sus padres quieren que cuide a sus niños y aleje los temores de ceder a sus pequeños al cuidado exclusivo de enfermeros varones". De los mexicanos que viajaron a Filipinas, el investigador asegura que alguno murió en la ruta Venezuela-Cuba, mientras que en el regreso de Manila a México fallecieron otros dos.
No obstante, Balmis no dudó en comprar a cuatro esclavos en La Habana, aunque el investigador coruñés le resta importancia al hecho. "Se enfadó muchísimo cuando las autoridades cubanas no le facilitaron a otros portadores, pero su ira está justificada en una expedición de tanta grandeza. En concreto, compró a un tamborcito del Ejército —tendría trece años, edad a la que también algunos expósitos coruñeses se incorporaban a la milicia— y a tres niñas negras para llevar la vacuna de Cuba a México, donde los vendió después, perdiendo dinero de su propio bolsillo. Algo que sabemos porque, posteriormente, le pasó la factura a la Corona. En un informe de incidencias y de gastos, a modo de resumen de campaña, escribe: Por no facilitarme cuatro jóvenes el gobernador de La Habana, para llevar la vacuna a Yucatán, me fue preciso comprar tres esclavas que luego vendí con pérdida de 350 pesos".
¿Y qué sucedió con los galleguitos? ¿Fue su destino, una vez en el Nuevo Mundo, el esperado? "Al principio no se les dio lo prometido. Hay dos cartas de Balmis al ministro Caballero quejándose por ello. Luego, algunos fueron adoptados y otros estudiaron en las escuelas patrióticas, aunque poco se sabe de su vida posterior y su pista está aún por investigar. Sea como fuere, la situación era parecida a la de hoy: los pequeños fueron más fácilmente prohijados que los mayores. En todo caso, como España vivía una época terrible y tormentosa, algunos investigadores aseguran que su futuro aquí habría sido aún más incierto. ¿Quién sabe?", se pregunta María Solar.
López Mariño —quien, pese a la coincidencia del apellido, no guarda ninguna relación con el autor de estas líneas, más allá de una dilatada conversación y varios correos para cotejar datos e informaciones— detalla que los expósitos se quedaron a vivir en México. "La mayoría de los huérfanos fueron adoptados por gente relacionada con la Iglesia —párrocos y responsables de casas de acogida y de desamparados—, así como por comerciantes autóctonos". No se puede decir que hicieran las Américas, ni mucho menos que volvieran como indianos, con inmaculados trajes blancos y sombreros de ala calados. "Ahora bien, su futuro no fue tan malo. Como mínimo, no fue peor que el que habrían tenido en España. Por ejemplo, un expósito llamado Francisco Antonio llegó a ser abogado y profesor de leyes en la Escuela de San Juan de Letrán, en Ciudad de México", concluye el autor de Isabel Zendal Gómez, en los archivos de Galicia. "Basta preguntarse cuántos de nosotros tendría hace dos siglos un abogado en nuestras familias".
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