TIÑOR (el hierro)
Aquí hay nieblas.
Aquí hay nieblas, nieblas que ves moverse, nieblas navegando por los cielos como si soplase un leviatán juguetón. Hay niebla, sí, porque esta es la isla donde se mueve el cielo.
El Hierro es ínsula alquímica, trae los cuatro elementos en colores. Rojo de paredes y negro de rocas, olor a manto por las zonas altas (petricor perenne) y salitre que se cuela entre vientos cuando vas cayendo al mar.
Hay plantas, plantas de mil colores, de mil formas, plantas de todo tipo. Vemos hierba bajita, bosques con píceas vetustas, vemos laurisilva llorando como si fuesen algas que se escaparon del océano, vemos flores de color amarillo, de color rojo, de tonos rosas, blancos, verdes, naranjas. Hay, en una cuneta, plantitas de tomates cherry con drupas que encarnan. También pitas jóvenes asoman, tímidas, como rosetones góticos de ritmo sabrosón...
Tiñor es el pueblo más pequeñito de la isla. Parte norte, cerca de la capital, apenas treinta y cinco habitantes. Aquí al lado está el árbol Garoé, el de la leyenda, el que manaba agua de sus hojas gracias a la lluvia horizontal, gracias a los vientos alisios.
Tiñor son un puñado de casas rodeadas de árboles y orquídeas de color púrpura (vegetación entre lujuriosa y dramática), casas con forma cuadrada, con roca de color gris, con vanos pequeños por donde no se cuelan vientos de malas intenciones. Nosotros llegamos a Tiñor y nos salieron a recibir tres perros, tres perros pequeñajos, curiosos y encantadores. Simpatiquísimos, pero es que los perros son siempre simpatiquísimos.
En Tiñor encuentras vides que se resguardan del aire tras bancales de cantos apilados, y otras que crecen, entre desperdigadas y libres, junto chumberas de flor naciente. Allí hay silencio, solo silencio. Bueno, el piar de mil pájaros, el cantar de algún canario colgado en alfeizar, un ladrido perezoso, casi por obligación, que sale del cierro. Y maúllos, porque en Tiñor se ven muchos gatos, gatos que se disfrazan de plantas, que se disfrazan de ropa, que se disfrazan de banquitos puestos junto al sendero.
Ah, y cruces. En Tiñor también hay cruces.
"Yo tenía vacas, sí, vacas lecheras. De raza criolla, les decíamos. Unas vacas... me daban cuarenta litros cada una, sí, sí. Y luego cabras, y ovejas, y gallinas". Juan Acosta dice que gasta noventa y cuatro años, pero yo no me lo creo del todo. Es pequeño, menudito, y sonríe mogollón, como todos por acá.
Habla, feliz, de cuando pastoreaba animales. No, ahora sigo teniendo huerta, mira, ahí abajo, y señala un terrenuco donde asoman patatas y maíces, también rosales, lechugas, lo que parecen espinacas, palos que se trenzan para abrazar tomates. Boina y palo alto, el cuello abrigao, ojillos vivos como de abuelo que te da regalices a escondidas.
Juan es de Tiñor, y sigue viviendo allí. Lo encontramos mientras da el paseo a más velocidad de la que ustedes piensan. Yo es que siempre caminé, dice, porque antes solo estaba por aquí el camino hasta Valverde. Sin asfaltar, claro. La carretera es mucho más moderna, sí. Caminabas, te veías obligado.
Oiga, señor Acosta... ¿y esas cruces?, preguntamos. Detrás de nosotros hay un muro, un muro de una casa. Allí, pequeña hornacina mirando a la calle, cuatro cruces. Tres de madera, la última hecha con mármol. Eso, dice él, y se le arruga un poco el morruco. Eso... es que murieron todos. Allí, en esa vivienda, murieron todos. Los padres y los tres hijos. Ahora está cerrada. Por eso hay cuatro cruces, porque nadie le puso una al último en marchar.
Y mira un poco al suelo, porque a nadie le gusta hablar de estos asuntos.
Cuentan Joaquín Carreras y María del Pilar Galván, en su libro sobre el asunto, que ahora ya se perdió costumbre, pero antes todo el mundo ponía la cruz a quien marchó. Que había desde una sola hasta trece o catorce en cada casa. Que preferían la tea, porque eran más fuertes, más resistentes, y resulta madera igualmente bonita. Que después vinieron de mármol, e incluso alguna hubo con cemento.
Que las hay latinas, pero también de la portuguesa Orden de Cristo, y hasta de tipo celta. Que algunas tienen inscripciones, pero suelen ser mudas. Que su origen, quizá, venga de que hasta el siglo XIX solo había un cementerio en toda la isla, y por eso debían honrarse los muertos allá donde se pudiera. Que, a veces, las cruces surgen junto a caminos y tienen una piedra encima, y que era tradición rezar oraciones allí, y quitar la piedra para que el siguiente la volviese a poner. Que señal de respeto. Que ya todo eso se olvidó.
Salimos de Tiñor en dirección a Isora, pueblo cercano, y encontramos seis cruces sin casi haber llegado a las primeras casas. Son cruces de madera, forma latina. Algunas aparecen en mitad de un muro, otra está en un vano sobre el contador del agua. Al ladito hay un buzón y una cajonera grande, de color negro, donde está escrita la palabra "Pan".
En la isla de El Hierro es habitual. Lo de las cruces, decía. Se usaban para recordar fallecidos, para que no se perdieran por entre brumas de memoria. A veces se levantan cerca del mar, cuando venían malas noticias y naufragios. O en torrenteras y bajadas imposibles, si alguien pisó mal en un atardecer ingrato. También por los letimes, esos acantilados que asoman a un mar de espumas y azules.
Pero la costumbre, lo que aun puede verse en casi cualquier casa con más de medio siglo, son cruces de los antepasados. Agujeros en los muros de tu mismo hogar, cual hornacinas sin figura. Allí, una cruz por cada muerto que recuerdes. Las más viejas son de madera, de mármol modernas. Todas esconden historia. Esas que están allí, acumuladas, unas encima de otras. O esa grande que tiene otra diminuta, casi escondida, en el mismo corazón. Murió una mujer mientras estaba encinta, y se recuerda de tal forma.
En El Pinar, unos kilómetros al sur, nos cuenta Guany sobre estas tradiciones. Guany tiene sudor en las sienes, y te habla mirándote a los ojos. Es que aquí las cruces, en El Hierro... muy simbólicas. Si tenemos hasta el Día de la Cruz, que es el tres de mayo. Antes... bueno, antes y ahora, pero antes era más intenso, las solteras de cada pueblo "vestían" una cruz... le ponían adornos florales, joyas, la dejaban bien guapa. Si vestías la cruz durante cuatro años, dice la tradición, te casabas fijo.
Los de otros pueblos no podían ver cómo se había vestido la cruz, porque era secreto y todos competían entre sí para que la suya fuese más espectacular. Así que mandaban "espías" a ver qué estaban haciendo los de al lado. Si te pillaban podían prendarte, que es como si te secuestran, y entonces tus vecinos iban también allí a discutir el asunto con "loas".
Gesto de confusión. ¿Loas? Él ríe. Loas son pequeñas rimas, coplas, intercambios ingeniosos que buscan dejar al otro sin respuesta. Como las peleas de gallos, entonces. Y él sonríe. Sí, como las peleas de gallos, cada pueblo tiene a su especialista en loas, y es importante, porque si no puedes quedarte en prenda un ratito...
También nos dice Guany sobre la bajada de la Virgen, que es fiesta mayor en El Hierro. Cada pueblo tiene su trozo de camino en mancomún, y hace baile y fiestas a la imagen durante ese espacio. Se gira, se tocan las chácaras, que es como dicen aquí a una especie de castañuelas. Recuerdos, sí, de otro tiempo, de una sociedad con trashumancia estacional. Mudadas, es en El Hierro, hasta los pajeritos.
Vamos, bajar a tierras cerca de la mar por higos, por pastos frescos, por plantas y frutos. La casa vividora, la más importantes, era la de medianías, y estaba en el centro, lejos del mar. Miro al fondo, veo las olas, ese zafiro añil oscuro que te podría comer con solo un estrincón. Creo que entiendo razones. Cerquita, al sur, aun hay un volcán submarino, sigue Guany... erupcionó hará diez años, por el Mar de las Calmas.
El Mar de las Calmas.
(Todo eso, todas esas tradiciones, esa forma de vivir errática, sin domicilio único, sin posibilidad de control... todo lo prohibió la dictadura franquista. Ahora se van recuperando, poco a poco. Folklore que renace).
Vuelvo a preguntar a Guany. Oye, y esto de las cruces, lo de las cruces de los antepasados... ¿dónde aparece? Bueno, pues por toda la isla, sí. En Las Montañetas, en Tiñor, en todos los poblados que conservan casas antiguas. Por medianías y en los pajeritos, porque a veces se recordaba al muerto en los dos lugares. Tú busca, solo tienes que buscar.
Si buscas, ves.
Volvemos a pasar por Tiñor, justo cuando el sol se amelocotona y la brisa trae sabor a marea cambiando. No vemos a don Juan, pero su pequeño huerto está limpísimo, sin una brizna de hierba. Allí siguen, sí, los gatos, y hay desflecar de hojas y niebla por entre árboles. Huele a color verde, porque los colores se pueden oler. Huele a color verde.
Pasamos junto a la casa que cerró, la de las cinco cruces. Mirando al suelo. En silencio.
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